La artista Alejandra Arcuch ha publicado un
libro que narra la historia de unos retratos por omisión, como si fuera la
ilustración de un reportaje fotográfico sobre vandalismo urbano. La iniciativa
tomó cuerpo bajo los cuidados de la editorial Otra Sinceridad (Rodrigo
Araya/Gracia Fernández), que ha invertido en las posibilidades de un soporte
que ofrece un gran potencial de desarrollo. Desde hace años he trabajado la hipótesis
de desarrollo de un campo editorial sustituto en el terreno de las artes
visuales. Hacer libros en las condiciones de exigencia formal de este soporte
puede ser una alternativa de fortalecimiento de la escena, trabada por una
crisis de expositividad de gran envergadura. En Chile, las condiciones de enunciación del arte contemporáneo ha hecho
estallar los límites de su presencia institucional.
No solo no hay suficientes lugares para exponer
producciones actuales completamente adelgazadas por un arte que se ha pasado en
limpio a sí mismo. La editorialidad es una plataforma sustituta que implica
ciertas exigencias formales de nuevo tipo. Lo cual no significa reproducir el gesto
de una primera generación de libro-de-artista,
que hizo naufragar la iniciativa desde el momento en que comenzó a ser un pequeño
modelo de negocios para tiempos de mayor deflación en un mercado local en crisis
endémica. Todo lo cual no es más que una anécdota en un panorama deflacionario
general.
He aquí, entonces, que aparece la coyuntura del foto-libro, como la piedra de salvación
de la crisis formal del libro-de-artista. El espacio propio de la fotografía es
el impreso, porque éste instala una pausa en la lógica de la aceleración audiovisual.
Pero esta última posee, al menos, su propia industria. A los editores solo les
queda su industriosidad para trabajar un soporte con la lentitud necesaria del
aparato del grabado, para enfatizar la atención en el significante tecnológico
y no el significado literal de las imágenes. La densidad de éstas depende de la
consciencia de su naturaleza técnica. De este modo, el libro es un espacio convencional de experimentación lenta.
Se trata, entonces, de que los artistas hagan
libros, a secas, no libros-de-artista. Ya banalizaron el concepto. Pero el
libro, en su materialidad, se defiende. De ahí que la estrategia de corto plazo
del foto-libro sea una solución temporal, que puede contribuir al
fortalecimiento de una zona de productividad que, de hecho, ha sido sancionada
positivamente por las últimas dos ferias de editores autónomos. Hay que seguir
el ejemplo de las ediciones de poesía, que siempre, en Chile, marcaron la
existencia de un modelo de producción autónomo, auto-producido, precario a
veces, pero que denota la existencia de una experiencia de auto-edición que
casi adquirió rasgos identitarios.
Sin embargo, la senda abierta por ediciones
realizadas en torno y a partir de Juan Luis Martínez, Ronald Kay, Eugenio
Dittborn, Carlos Leppe, Claudio Bertoni, Cecilia Vicuña, Diego Maquieira, Sybil
Brintrub, por nombrar los que se vienen de inmediato a la cabeza, le han
señalado al espacio reductivo de artes visuales un camino de lucha formal de alta exigencia. Es en
este camino que se han comprometido iniciativas como la de editorial Otra Sinceridad.
La historia narrada por Alejandra Arcuch remite
a unos retratos por omisión, en dos
sentidos. Por un lado, reproduce esculturas funerarias afectadas por un acto
vandálico; y por otro lado, deslocaliza la representación de los cuerpos hacia
los detalles de pliegue del drapeado. Tenemos, entonces, esculturas decapitadas cuya mutilación es compensada
por la atención puesta en los pliegues que recogen la energía deflacionada por
la violencia. La representación del vestuario realiza, casi, la función de un
sudario para que la mirada adquiera una compensación por diferencia de relieves.
En estas fotografías, los pliegues se sintomatizan como una firma en un mundo
sometido a la pulsión de la borradura. Pero borrar no es sinónimo de olvidar.
Al contrario, las cabezas, en estos retratos,
brillan por su ausencia.
La operación de riesgo en el trabajo de
Alejandra Arcuch se traslada hacia el retrato de la omisión dolosa. Toda
omisión es dolosa. Resume el efecto de una desaparición. Más que eso, al estar
situada en cementerios, a esa estatuaria de la vigilancia le es sustraída toda
función simbólica. La vigilancia depende de condiciones de visibilidad efectivas
que no pueden ser mantenidas. No hay cuidado para que persista la imagen de una
protección ceremonial que denota la ruina del poder social de los referentes,
como un calco “hacia adentro” de la vida urbana; es decir, la ciudad como
contexto mayor que acoge la acción instituyente de los aparatos de producción de
la exclusión regulada (prisión, hospital, cementerio). Ahí reside el carácter
político de este trabajo, que condensa aquello que, debiendo permanecer
secreto, se manifiesta. Pero ¿qué es lo que importa? Que se manifiesta, impreso.
El punto de partida del trabajo de Alejandra
Arcuch fue el recuerdo de una noticia que ha adquirido el estatuto ominoso de
un “mito urbano”. Se sabe que a finales de los años noventa, un grupo de
sicarios hizo varias campañas por zonas de patrimonialidad declarada en
cementerios de Santiago y Valparaíso, decapitando las esculturas de mayor
relevancia. Eran crímenes patrimoniales por encargo, detrás de los cuáles estaba
un grupo de anticuarios que había decidido innovar en el negocio de las ruinas,
poniendo en el mercado cabezas de esculturas sin declarar su origen. Es decir,
los compradores que buscaban esas cabezas sabían perfectamente que éstas eran
el producto de un acto de profanación de sus propias memorias de clase. Lo cual
condujo a las autoridades de los cementerios a llevar este caso a la Justicia.
La policía logró detener a algunos miembros de
estas bandas, pero como suele ocurrir, no se llegó a encausar a ningún alto
comanditario. En el fondo, los anticuarios se convirtieron –sabiéndolo sin saberlo- en los
principales saqueadores de los activos visibles que quedaban en pie, de una
oligarquía que ya había admitido su falla estructurante. Es decir, era la
muestra de que ni siquiera ésta era capaz de preservar la imagen de su propio
auto-cuidado, como sector de clase cuya deflación simbólica no le alcanza ni
para preservar los emblemas de su propio hundimiento. Así de mal. Lo curioso es
que todo esto ocurre en el momento en que la transición democrática se
recompone como (el) efecto de re-oligarquización de la sociedad chilena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario