Siguiendo la línea de las columnas anteriores,
deseo colocar la siguiente hipótesis:
la misión del MNBA se ha diluido en razón
de la modificación de las expectativas simbólicas de los grupos decisores de la
política nacional. Es decir, ni siquiera la clase política sabe qué esperar
de la función de este museo. Al comienzo de la Transición, al menos fue un
espacio ceremonial de cierta consideración. A estas alturas, su ejecución
presupuestaria no satisface la más mínima de las exigencias simbólicas que se
podría esperar.
Si hablo de ejecución presupuestaria no me refiero
al sentido de éstas palabras en el léxico de los vigilantes-de-cumplimiento-de-metas,
sino que apelo a su amplificación como una acción institucional, que apenas
cumple con los objetivos declarados en los perfiles de cargo, cuya base
conceptual de sustentación ha sido desmantelada, tanto por la historia del arte
como por el adelgazamiento del discurso culturalista, desde Squella a Güell. Señalo
estos nombres, apenas como señales significantes que delimitan zonas de producción
argumental que tienen efectos específicos en la organización de un nuevo sector
presupuestario en el aparato de(l) Estado: Cultura.
Cualquier iniciativa razonable para la
recomposición del MNBA debe contemplar, tanto la redefinición de su concepto como la
edificación de un andamiaje que lo convierta en condensador de economía
psíquica. Pero sobre todo se requiere
de audacia para separar Arte y Cultura, en cuanto a la naturaleza de sus
funciones estatales. Si cultura es una zona de intervención en territorios
vulnerables, Arte llega a ser apenas una herramienta de acomodo de un malestar
que se hace síntoma de unas incompletudes mayores.
El MNBA es al arte, lo que la agit-prop es a cultura. Pero agit-prop
clasemediana consumida en su rencor. El primero edifica un relato oligarca;
mientras lo segundo articula condiciones de relatos diversos, que en un momento
determinado se superponen: relato radical, relato social-cristiano, relato
comunista. Digo, entre los años treinta y setenta. Lo que en un momento fueron
secuencialmente progresivos, terminaron siendo estratificados, aunque regulados
por una permeabilidad dispar.
Finalmente, el relato social-cristiano terminó
de permear a los otros dos, porque recurrió a un fundamento conservador del que
se ha hecho cargo Pedro Morandé, en lo que respecta a la configuración de una
teología parroquial de Chile. El MNBA vendría a ser como una especie de
“vaticano fallido” en esta empresa de garantización simbólica, cuando la
oligarquía ya no está en condiciones de cumplir la misión que su tiempo le
exigía, “marxistamente” hablando. Lo
curioso es que el museo se inaugura en el momento en que se hace evidente la
caída de dicho compromiso.
Todo lo anterior tiene un momento de
(re)flexión, cuando el social-cristianismo vekemansiano le entrega al MNBA la
misión de garantizar el arrivage de
las producciones de la baja cultura. Para eso Frei Montalva pone a Nemesio
Antúnez en el museo. Es decir, para introducir la “cultura” en el lugar
reservado al “arte”. Es ahí cuando el museo pierde su compostura, porque es
convertido en un “centro cultural”. ¡Y eso está muy bien! ¡Es un fenómeno de
época! Así como el social-cristianismo hace firmar la ley de reforma agraria y
protege a los movimientos estudiantiles que colaboran en la factura de la
reforma del saber social, la ocupación del MNBA sella el tercer momento de una
voluntad revolucionaria. Primero, modifica las percepciones sobre los modos de
tenencia y propiedad de la tierra; luego introduce un factor de aceleración en
los modos de producción del conocimiento social; para finalmente, cimentar
simbólicamente las dos iniciativas anteriores mediante la modificación de
destino del monumento que la oligarquía de 1910 se había levantado a sí misma.
El arribo de Antúnez marca el triunfo de un
plebeyismo social-cristiano garantizado por sectores de una neo-oligarquía que
comete el error de no poder impedir que el plebeyismo socialo-comunista acceda
al gobierno. Por eso, cuando en 1990 ese mismo sector debe sancionar la
continuidad forzada de su cometido inconcluso, debe desplazar a los comunistas
e impedir que tengan un rol efectivo en la cultura y en el arte. Pero no supo
qué hacer con el MNBA, fuera de convertirlo en un monumento a la disolución de
su propia misión.
El gran valor de la dirección de Milan Ivelic es
que se propone recuperar la misión; pero ya es tarde. La historia se impone
sobre la memoria. El museo comienza a revisar su propia historia. No se trata
ya de promover las re-visitaciones de la historia del arte, sino de la propia
institución, en la pequeña miseria de sus colecciones, de acuerdo a unas pautas muy vagas y elementales
de “ejercicios”.
La palabra no pudo ser más decisiva: el
ejercicio pudo más que la propuesta estratégica. Mientras, Milan Ivelic mantuvo
al museo en un “más allá” del organigrama de la DIBAM, Roberto Farriol fue puesto para (re)conducirlo
a su “más acá”. Todo esto, no obedeciendo a “política de estado” alguna, sino a
los efectos de las intrigas internas administradas por los operadores de turno
que ocuparon las direcciones que sabemos. De este modo, en el encuadre actual
de la organización del Estado, el MNBA no satisface ninguna solicitud: ni
cumple con la misión que le atribuyeron sus fundadores, ni satisface las
demandas simbólicas de los “nuevos públicos”; eso que algunos denominan en sus
textos, Lo Común.
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