(“Mi problema es el siguiente: nosotros, la
izquierda, aún no disponemos de una buena teoría sobre lo que fue el
estalinismo”. Slavoj Zizek, El País, Madrid, Entrevista, 25 de marzo 2006)
En mi columna Política
y xilografía -publicada en el sitio web de Radio Bío-Bío- sostuve en los párrafos finales que la señora
Presidenta, al solicitar “dejar atrás
las peleas pequeñas”, pone de manifiesto
el malestar que todo militante esgrime cuando es enfrentado a una
situación discursiva que no es de su conveniencia.
Sin embargo, en el
caso de la Presidenta, el ejercicio de su indolencia comparte un mismo estilo con la
lengua-de-madera de los comunistas. La
pequeñez a la que alude es a la imposibilidad
de hacer manifiesta su propia posición sobre la caracterización de la revolución
cubana.
De este modo, lo que hace es eludir el problema ético y
político real que ya tuvo que enfrentar la izquierda durante la Unidad Popular,
cuando se proyectó en Chile el film de Costa-Gavras, La confesión. Tuvo que
venir el propio cineasta, invitado por Augusto Olivares, para que le explicara al Presidente Allende el guión de
una película cuya proyección estaba amenazada. Costa-Gavras menciona en una conversación con Victor Hugo
de la Fuente y publicada en www.medelu.org
el 13 de septiembre del 2013, que había muchos sectores que no deseaban que la
película fuese proyectada.
En pocas palabras, está diciendo que los comunistas se
oponían a su distribución, porque proporciona armas al enemigo. La alianza
formada por el PDC y el PN, lo único que querían es que la película se
distribuyera. Dirigentes de la Unidad Popular, más “abiertos” y menos
“paranoicos”, advierten la inconveniencia de la película del “compañero
Costa-Gavras” en la coyuntura, pero no se puede ir en contra de la historia. De hecho, es el propio guionista, Jorge
Semprún, el que responde a esta objeción. Los que le entregan armas al enemigo
son los propios responsables de los juicios stalinistas, responsables de que el
mundo haya asociado el socialismo con la represión política y el terror. De hecho, es en esos años, que para
contrarrestar el totalitarismo estructural de la teoría leninista de partido,
que en “occidente” se comienza a usar el eufemismo “socialismo de rostro humano”,
porque era evidente que el que se conocía era inhumano.
La izquierda no tenían el rigor intelectual para producir en
sus propias filas la claridad de Semprún.
De ahí que, en esa coyuntura de 1971,
pensara que abordar esos temas –el proceso de Slansky, por ejemplo- era
una “pelea pequeña”. Las palabras
actuales de la señora Presidenta adquieren un valor retroactivo, porque termina
justificando la propia posición de los comunistas de 1971, en relación a La
Confesión. En una línea diferente,
pero igualmente compleja, no hay que
olvidar el conflicto que significó en Quimantú la publicación de Historia de la revolución rusa de León
Trotsky. El diputado Boric, que estaba
leyendo a Isaac Deutscher, debiera estudiar este episodio de la lucha ideológica.
Era evidente que hubo dos construcciones literarias que
marcaron mi des/afección de la gran memoria
del movimiento comunista internacional.
Esas obras fueron, primero, Humanismo y
Terror, de Maurice Merleau-Ponty; y luego, Un día en la vida de Ivan Denisovich, de Solnyenitsin. Pero sobre
todo, el texto de Merleau-Ponty, junto al de Arthur Koestler, El cero y el infinito, que circulaba
entre nosotros, en primer año de universidad. Menciono estos libros porque señalan la
estructura paranoica sobre la que se montó el poder el Partido por sobre el
poder del Estado. Al punto que toda lectura del ¿Qué Hacer? de Lenin se transformó en la lectura de un
monumento ejemplar a la impostura literaria,
con efecto político concreto, mucho antes de abandonar el “destacamento
proletario”.
(Otra cosa es que ni los artistas con los que trabajé a
mediados de los ochenta, como Dáiz, ni
mis editores de mediados del dos mil, como Metales Pesados, se hayan enterado).
Lo que ocurrió con La Confesión, en el Santiago de Chile de 1971, fue una
imposibilidad de hablar y debatir sobre la caracterización del régimen
soviético, por ejemplo, y sus efectos en la preeminencia ontológica de la
categoría de partido. Para mis
compañeros, esa no era una cuestión que estuviese a la orden del día. ¿Y quien definía qué estaba a la orden del
día? Seguramente, el guatón Correa y
Ambrosio.
Costa-Gavras se
reunió con Allende y fue entonces que decidió rodar Estado de Sitio en Chile. Esto vendría a ser la consecuencia de lo
que ya Augusto Olivares había iniciado con Operación
Verdad; es decir, levantar una línea
de trabajo internacional en comunicaciones. Esta es la “verdad de la operación”, para
parodiar a gente de la UDP. Sin embargo,
ni la propia Unidad Popular podía realizar su propia “operación verdad”. Una vez iniciado el rodaje de la película, al
tercer día, no se presentaron los actores comunistas. Es muy probable que no hayan estado de acuerdo
con el guión, que hacía el relato de una acción de los Tupamaros. Es decir, se
le atribuía al film la defensa de la “teoría del foco”, adaptada a la realidad
de la lucha urbana. Costa-Gavras
pensó en un momento filmar en un
país limítrofe, pero al final, terminó la película en Chile, meses antes del
golpe militar.
Respecto de estas cuestiones, siempre encontramos a los dirigentes habilitados para fustigarnos con el argumento
de valorizar las Grandes Peleas por sobre las “pequeñas peleas”. El comité-central
como significante político definía lo que era una Gran Pelea, y como me
decía un compañero de dirección, “no necesitas más información que la requerida
para realizar el trabajo en tu frente”.
Había un chiste teórico, sobre el poder de la categoría orgánica, en que
a propósito de los textos de Althusser, la distinción entre ciencia e ideología
se iba a decidir en el seno del comité-central del partido comunista francés.
Para definir el criterio articulador de la lectura de la
fase, que permitía acceder a la interpretación del período y a la consecuente
determinación de las etapas de la revolución chilena, el comité debía –siempre- remitirse a la
sobredeterminación de una sagrada
escritura. Desde ahí se podía entender el valor crucial de Lenin cuando oculto
en el barrio obrero de Viborg, escribía
a los miembros del ejecutivo: “ya es hora”.
Nunca antes la escritura estuvo tan cerca de la silueta sombría de la
acción de las masas.
Nunca antes la lengua-de-madera de los actuales dirigentes
del Gobierno y de la coalición gobernante, han estado más lejos de la
posibilidad de caracterizar su propia f®ase.
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