martes, 9 de octubre de 2018

SUPRASENSIBILIDADES (2)



En relación a mi última columna, ¿Cuál es la otra escena que Gonzalo Díaz exhibe en Suprasensibilidades?

No es primera vez que Mario Navarro invita a Gonzalo Díaz a una exposición. Debo decir que ha sido el responsable de reponer Lonquén, en el Museo de la Memoria, en el 2012. Desde ahí, esa obra construyó otro discurso de posteridad. Ahora, Mario Navarro le solicita una pieza para Suprasensibilidades. Mencioné, entre tanto, la presencia de Gonzalo Díaz en Cirugía Plástica (Berlin).  Estoy hablando de 1989; es decir, el mismo año en que Lonquén es montada en Ojo de Buey.

Tengo la impresión de que esta pieza, para Suprasensibilidades, está realizada de acuerdo a la intensidad diagramática de las obras de 1989. Por eso me tomo la libertad de hacer un comentario, fuera de los dispositivos de control discursivo de su actual entorno académico.

En montaje tiene tres partes. La primera es la proyección del lanzamiento del Sputnik. Recuerdo que sostuve en una conferencia en la Casa del Arte de la Universidad de Concepción que este ha sido el acontecimiento más grande del siglo en esta ciudad.

Toda la prensa local hablaba de eso al tiempo que anunciaba una conferencia de Nicanor Parra sobre Teoria de los satélites. Julio Escámez pintaba el Mural en la Farmacia Maluje.

En Santiago, Gonzalo Díaz acudía a sesiones de kinesiterapia en unas heladas salas del subterráneo del Instituto Traumatológico. Estas tenían lugar antes de ir al colegio. Muy temprano en la mañana. Y es en una de esas ocasiones, que sentado en una camilla, se fijó en dos cosas: en una máquina de “estiramiento” de la columna vertebral y en el relato sonoro que se dejaba escuchar desde la radio encendida en un taller de ortopedia contiguo, en la que se transmitía la noticia que los rusos habían puesto un satélite en órbita.

En primer lugar, era escuchar la certeza de que existía una máquina desde la que se podía vigilar toda la tierra. En segundo lugar, era constatar que la ley de gravedad determinaba el psiquismo (universal y arcaico) de un niño. En el momento en que los rusos editaban, por así decir, la ingravidez y la distancia, Díaz-niño experimentaba la congelada proximidad de una estructura ortopédica compuesta de partes de metal y partes de cuero.

¿Qué es lo que lleva Diaz a conectar(se) con el Sputnik?  Además de desafiar la ley de gravedad, por cierto.

Hay un antecedente: ya en las obras de 1987 y 1988, Díaz había comenzado a emplear los diagramas de los movimientos retrógrados de los planetas. Eran dibujos copernicanos sobre la revolución de las órbitas celestes.  Pero todo tenía que ver, en el fondo, con la obra de Enrique Lihn, La musiquilla de las pobres esferas, que fue publicada en 1969. ¡Es que ahí está la cuestión! Esa es la (verdadera) etnografía que la poesía le opone al texto de Fichte de 1972. Le opone, digo, en términos maoístamente contradictorios. Si bien, en 1956 Enrique Lihn ya escribía sobre Julio Escámez, el que en 1957 pintaba el mural mientras los rusos lanzaban el Sputnik y Gonzalo Díaz escuchaba la noticia sentado en su camilla de kinesiterapia, sometido al efecto de los movimientos retrógados que la polio había instalado en su órbita terrestre.

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