Me encontré a media tarde del 5 de octubre en un
café de Providencia con Raquel Olea y Margarita Humphries; la primera,
escritora; la segunda, psicoanalista. Ambas habían conocido a Francesca
Lombardo. El día anterior habría sido su cumpleaños. Recordamos algunas gratas
historias. Me demuele pensar que no está. Coincidimos en hacerle un homenaje en
el solo hecho de pensar sobre algunas cuestiones que hubiera imaginado, sobre
todo en el terreno del método. Lo cual nos llevó a comentar y acrecentar una
deriva de atenciones flotantes que nos condujeron a la historia de los miembros. Es decir, Chile, como una historia de
miembros. Ese título le hubiese encantado a Francesca. Pero nos excedimos en la
proyección, valga anticipar, al punto de completar la frase inicial, de modo
que sacamos la palabra Chile y corrimos la frase hasta incorporar otras palabras
que me permiten ahora dar cuenta de la estructura a cuya consistencia
apuntábamos.
La frase era miembros
de una iglesia y se había incrustado en la representación cristiana del
“inconsciente nacional” desde las primeras láminas de la histórica relación del padre Ovalle. La xilografía de una iglesia
matriz definiría desde entonces la validez teológico-política del relato por el
que la parroquialidad habría proporcionado a la capitanía general el andamiaje
desde el que pudo montar la ficción del (posterior) Estado. Por algo se llamó
“iglesia matriz”.
No es casual que todo el debate del arte chileno
de los ochenta se concentrara en las relaciones entre matriz y copia. Pero no me ocuparé de eso ahora. La cuestión
de la matriz pone en cuestión la duda sobre la fecundidad; pero sobre todo, la
preeminencia del miembro. Por ejemplo, “hacerse carne, en el seno de las masas”,
como necesidad partidaria. Pero me adelanto para sostener que de ahí procede el
carácter marial de la
transtextualidad local. La ostentatio
genitalis aparece ya formulada en la visualidad de la obra de Juan Downey,
como advertencia perentoria, cuando en uno de sus más brillantes piezas de los
años ochenta entrevista al historiador Leo Steinberg, que publica esa magnífica
historia sobre la sexualidad de Cristo en la pintura del Renacimiento.
El paso es de cuidado desde una escena a otra.
La ostentatio genitalis será el
argumento que esgrimirán los curas abusadores para desplazar la cobertura de la
marialidad, como defensa efectiva posible. No hay abusadores sin estructura abusiva que
los sostenga. La iglesia católica ya había comenzado a implementar un
inquietante programa en La Tirana, cuando se propuso critorizar la fiesta para
rebajar la figura de María/Pachamama. Por debajo de los bailes se desarrolla una
feroz disputa teológico-administrativa. Esto es solo un dato antropológico para
precisar el abuso como condición del trabajo eclesial. Tomaré La Tirana como
síntoma determinante. Lo que busco es abordar la demolición del efecto
simbólico de María-Virgen y establecer que la ostentación revela cómo la
estructura del poder está montada sobre una genitalidad
pánica. La confirmación de la hipótesis
tiene lugar en el momento en que se habilita el nombre sustituto de la cosa. Algunas personas me han hecho el
relato de testimonios de víctimas.
Francesca siempre repetía que había que poner
atención a los detalles. El momento más decisivo de los testimonios que escuché
hacían referencia al nombre del pajarito:
lo llamaron Juanito. Y no era un
juego. Lo cual no deja de ser extraordinario. Francesca me hubiera dicho: “le
pusieron Juanito, como Juan el Bautista”. Y de paso me hubiese formulado la siguiente
pregunta: ¿acaso Juan el Bautista no fue decapitado? Lo cual equivaldría a
sostener que este acontecimiento debía ser combatido mediante una “proliferación
de colocabilidad”, como miembro, de una iglesia cuya matricidad ya estaba
reproducida en la primera imagen de la conquista del territorio. Solo que
ahora, el territorio pasaba a ser el cuerpo (de carne). Más aún, la carne de unos desprotegidos. Desprotección
significa, aquí, disponibilidad.
Sin embargo, de esto no habría imagen: todo
sería una voz delegada convertida en grumo. Relatos orales de las víctimas a
las que se condenará de antemano en razón de un “delirio declarado”. De ahí,
tercera intervención de Francesca: la voz que habla por los otros, que no
tienen voz. Pero se les corta simbólicamente la lengua para que el abusador
hable por ellos. El abuso ya está basado en el aprovechamiento del silencio del
otro. La visibilidad del miembro depende de la consistencia de un gemido que
será encubierto por el coro que reproduce la canción que Margarita Humphries me
reproduce en un momento de nuestra conversación, palabra por palabra: “Juntos
como hermanos / miembros de una iglesia / vamos caminando / a la casa del Señor”.
He aquí, entonces, el alcance de este dolor
irreparable que rompe el hilo de la fratría y que no puede zurcir la tela rota
de la consciencia herida. Por eso dedico toda mi atención –en mi trabajo- a la
visibilidad de la sutura simbólica en la reconstrucción de los lazos. La reproducción del hueco exige que exista
“otro” que deje de tener voz. Base de la política de (la) delegación que bien
conocía Francesca, porque seguía con pasión los cursos de historia de la
filosofía en Sorbonne, con Maurel. Ese fue el glorioso tiempo personal de su
pasión por la lectiura de Vernant: mito y política. Ella se especializó en el
mito; se suponía que yo lo haría en la política (Risas). En ese
entonces, el “discurso de la servidumbre voluntaria” (La Boetie) se convertiría
en nuestro manual de instrucciones para edificar un cierto tipo de incomodidad
metodológica. Por eso, comentábamos con Raquel y Margarita, esta historia de
los miembros ha cavado tan profundamente la fosa en que reconocemos las ruinas
de la socialidad, porque lo eclesial ha modelado la producción de institución, al punto de literalizar en su grado
máximo el recurso al fantasma que amenaza la consistencia de la política
chilena, como efecto de miembro.
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