sábado, 2 de diciembre de 2017

LAS TRES PASCUALAS.



En la columna anterior expuse las principales líneas de la ponencia para el lunes.  En mi comprensión de las prácticas curatoriales, solo me remito a lo que un día escribí bajo el título “El curador como productor de infraestructura”. Era una hipótesis para justificar las relaciones entre curatoría y trabajo de historia, en la coyuntura intelectual de fines de los años noventa. Ahora, cuando hay más curadores que cargos en los museos y centros de arte, la hipótesis sobre el rol de lo que en ese entonces denominé “curadores de servicio” parece demostrar toda su eficacia, nada más que a partir de la consideración de un nuevo nicho de empleabilidad precarizada en las instituciones culturales.

Lo que me importa, entonces, a partir de “El curador como productor de infraestructura” es un reconocimiento de un trabajo de escritura de historia que para algunos ha sido inexistente, de todos modos. Puedo hacerme cargo de algunas cosas. En particular de la reconstrucción de escenas locales a partir de la elaboración de otra hipótesis acerca de las condiciones que permiten reconocer una escena local. Eso ya es asunto viejo y aparece en el Glosario del libro Escenas Locales que publiqué en el 2015.

¡Ah, la palabra glosario, que se ha puesto tan de moda a partir de la apertura de Cerrillos!  Parece que hubo una llamada a propuestas públicas para la elaboración del glosario de términos que se deben usar en el área de las visualidades interpuestas por el CNCA.  A falta de política real, han levantado una política terminológica.

Estudiando el caso de Concepción y de su escena político y cultural de 1957 pude formular una ficción metodológica que me ha sido útil para articular las acciones de una clase política local, con una prensa local y una universidad local, que bajo ciertas condiciones ponen en pie momentos de aceleración de los imaginarios locales. Eso es lo que tuvo lugar en Concepción en 1957 y eso es lo que “ilustra” el mural de Julio Escámez en la Farmacia Maluje. 

En la columna anterior mencioné tres cuestiones, al final.  Todas ellas tenían que ver con las artes populares.  Hoy día, MAPA cree que inventó, también, las artes populares. Más que nada, lo ha hecho es poner las colecciones chilenos bajo tutela simbólica paraguaya (Risas).  Bueno, ya les he dicho que el “género nuevo” de arte-y-política  ha sido  puesto en valor en el seno de una lucha por las designaciones fundacionales, en una curiosa “puesta en escena”  de la ostentación nominativa, un poco en el orden amenazante de “¡te voy a hacer una escena!” (Aplausos prolongados). 

Bueno: las tres cuestiones provienen, obviamente, de las Tres Pascualas.  Es la instancia shakespereana local, en la que tres hermanas se echan a morir, como si fueran tres Ofelias, representando  tres terrenos de ficción: la música, la cerámica y la fotografía.  Pero aquí, en Concepción, las “tres pascualas” son las Tres Parcas; es decir, las tres hilanderas que personifican el nacimiento, la vida y la muerte, como en los paneles del mural, donde  Julio Escámez las reúne –en un solo rostro- para pintar el destino de la ciudad.  Esta sería, por cierto, la acomodación  penquista del mito griego. 

Entonces, veamos: las tres Pascuales eran la cerámica, la música y la fotografía.

El momento significativo de esta novela es la jornada del 20 de enero de 1957, en la que un grupo de artistas e intelectuales comunistas realizan un viaje a Yumbel, para asistir a las festividades de San Sebastián.  ¿Qué hacían unos comunistas en una fiesta religiosa? Algo muy simple y que obedecía a un mandato político, de vincularse con las capas del campesinado pobre porque en ellas permanecía viva la cultura popular más arcaica (léase “auténtica”).  Pero está el gesto de los artistas modernos que se vinculan con las formas “primitivas” africanas que ya los precede y que los sobredetermina. 

La Universidad de Concepción le encomienda a Violeta Parra la realización de una “campaña” de recopilación del canto popular de la zona de Florida. En la fiesta de San Sebastián  se reúnen cantores populares.  Se va a escuchar.  Se sabe. Se incorpora  la poesía popular como una adquisición simbólica erudita. Luego, en Yumbel se instala una feria. No hay fiesta sin feria. En esa feria, las loceras de Quinchamalí vienen a vender sus  cacharros, que tienen dos cosas que interesan a los artistas: son de cerámica negra y tienen elementos grabados  cubiertos  con  agua y ceniza, de modo que los esgrafiados son inmediatamente reconocidos como grabados objetuales.  Pero además, son cerámicas antropomorfas.  De ahí salió la guitarrera, por ejemplo.  Y luego, en la feria, se instalan unos fotógrafos de cajón que retratan a los campesinos trajeados contra un fondo de tela donde aparece el paisaje pintado de otra ciudad.

Estas son las tres invenciones con las que es posible hilar una trama de producciones  que “amarren” una situación orgánica de lectura de la cultura popular campesina (de antes de la reforma agraria), por parte de artistas e intelectuales que en una ciudad determinada,  al mismo tiempo, están realizando las transformaciones arquitectónicas y urbanas más importantes de la modernización local. De todo eso hay mucho escrito; sobre todo en el terreno de la arquitectura penquista de entre los años 1959 y 1973. De este modo, no es posible imaginar una relación de arte y política, sin  reconstruir  la articulación de producciones que recogen la cultura popular y  la combinan con la actividad partidaria,  buscando incorporar  la pintura  mural y el teatro como  síntomas visibles de una arquitectura  moderna local que tendrá que responder a los estragos materiales y sociales del terremoto del 21 de mayo de 1960.




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