He recibido mensajes de artistas en los que me informan sobre la situación de las nuevas
condiciones de “poblamiento” de la Plaza de la Constitución. Les he respondido que no se agiten (tanto).
La batalla ya la tienen perdida. Hace algunos años, jóvenes críticos que
descubrían la pólvora escribieron encendidos discursos acerca de las disputas
espaciales en la ciudad a través de los emplazamientos ceremoniales de los
monumentos de héroes militares. Los quisiera ver hoy día en la primera línea de
esta batalla. Incluso, los escultores actuales, mas allá de su política de
defensa del Aseo y Ornato, no han dicho
una sola palabra al respecto.
La situación no es solamente grave, sino risible. O sea, ya dejó de ser grave. Grave es una palabra que se escribe cuando ya
no implica amenaza alguna. Sin embargo, a la clase política la risibilidad
sobre sí misma es algo de lo que difícilmente adquiere consciencia. La Plaza de la Constitución se la disputan
como un viejo cuero de vacuno, donde cada partido reclama lo suyo. La plaza ya
se parece a un mapa de corte de carne en una carnicería simbólica, a la que
cada monumentalizado se hace acreedor con la cuota que le corresponde. Los
socialistas tiene la esquina de Allende, entre la puerta de la Intendencia y el
ingreso a las escaleras de la masacre del Seguro Obrero. Los otros no tuvieron
esa suerte y quedaron emplazados en un saludo que reproduce los gestos de una
amistad cívica perdida.
La derecha tiene a Alessandri. Pero al socialcristianismo no
le basta con haber dispuesto de un fragmento de este patchwork institucional que es esta plaza. Frei Montalva reproduce en su base el relieve histórico de
las dos grandes medidas: la reforma agraria y la chilenización del cobre.
Faltaría el Aylwin de la reconstrucción democrática que él mismo contribuyó a
hundir. Para recuperar su sitial en la
historia, habrá que pensar en una escultura de mármol, con su relieve esculpido al interior de un televisor,
pidiendo perdón por si mismo y por los otros, mirando hacia la cámara, pero en
una escultura los ojos son siempre unos orificios por donde se escurre la
verdad de la historia (sic). ¿O será su
imagen de líder anti-allendista, en mangas de camisa? Pero lo que su familia
desea es verlo erguido, como todos. Entonces, ¿que será lo distintivo de su
gesto?
Allende, en cambio,
fue reproducido en la pose del “hombre que camina”. La fotografía lo hacía crecer. En cambio, la
escultura reproduce la estatura real y
le resta heroicidad a la pose. Una vez,
una amiga mía envió una maqueta al concurso para el monumento a Allende.
Estaba sentado, en el momento de
levantarse, para acudir al encuentro
sonoro y gráfico con su pueblo. El
proyecto no fue retenido.
Nada de esto puede ser cierto, y sin embargo, es un chiste a
la autocomplacencia y a la vanidad, que
no tiene medida en cuanto al carácter regresivo de su alcance. Es risible que en las bases de todos estos
concursos se apele a la verosimilitud; es decir, que se promueva el siglo XIX en una plaza
destinada a celebrar el siglo XXI. Es la
verdad sea dicha, lo que se celebra es una política y una figura forjada en los
residuos del siglo XIX.
Es que eso no es todo. Los radicales salieron a la palestra
y quieren un Pedro Aguirre Cerda “nuevecito” en la vereda cercana al Ministerio
de Hacienda.
¡Esto no se puede creer! Se están disputando metros más,
metros menos, en una furia conmemorativa destinada a invertir grandes
cantidades de bronce. ¿No ven que “le lleva bien” la pátina de la historia? Y
estos hombres, al parecer, no han pasado por ella, suficientemente. Hay algo torcido en el acceso a la historia,
que solo un acontecimiento suplementario
de esta naturaleza garantizaría la suficiencia faltante. Vaya uno a
saber.
Pero lo cierto es que ya existe un monumento moderno a Pedro
Aguirre Cerda, pero que ya fue intervenido por un absceso figurativo a cargo de
un escultor que no trepidó en ca®garse a un colega. Y ese monumento fue realizado por Lorenzo
Berg y quedó inconcluso. Los radicales podrían dar una lección de
contemporaneidad si apoyaran la iniciativa de concluir el proyecto. Pero
nada.
Mientras mis amigos se agitan y solicitan el apoyo de las
organizaciones –que no sirven para absolutamente nada-, no saben que deben acostumbrarse a derrotas
estratégicas, porque todo aquello de que hablan no es escultura, y ni siquiera
escultura contemporánea, sino operaciones artesanales de conmemoración pública
donde el énfasis está puesto en las artes del fundido de la historia, porque es
lo que corresponde al carácter de ésta misma: una historia fundida. La monumentalidad actual se ha desplazado y
no está centrada en la confección de un fetiche de ciudadanía, para un servicio
de corto plazo de conglomerados familiares y partidarios.
Lo que se me ocurre frente a este acto de arbitrariedad
institucional de dimensiones monumentales, es recurrir al ensayo escrito por
Ronald Kay sobre Lorenzo Berg, donde plantea con argumentos sólidos y
consistentes, la necesidad de su re/posición. Pero no se trata de la disputa de
un pedazo de vereda, cerca de una esquina o frente al ingreso al Palacio, sino
de algo que esté destinado a pensar en los mitos que sostienen la política. Ese
sea, precisamente el problema. Ya no hay mitos. No hay estatuas de los mitos,
sino de réplicas.
Y esto no lo salva un concurso público. Todo desean caer en
la ilusión democrático-participativa
garantizada por Contraloría. Esto no funciona así. Por lo demás, el
monumento a Pedro Aguirre Cerda ya está atribuido. ¿Cómo es posible? ¿Y el de
Aylwin? La recomendación ya está hecha: tiene que parecerse.
A estas alturas yo solo les recomendaría invitar a unos artesanos
y escultores (ahora) rusos, especialistas en restauraciones
de palacios y monumentos, pero que aprendieron el oficio durante la era
soviética, cuando se hacían estatuas como tenían que ser.
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