lunes, 6 de marzo de 2017

EL DESTINO DEL ARTE CHILENO


 Hasta el día de hoy, quienes concibieron la ficción de un centro nacional de arte contemporáneo no han expuesto, no solo un plan de trabajo, sino el concepto que lo sostendría como un “centro de creación”.  Aún así el directorio del CNCA debe elegir a su director o directora, en un ambiente en que  se hacen notar demasiado los indicios para pensar en la existencia de un concurso teatral. 

Para los próximos días se anuncia la inauguración de una nueva exposición, con lo cual queda demostrado que este lugar es tan solo una nueva sala de exhibiciones.  Con tal de disponer de un sitio donde poder realizar el rito de afirmación de pertenencia, los artistas están dispuestos a legitimar la existencia de algo que no es,  a cualquier precio. De modo que más allá de poner en movimiento el rito que los reproduce como cofradía de auto-ayuda, lo que esta situación demuestra es una total indiferencia, porque se sabe demasiado que todas las decisiones que se tomen desde el Estado, sobre artes visuales,  no tienen destino. 

Es decir, el  único destino que existe para el arte chileno es reproducir sus propias condiciones de mediocridad consistente, a una velocidad crucero que jamás le permitirá ocupar mejores lugares en las grandes ligas del sistema internacional de arte.  La verdad es que jamás ha ocupado posiciones de privilegio,  en su historia, de modo que cualquier sentimiento de fracaso está de más.  La configuración de un campo artístico, desde comienzos del siglo XX,  bajo condiciones cuyo estudio ha sido postergado, determinó un comportamiento de  agentes que reprodujo estructuras  destinadas a  mantener lo que a lo largo de un  siglo  ha promovido el montaje de una escena de transferencia, no solo tardía sino ineficaz.

Escribo esta columna para responder a observaciones que me han hecho llegar a través de las redes.  Me han preguntado: ¿de qué manera se puede cambiar dicho destino?  No es posible cambiarlo, porque su estructura ha sido definida por los propios actores del sistema local,  cuya posición ya era anómala en la mitad del siglo. El espacio artístico estaba definido por la Universidad de Chile, desde 1932.  No había mercado.  En los años cincuenta el único destino de los artistas era ser profesor de una escuela endogámica, en la que se casaban entre ellos y formaban familias clase-medianas  depresivo-dependientes, practicando  un tardo modernismo que aseguraba su propia reproducción como casta. Es contra esta burocracia que reaccionaron los Agrupación de Artistas Plásticos a comienzos de los años cincuenta, ni siquiera para realizar reforma alguna, sino para poder disponer por sus propios medios de los medios de información mínimos que debía tener un estudiante con ambiciones.  La existencia de la revista ProArte contribuyó a  la ampliación de un público que por vez primera adquiría nociones de arte moderno.

Fue necesario llegar a fines de los años sesenta para enfrentar dos tentativas de aceleración. Es decir,  partamos de la hipótesis que la existencia del arte chileno bajo la protección de la Universidad de Chile –entre 1932 y 1965- significó su ruina. Pongo esta fecha última para señalar el inicio de la reforma universitaria, que más que modificar planes de estudio, sanciona una nueva correlación de fuerzas en el seno de una Facultad que puede, por medios académicos y políticos, acelerar transferencias informativas. Digamos, contra la pintura depresiva pequeño-burguesa, se levanta otra pintura, no menos pequeño-burguesa, pero que esgrime las banderas de una contemporaneidad  que desea ponerse a tono con el desarrollo de las fuerzas productivas, convertida en “compañera de ruta” del gran movimiento de ascenso de las luchas de masas del período.  Será su fracaso.

Tenemos, entonces, un factor universitario. Pero tenemos un factor empresarial, que ya desde mediados de los sesenta decidió sostener iniciativas de apoyo a la pintura, para contrarrestar el izquierdismo plástico –de dependencia europea- sostenido por una  escuela de arte  de “la Chile”,  que recién cambia de conducción político-académica.  Para esto, el empresariado –a través de sus arquitectos más eminentes- va a promover la creación de la escuela de arte de la PUC, y por otra, la agilización del intercambio de arte estadounidense.  El botón de muestra será la exposición De Cézanne a Miró.  Más la distribución de unas pocas becas hacia la zona anglosajona. Eso es todo.

A comienzos  de los sesenta, tres o cuatro artistas chilenos se instalan en Nueva York. Algunos de ellos van a Paris, pero se dan cuenta que el lugar decisivo se ha desplazado. Todos terminan en Nueva York. Pero no tenían Fondart.  Algunos se fueron con becas Fullbright, con la decisión de no regresar jamás. Y así lo hicieron.

En cambio, todos los becados que hacían clases en “la Chile” de la reforma, regresaron a sus clases, porque tampoco tuvieron la claridad ni la audacia para quedarse fuera del país. Entonces, regresaron a fortalecer sus posiciones en un enclave que pronto se reveló  como “hogareño”,   hasta que tuvo lugar el golpe militar.

