En la columna anterior expuse las principales líneas de la
ponencia para el lunes. En mi
comprensión de las prácticas curatoriales, solo me remito a lo que un día
escribí bajo el título “El curador como productor de infraestructura”. Era una
hipótesis para justificar las relaciones entre curatoría y trabajo de historia,
en la coyuntura intelectual de fines de los años noventa. Ahora, cuando hay más
curadores que cargos en los museos y centros de arte, la hipótesis sobre el rol
de lo que en ese entonces denominé “curadores de servicio” parece demostrar
toda su eficacia, nada más que a partir de la consideración de un nuevo nicho
de empleabilidad precarizada en las instituciones culturales.
Lo que me importa, entonces, a partir de “El curador como
productor de infraestructura” es un reconocimiento de un trabajo de escritura
de historia que para algunos ha sido inexistente, de todos modos. Puedo hacerme
cargo de algunas cosas. En particular de la reconstrucción de escenas locales a
partir de la elaboración de otra hipótesis acerca de las condiciones que
permiten reconocer una escena local. Eso ya es asunto viejo y aparece en el
Glosario del libro Escenas Locales que publiqué en el 2015.
¡Ah, la palabra glosario, que se ha puesto tan de moda a
partir de la apertura de Cerrillos!
Parece que hubo una llamada a propuestas públicas para la elaboración
del glosario de términos que se deben usar en el área de las visualidades
interpuestas por el CNCA. A falta de
política real, han levantado una política terminológica.
Estudiando el caso de Concepción y de su escena político y
cultural de 1957 pude formular una ficción metodológica que me ha sido útil
para articular las acciones de una clase política local, con una prensa local y
una universidad local, que bajo ciertas condiciones ponen en pie momentos de
aceleración de los imaginarios locales. Eso es lo que tuvo lugar en Concepción
en 1957 y eso es lo que “ilustra” el mural de Julio Escámez en la Farmacia
Maluje.
En la columna anterior mencioné tres cuestiones, al final. Todas ellas tenían que ver con las artes
populares. Hoy día, MAPA cree que
inventó, también, las artes populares. Más que nada, lo ha hecho es poner las
colecciones chilenos bajo tutela simbólica paraguaya (Risas). Bueno, ya les he dicho que el “género nuevo”
de arte-y-política ha sido
puesto en valor en el seno de una lucha por las designaciones
fundacionales, en una curiosa “puesta en escena” de la ostentación nominativa, un poco en el
orden amenazante de “¡te voy a hacer una escena!” (Aplausos prolongados).
Bueno: las tres cuestiones provienen, obviamente, de las
Tres Pascualas. Es la instancia shakespereana local, en la que
tres hermanas se echan a morir, como si fueran tres Ofelias, representando tres terrenos de ficción: la música, la
cerámica y la fotografía. Pero aquí, en
Concepción, las “tres pascualas” son las Tres Parcas; es decir, las tres
hilanderas que personifican el nacimiento, la vida y la muerte, como en los
paneles del mural, donde Julio Escámez
las reúne –en un solo rostro- para pintar el destino de la ciudad. Esta sería, por cierto, la acomodación
penquista del mito griego.
Entonces, veamos: las tres Pascuales eran la cerámica, la
música y la fotografía.
El momento significativo de esta novela es la jornada del 20
de enero de 1957, en la que un grupo de artistas e intelectuales comunistas
realizan un viaje a Yumbel, para asistir a las festividades de San
Sebastián. ¿Qué hacían unos comunistas
en una fiesta religiosa? Algo muy simple y que obedecía a un mandato político,
de vincularse con las capas del campesinado pobre porque en ellas permanecía
viva la cultura popular más arcaica (léase “auténtica”). Pero está el gesto de los artistas modernos
que se vinculan con las formas “primitivas” africanas que ya los precede y que
los sobredetermina.
La Universidad de Concepción le encomienda a Violeta Parra
la realización de una “campaña” de recopilación del canto popular de la zona de
Florida. En la fiesta de San Sebastián
se reúnen cantores populares. Se
va a escuchar. Se sabe. Se
incorpora la poesía popular como una
adquisición simbólica erudita. Luego, en Yumbel se instala una feria. No hay
fiesta sin feria. En esa feria, las loceras de Quinchamalí vienen a vender
sus cacharros, que tienen dos cosas que
interesan a los artistas: son de cerámica negra y tienen elementos
grabados cubiertos con
agua y ceniza, de modo que los esgrafiados son inmediatamente
reconocidos como grabados objetuales. Pero además, son cerámicas antropomorfas. De ahí salió la guitarrera, por ejemplo. Y luego, en la feria, se instalan unos
fotógrafos de cajón que retratan a los campesinos trajeados contra un fondo de
tela donde aparece el paisaje pintado de otra ciudad.
Estas son las tres invenciones con las que es posible hilar
una trama de producciones que “amarren”
una situación orgánica de lectura de la cultura popular campesina (de antes de
la reforma agraria), por parte de artistas e intelectuales que en una ciudad
determinada, al mismo tiempo, están
realizando las transformaciones arquitectónicas y urbanas más importantes de la
modernización local. De todo eso hay mucho escrito; sobre todo en el terreno de
la arquitectura penquista de entre los años 1959 y 1973. De este modo, no es
posible imaginar una relación de arte y política, sin reconstruir
la articulación de producciones que recogen la cultura popular y la combinan con la actividad partidaria, buscando incorporar la pintura
mural y el teatro como síntomas
visibles de una arquitectura moderna
local que tendrá que responder a los estragos materiales y sociales del
terremoto del 21 de mayo de 1960.
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