Para los próximos días se anuncia la inauguración de una
nueva exposición, con lo cual queda demostrado que este lugar es tan solo una
nueva sala de exhibiciones. Con tal de
disponer de un sitio donde poder realizar el rito de afirmación de pertenencia,
los artistas están dispuestos a legitimar la existencia de algo que no es, a cualquier precio. De modo que más allá de
poner en movimiento el rito que los reproduce como cofradía de auto-ayuda, lo
que esta situación demuestra es una total indiferencia, porque se sabe
demasiado que todas las decisiones que se tomen desde el Estado, sobre artes visuales, no tienen destino.
Es decir, el único
destino que existe para el arte chileno es reproducir sus propias condiciones
de mediocridad consistente, a una velocidad crucero que jamás le permitirá
ocupar mejores lugares en las grandes ligas del sistema internacional de
arte. La verdad es que jamás ha ocupado
posiciones de privilegio, en su
historia, de modo que cualquier sentimiento de fracaso está de más. La configuración de un campo artístico, desde
comienzos del siglo XX, bajo condiciones
cuyo estudio ha sido postergado, determinó un comportamiento de agentes que reprodujo estructuras destinadas a
mantener lo que a lo largo de un siglo ha promovido el montaje de una escena de
transferencia, no solo tardía sino ineficaz.
Escribo esta columna para responder a observaciones que me
han hecho llegar a través de las redes.
Me han preguntado: ¿de qué manera se puede cambiar dicho destino? No es posible cambiarlo, porque su estructura
ha sido definida por los propios actores del sistema local, cuya posición ya era anómala en la mitad del
siglo. El espacio artístico estaba definido por la Universidad de Chile, desde
1932. No había mercado. En los años cincuenta el único destino de los
artistas era ser profesor de una escuela endogámica, en la que se casaban entre
ellos y formaban familias clase-medianas
depresivo-dependientes, practicando
un tardo modernismo que aseguraba su propia reproducción como casta. Es
contra esta burocracia que reaccionaron los Agrupación de Artistas Plásticos a
comienzos de los años cincuenta, ni siquiera para realizar reforma alguna, sino
para poder disponer por sus propios medios de los medios de información mínimos
que debía tener un estudiante con ambiciones.
La existencia de la revista ProArte contribuyó a la ampliación de un público que por vez
primera adquiría nociones de arte moderno.
Fue necesario llegar a fines de los años sesenta para
enfrentar dos tentativas de aceleración. Es decir, partamos de la hipótesis que la existencia
del arte chileno bajo la protección de la Universidad de Chile –entre 1932 y
1965- significó su ruina. Pongo esta fecha última para señalar el inicio de la
reforma universitaria, que más que modificar planes de estudio, sanciona una
nueva correlación de fuerzas en el seno de una Facultad que puede, por medios
académicos y políticos, acelerar transferencias informativas. Digamos, contra
la pintura depresiva pequeño-burguesa, se levanta otra pintura, no menos pequeño-burguesa,
pero que esgrime las banderas de una contemporaneidad que desea ponerse a tono con el desarrollo de
las fuerzas productivas, convertida en “compañera de ruta” del gran movimiento
de ascenso de las luchas de masas del período.
Será su fracaso.
Tenemos, entonces, un factor universitario. Pero tenemos un
factor empresarial, que ya desde mediados de los sesenta decidió sostener
iniciativas de apoyo a la pintura, para contrarrestar el izquierdismo plástico
–de dependencia europea- sostenido por una
escuela de arte de “la Chile”, que recién cambia de conducción
político-académica. Para esto, el
empresariado –a través de sus arquitectos más eminentes- va a promover la
creación de la escuela de arte de la PUC, y por otra, la agilización del
intercambio de arte estadounidense. El
botón de muestra será la exposición De
Cézanne a Miró. Más la distribución
de unas pocas becas hacia la zona anglosajona. Eso es todo.
A comienzos de los
sesenta, tres o cuatro artistas chilenos se instalan en Nueva York. Algunos de
ellos van a Paris, pero se dan cuenta que el lugar decisivo se ha desplazado.
Todos terminan en Nueva York. Pero no tenían Fondart. Algunos se fueron con becas Fullbright, con
la decisión de no regresar jamás. Y así lo hicieron.
En cambio, todos los becados que hacían clases en “la Chile”
de la reforma, regresaron a sus clases, porque tampoco tuvieron la claridad ni
la audacia para quedarse fuera del país. Entonces, regresaron a fortalecer sus
posiciones en un enclave que pronto se reveló
como “hogareño”, hasta que tuvo
lugar el golpe militar.
Es decir, entre 1932 y 1973, el campo plástico fue dominado
por la Universidad de Chile, con este
momento de aceleración que menciono, y que tuvo
su momento inicial en 1965. A
propósito de esto, es preciso mencionar
dos pinturas que marcan dicho período: Santo Domingo (1965) y Homenaje
a Lumumba (1967). Ambas, de José Balmes.
Eso es lo más alto a que se llegó en la conexión con el mainstream. Y por lo demás, el mérito es de Balmes y no
de la Facultad.
La tentativa de los empresarios por enfrentar la aceleración
formal de “la Chile” tuvo un punto final en la elección del Presidente Allende,
porque fue la causa de que algunos de
ellos emigraran y sacaran del país sus obras.
De modo que en 1974, cuando de “la Chile” fueron exonerados los
profesores que sabemos, el espacio decisivo y decisional del arte chileno se
desplazó hacia una zona indeterminada que de inmediato de puso bajo protección internacional. Entre tanto, aliviados ya de la amenaza del
socialismo, las empresas redecoraron
triunfalmente su espacio interior y abrieron un poder comprador de
pintura, que favoreció principalmente tendencias neo-expresionistas y
surrealistizantes de desarrollo tardío.
Fue, en definitiva, la primera política económica de la
dictadura la que favoreció la aparición de un mercado restrictivo, de todos
modos, que duró hasta la crisis de 1982. En ese contexto, por ejemplo,
iniciativas como las del BHC o de la Colocadora Nacional de Valores intentaron
suplantar el rol organizativo de la cultura plástica que cumplía “la Chile” en
el período anterior. Hay que pensar que
los grandes artistas de la democracia de 1990 tuvieron premios del BHC y de la
Colocadora en 1979 y 1980.
Sin embargo, el mercado
interno incipiente y de tercer orden que se armó durante la dictadura, no
pudo luchar contra la preeminencia y primacía de un mercado simbólico de
envergadura, al que ingresaron las obras de gente como Dittborn, Leppe, Dávila,
CADA, Díaz, que experimentaron la absorción de instituciones internacionales de
solidaridad, pasando a incorporarse al sistema como artistas-en-dictadura,
gozando de un reconocimiento que no siempre se concretizó en instituciones de
arte de peso.
Ni siquiera como “arte de la
victimalización” el arte chileno
llegó a ocupar un lugar de
relevancia. Y la razón principal es que
nunca dejó de ser un arte local, auto-referido, auto-referente, académicamente
complacido de acuerdo al régimen de una academia europea de segunda y de
tercera clase. Imaginen tan solo que el
gran reformador plebeyo de la pintura chilena, Alvarez de Sotomayor, era un
pintor monárquico, de la academia
española más común y ordinaria a comienzos del siglo XX, cuando en Paris ya
había ocurrido todo lo que tenía que ocurrir. Y eso, por una mala decisión de funcionarios
de segunda que definieron las contrataciones. De ese modo llegaron a
Chile, Alvarez de Sotomayor y el propio
Richon-Brunet. De modo que la
mediocridad consistente del arte chileno es consustancial a las modalidades de
su propia reproducción como efecto de secta. Pero refleja la ceguera de los funcionarios
del Estado que se hacen cargo de combatir a la pintura oligarca de Pedro Lira.
Pero en 1980, por decir, el arte chileno de Dittborn-Leppe-CADA,
pasa a ser acogido como la expresión local de unas luchas cuya inscriptividad
se desinfla pronto, en una escena internacional calvinizada, en que el mercado de la
solidaridad y de la conmiseración cambia a la velocidad de los conflictos que
reproduce el avance del gran capital financiero y del control del
petróleo. Eso dura hasta la caída del
muro de Berlin. Entre medio, no hay que
olvidar la inversión del socialismo español que financian una gran exposición
que no significa mucho en términos de reconocimiento internacional, pero que pavimenta las inversiones que vendrán
con la democracia, porque al igual que los empresarios chilenos de los sesenta,
saben que el arte es una zona que favorece de manera informal las relaciones ecómicas.
Algunos artistas tuvieron
la ilusión de que la escena había cambiado. Pero la deflación formal los hizo regresar a los índices de desarrollo
normal que tenía en la década del cincuenta. De modo que el arte de hoy, con
todos los avances informativos con que se puede contar, no supera la velocidad crucero
ni las condiciones de inscriptividad de ese entonces. Es decir, hemos regresado
a condiciones normales de desarrollo, con
un mercado de enseñanza de arte saturado, un mercado de galerías que no
supera su condición endémica –con honorables distinciones-; pero sobre todo,
con artistas que añoran un “Estado Providencia” que jamás existió, pero de cuyo
mito se alimentan, llegando a modificar la historia para que calce con sus
deseos actuales de subordinación simbólica, esperando la iniciativa inscriptiva
de unos Tíos Permanentes que regentan el espacio local con la violencia de una horda primitiva de
pacotilla.
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