sábado, 6 de octubre de 2018

MIEMBROS DE UNA IGLESIA




Me encontré a media tarde del 5 de octubre en un café de Providencia con Raquel Olea y Margarita Humphries; la primera, escritora; la segunda, psicoanalista. Ambas habían conocido a Francesca Lombardo. El día anterior habría sido su cumpleaños. Recordamos algunas gratas historias. Me demuele pensar que no está. Coincidimos en hacerle un homenaje en el solo hecho de pensar sobre algunas cuestiones que hubiera imaginado, sobre todo en el terreno del método. Lo cual nos llevó a comentar y acrecentar una deriva de atenciones flotantes que nos condujeron a la historia de los miembros. Es decir, Chile, como una historia de miembros. Ese título le hubiese encantado a Francesca. Pero nos excedimos en la proyección, valga anticipar, al punto de completar la frase inicial, de modo que sacamos la palabra Chile y corrimos la frase hasta incorporar otras palabras que me permiten ahora dar cuenta de la estructura a cuya consistencia apuntábamos.

La frase era miembros de una iglesia y se había incrustado en la representación cristiana del “inconsciente nacional” desde las primeras láminas de la histórica relación del padre Ovalle. La xilografía de una iglesia matriz definiría desde entonces la validez teológico-política del relato por el que la parroquialidad habría proporcionado a la capitanía general el andamiaje desde el que pudo montar la ficción del (posterior) Estado. Por algo se llamó “iglesia matriz”.

No es casual que todo el debate del arte chileno de los ochenta se concentrara en las relaciones entre matriz y copia.  Pero no me ocuparé de eso ahora. La cuestión de la matriz pone en cuestión la duda sobre la fecundidad; pero sobre todo, la preeminencia del miembro. Por ejemplo, “hacerse carne, en el seno de las masas”, como necesidad partidaria. Pero me adelanto para sostener que de ahí procede el carácter marial de la transtextualidad local. La ostentatio genitalis aparece ya formulada en la visualidad de la obra de Juan Downey, como advertencia perentoria, cuando en uno de sus más brillantes piezas de los años ochenta entrevista al historiador Leo Steinberg, que publica esa magnífica historia sobre la sexualidad de Cristo en la pintura del Renacimiento.

El paso es de cuidado desde una escena a otra. La ostentatio genitalis será el argumento que esgrimirán los curas abusadores para desplazar la cobertura de la marialidad, como defensa efectiva posible.  No hay abusadores sin estructura abusiva que los sostenga. La iglesia católica ya había comenzado a implementar un inquietante programa en La Tirana, cuando se propuso critorizar  la fiesta para rebajar la figura de María/Pachamama.  Por debajo de los bailes se desarrolla una feroz disputa teológico-administrativa. Esto es solo un dato antropológico para precisar el abuso como condición del trabajo eclesial. Tomaré La Tirana como síntoma determinante. Lo que busco es abordar la demolición del efecto simbólico de María-Virgen y establecer que la ostentación revela cómo la estructura del poder está montada sobre una genitalidad pánica.  La confirmación de la hipótesis tiene lugar en el momento en que se habilita el nombre sustituto de la cosa. Algunas personas me han hecho el relato de testimonios de víctimas.

Francesca siempre repetía que había que poner atención a los detalles. El momento más decisivo de los testimonios que escuché hacían referencia al nombre del pajarito: lo llamaron Juanito. Y no era un juego. Lo cual no deja de ser extraordinario. Francesca me hubiera dicho: “le pusieron Juanito, como Juan el Bautista”.  Y de paso me hubiese formulado la siguiente pregunta: ¿acaso Juan el Bautista no fue decapitado? Lo cual equivaldría a sostener que este acontecimiento debía ser combatido mediante una “proliferación de colocabilidad”, como miembro, de una iglesia cuya matricidad ya estaba reproducida en la primera imagen de la conquista del territorio. Solo que ahora, el territorio pasaba a ser el cuerpo (de carne).  Más aún, la carne de unos desprotegidos. Desprotección significa, aquí, disponibilidad.

Sin embargo, de esto no habría imagen: todo sería una voz delegada convertida en grumo. Relatos orales de las víctimas a las que se condenará de antemano en razón de un “delirio declarado”. De ahí, tercera intervención de Francesca: la voz que habla por los otros, que no tienen voz. Pero se les corta simbólicamente la lengua para que el abusador hable por ellos. El abuso ya está basado en el aprovechamiento del silencio del otro. La visibilidad del miembro depende de la consistencia de un gemido que será encubierto por el coro que reproduce la canción que Margarita Humphries me reproduce en un momento de nuestra conversación, palabra por palabra: “Juntos como hermanos / miembros de una iglesia / vamos caminando / a la casa del Señor”.  

He aquí, entonces, el alcance de este dolor irreparable que rompe el hilo de la fratría y que no puede zurcir la tela rota de la consciencia herida. Por eso dedico toda mi atención –en mi trabajo- a la visibilidad de la sutura simbólica en la reconstrucción de los lazos.  La reproducción del hueco exige que exista “otro” que deje de tener voz. Base de la política de (la) delegación que bien conocía Francesca, porque seguía con pasión los cursos de historia de la filosofía en Sorbonne, con Maurel. Ese fue el glorioso tiempo personal de su pasión por la lectiura de Vernant: mito y política. Ella se especializó en el mito; se suponía que yo lo haría en la política (Risas).   En ese entonces, el “discurso de la servidumbre voluntaria” (La Boetie) se convertiría en nuestro manual de instrucciones para edificar un cierto tipo de incomodidad metodológica. Por eso, comentábamos con Raquel y Margarita, esta historia de los miembros ha cavado tan profundamente la fosa en que reconocemos las ruinas de la socialidad, porque lo eclesial ha modelado la producción de institución, al punto de literalizar en su grado máximo el recurso al fantasma que amenaza la consistencia de la política chilena, como efecto de miembro.



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