Es decir, entre 1932 y 1973, el campo plástico fue dominado por la Universidad de Chile,  con este momento de aceleración que menciono, y que tuvo  su momento inicial en 1965.  A propósito de esto, es preciso mencionar  dos pinturas que marcan dicho período: Santo Domingo (1965) y Homenaje a Lumumba (1967). Ambas, de José Balmes.  Eso es lo más alto a que se llegó en la conexión con el mainstream.  Y por lo demás, el mérito es de Balmes y no de la Facultad.

La tentativa de los empresarios por enfrentar la aceleración formal de “la Chile” tuvo un punto final en la elección del Presidente Allende, porque  fue la causa de que algunos de ellos emigraran y sacaran del país sus obras.  De modo que en 1974, cuando de “la Chile” fueron exonerados los profesores que sabemos, el espacio decisivo y decisional del arte chileno se desplazó hacia una zona indeterminada que de inmediato  de puso bajo protección internacional.  Entre tanto, aliviados ya de la amenaza del socialismo, las empresas redecoraron  triunfalmente su espacio interior y abrieron un poder comprador de pintura, que favoreció principalmente tendencias neo-expresionistas y surrealistizantes  de desarrollo tardío.

Fue, en definitiva, la primera política económica de la dictadura la que favoreció la aparición de un mercado restrictivo, de todos modos, que duró hasta la crisis de 1982. En ese contexto, por ejemplo, iniciativas como las del BHC o de la Colocadora Nacional de Valores intentaron suplantar el rol organizativo de la cultura plástica que cumplía “la Chile” en el período anterior.   Hay que pensar que los grandes artistas de la democracia de 1990 tuvieron premios del BHC y de la Colocadora en 1979 y 1980.

Sin embargo, el mercado  interno incipiente y de tercer orden que se armó durante la dictadura, no pudo luchar contra la preeminencia y primacía de un mercado simbólico de envergadura, al que ingresaron las obras de gente como Dittborn, Leppe, Dávila, CADA, Díaz, que experimentaron la absorción de instituciones internacionales de solidaridad, pasando a incorporarse al sistema como artistas-en-dictadura, gozando de un reconocimiento que no siempre se concretizó en instituciones de arte de peso. 

Ni siquiera como “arte de la  victimalización”  el arte chileno llegó a ocupar  un lugar de relevancia.  Y la razón principal es que nunca dejó de ser un arte local, auto-referido, auto-referente, académicamente complacido de acuerdo al régimen de una academia europea de segunda y de tercera clase.  Imaginen tan solo que el gran reformador plebeyo de la pintura chilena, Alvarez de Sotomayor, era un pintor monárquico,  de la academia española más común y ordinaria a comienzos del siglo XX, cuando en Paris ya había ocurrido todo lo que tenía que ocurrir.  Y eso, por una mala decisión de funcionarios de segunda que definieron las contrataciones. De ese modo llegaron a Chile,  Alvarez de Sotomayor y el propio Richon-Brunet.  De modo que la mediocridad consistente del arte chileno es consustancial a las modalidades de su propia reproducción como efecto de secta.  Pero refleja la ceguera de los funcionarios del Estado que se hacen cargo de combatir a la pintura oligarca de Pedro Lira.

Pero en 1980, por decir, el arte chileno de Dittborn-Leppe-CADA, pasa a ser acogido como la expresión local de unas luchas cuya inscriptividad se desinfla pronto, en una escena internacional  calvinizada, en que el mercado de la solidaridad y de la conmiseración cambia a la velocidad de los conflictos que reproduce el avance del gran capital financiero y del control del petróleo.  Eso dura hasta la caída del muro de Berlin.  Entre medio, no hay que olvidar la inversión del socialismo español que financian una gran exposición que no significa mucho en términos de reconocimiento internacional,  pero que pavimenta las inversiones que vendrán con la democracia, porque al igual que los empresarios chilenos de los sesenta, saben que el arte es una zona que favorece de manera informal las relaciones ecómicas.


Algunos  artistas tuvieron la ilusión de que la escena había cambiado. Pero la deflación formal  los hizo regresar a los índices de desarrollo normal que tenía en la década del cincuenta. De modo que el arte de hoy, con todos los avances informativos con que se puede contar, no supera la velocidad crucero ni las condiciones de inscriptividad de ese entonces. Es decir, hemos regresado a condiciones normales de desarrollo, con  un mercado de enseñanza de arte saturado, un mercado de galerías que no supera su condición endémica –con honorables distinciones-; pero sobre todo, con artistas que añoran un “Estado Providencia” que jamás existió, pero de cuyo mito se alimentan, llegando a modificar la historia para que calce con sus deseos actuales de subordinación simbólica, esperando la iniciativa inscriptiva de unos Tíos Permanentes que regentan el espacio local  con la violencia de una horda primitiva de pacotilla.

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