Alguna vez escuché el relato de una hipótesis acerca del
temor que tenían los americanos frente a amenazas de extra-terrestres. Era una explicación junguiana que sostenía
que el hombre blanco europeo sentía una gran culpa por haber sometido a
continentes enteros durante el siglo XIX. De acuerdo a este sentimiento,
tendrían el temor de que los extraterrestres los trataran del mismo modo como
ellos lo habían hecho con las
poblaciones aborígenes.
Recordé este relato al enterarme de una mensaje de Luis Alarcón
en las redes, en el que (me) anunciaba como el ministro de cultura que se haría
cargo de las razzias.
De algún modo, la expresión de su
temor podría instalar una sombre de duda que apuntaría a encubrir acciones por
las que se teme una represalia. ¿Que tendría que temer Alarcón?
De seguro, Alarcón clama en favor de operadores a los que
cree justo defender, porque ellos si que tienen razones para temer ser tratados como ya trataron a
sus subordinados y adversarios en el CNCA. Lo curioso es que Alarcón, ni
siquiera trabajando en el CNCA, decide hablar-por-otros. En la tradición comunista eso se llamaba
“recadero”. Digamos, es una figura que está en tránsito, entre el que lleva mensajes que no son de su autoría y el que repite como ventrílocuo lo que su amo(a) le hace decir.
Ahora: es curioso que Alarcón se muestre (tan) interesado en
mi futuro.
¿Ministro? El uso del
término no es un cumplido. Apuntó alto, para intoxicar la referencia por
antonomasia. El nombre de la función
atribuida define el rol de un ministro por analogía con el trabajo de un policía;
es decir, alguien cuya práctica cultural solo es comparable a una razzia.
En tal medida, en la memoria comunista de Alarcón esta
palabra opera como un fantasma arcaico cuyo destino es atribuir(me) un carácter
nazi, mediante la estrategia de conversión de si mismo en un judío del ghetto
de Varsovia. Pero en este caso, Alarcón
ejerce la función de síntoma en el seno
de una izquierda chilena que jamás
podría estar en condiciones de disputar dicho estatuto, y que vive su post-memoria con el lamento de no haber estado a la altura de una Gran
Catástrofe, no pudiendo encarnar al héroe benjaminiano que correspondería.
Alarcón no puede sino
acomodar la realidad a su deseo partidario residual, como cuando sus
camaradas definían el carácter fascista de la dictadura, solo para poder
legitimar la organización de un “frente anti-fascista”, porque esto facilitaba
la comprensión popular a una política de antes de la “guerra fría” y convertía al Gobierno Militar en un
“ejército de ocupación”.
Regresar a dicho estadio parece ser la única operación
compensatoria de Alarcón, que debe incorporar a su activo el lenguaje frentista
para poder inscribir la marca de su emprendimiento –Galería Metropolitana- como
una “zona liberada del arte”, reviviendo el programa formulado por Siqueiros en
1941: “ante la guerra, arte de guerra”.
Sin embargo, Alarcón se ofrece para declarar a su
mandatario(a) como víctima por anticipación. Pero al hacerlo, no se da cuenta
que hace manifiesto el sentimiento de culpa de éste(a) transformándolo en una
prueba verosímil que nos habla de la
existencia de un maltrato efectivo
ejercido directa e indirectamente sobre personal del CNCA. El temor es que el
“maltrato de origen” pueda ser devuelto
de manera proporcional como “maltrato de arribo”. De otro modo, Alarcón no se daría el trabajo
de denunciarlo, a menos que, deseoso de rendir servicios de recadero sin que se
lo pidan, termina provocando un daño enorme a
un supuesto defendido.
Alarcón, al
ofrecer un chivo expiatorio a la
medida, no se da cuenta que la conversión en víctima por anticipación es una confesión encubierta. De modo que realiza, por añadidura, una inverosímil solicitud para que su mandante no deba ser investigado, como
única manera de limitar sus responsabilidades políticas.
Potente el análisis, hermano, en momentos en que la sensación de derrota es peor que la derrota misma y no hay hilo para ningún balbuceo textual coherente, sólo la herida del quiebre.
ResponderEliminar