En relación a mi última columna, ¿Cuál es la otra escena que Gonzalo Díaz exhibe en Suprasensibilidades?
No es primera vez que Mario Navarro invita a Gonzalo
Díaz a una exposición. Debo decir que ha sido el responsable de reponer Lonquén, en el Museo de la Memoria, en
el 2012. Desde ahí, esa obra construyó otro discurso de posteridad. Ahora, Mario
Navarro le solicita una pieza para Suprasensibilidades.
Mencioné, entre tanto, la presencia de Gonzalo Díaz en Cirugía Plástica (Berlin).
Estoy hablando de 1989; es decir, el mismo año en que Lonquén es montada en Ojo de Buey.
Tengo la impresión de que esta pieza, para Suprasensibilidades, está realizada de
acuerdo a la intensidad diagramática de las obras de 1989. Por eso me tomo la
libertad de hacer un comentario, fuera de los dispositivos de control
discursivo de su actual entorno académico.
En montaje tiene tres partes. La primera es la
proyección del lanzamiento del Sputnik. Recuerdo que sostuve en una conferencia
en la Casa del Arte de la Universidad de Concepción que este ha sido el
acontecimiento más grande del siglo en esta ciudad.
Toda la prensa local hablaba de eso al tiempo
que anunciaba una conferencia de Nicanor Parra sobre Teoria de los satélites. Julio Escámez pintaba el Mural en la
Farmacia Maluje.
En Santiago, Gonzalo Díaz acudía a sesiones de
kinesiterapia en unas heladas salas del subterráneo del Instituto Traumatológico.
Estas tenían lugar antes de ir al colegio. Muy temprano en la mañana. Y es en
una de esas ocasiones, que sentado en una camilla, se fijó en dos cosas: en una
máquina de “estiramiento” de la columna vertebral y en el relato sonoro que se
dejaba escuchar desde la radio encendida en un taller de ortopedia contiguo, en
la que se transmitía la noticia que los rusos habían puesto un satélite en
órbita.
En primer lugar, era escuchar la certeza de que
existía una máquina desde la que se podía vigilar toda la tierra. En segundo
lugar, era constatar que la ley de gravedad determinaba el psiquismo (universal
y arcaico) de un niño. En el momento en que los rusos editaban, por así decir,
la ingravidez y la distancia, Díaz-niño experimentaba la congelada proximidad
de una estructura ortopédica compuesta de partes de metal y partes de cuero.
¿Qué es lo que lleva Diaz a conectar(se) con el
Sputnik? Además de desafiar la ley de
gravedad, por cierto.
Hay un antecedente: ya en las obras de 1987 y
1988, Díaz había comenzado a emplear los diagramas de los movimientos
retrógrados de los planetas. Eran dibujos copernicanos sobre la revolución de las
órbitas celestes. Pero todo tenía que
ver, en el fondo, con la obra de Enrique Lihn, La musiquilla de las pobres esferas, que fue publicada en 1969. ¡Es
que ahí está la cuestión! Esa es la (verdadera) etnografía que la poesía le
opone al texto de Fichte de 1972. Le opone, digo, en términos maoístamente
contradictorios. Si bien, en 1956 Enrique Lihn ya escribía sobre Julio Escámez,
el que en 1957 pintaba el mural mientras los rusos lanzaban el Sputnik y
Gonzalo Díaz escuchaba la noticia sentado en su camilla de kinesiterapia,
sometido al efecto de los movimientos retrógados que la polio había instalado
en su órbita terrestre.
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