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sábado, 4 de mayo de 2019

BRIGADA MIXTA


Hay que hablar del color negro en el cuadro de Eugenio Téllez, como la inversión de una página en blanco ya suficientemente cargada. No existe la tabula rasa. Un cuadro, antes de comenzar a ser pintado, ya está diagramatizado. No es ningún descubrimento. Deleuze lo decía desde el seminario sobre el diagrama, traducido y publicado por Cactus, hace algunos amos, en Buenos Aires. Suficientemente cargada, entonces, el Homenaje a Cendrars se va a ver como la escena de una superposición de dos o más cuadros que parecen ordenados a la rápida sobre una pared. Una pintura no hace más que resumir (asumir) toda la historia de la pintura. De tal modo, es psible apreciar que en esta sucesión aparente de pinturas ordenadas contra el muro reproducen la propia historia de la obra de Eugenio Téllez. En el entendido que ya se sabe cuan sensible se puede estar respecto de unos  temas cuando se ordena la propia pintura contra un muro, esperando ser colocado en ese lugar para ser fusilado de madrugada, por ser quien (se) es, en pintura, habiendo comenzado por dejar el país en plena debacle post-cézaniana (que es una manera elegante de hablar “de la Chile” en su época de minoría consistente eguiluciano-carrasquiana). Es así que en su discurso de despedida, en uno de esos antros en que se reunía la generación del cincuenta, Enrique Lihn no le deseo éxito alguno, porque eso mata el arte, sino que lo conminó que fuera fiel a sí mismo (no más). Consejo que Eugenio Téllez llevaría consigo, con todas sus consecuencias, desde el momento en que se convirtió en massier del taller de Hayter en Paris. Dicho sea de paso, si hay alguien que en Chile debe ser reconocido como el erdadero representante de Hayter, es Eugenio Téllez.
No solo por su amistad, sino porque era su heredero tecnológico. No sería de otro modo. Fue Hayter quien lo recomendó para que obtuviera su primer trabajo en Chicago. Recuerdo uno de mis encuentros con Téllez en Paris, hace algunos años ya. Venía desde Toronto a recuperar la ánfora con las cenizas del “viejo”.  ¿No habrá en este homenaje a Cendrars la edificación de un pequeño mumento al maestro? ¿Creen ustedes que esta misión le hubiera sido encomendada por la familia si no hubiese sostenido con él, relaciones realmente cercanas? (Pero ustedes ya saben cómo la historia local está pavimentada con mitos adecuados para acomodar malos regresos).  
Desde la lectura del primer cuento de “El muro” (Sartre, 1939) la disposición de los cuerpos alineados frente a un muro se le hizo  suficiente  para modelar la complejidad de un artista formado en Chile a fines de la primera mitad del siglo XX. Solo así podía desembarcar con cien dólares en la Francia de la guerra de Argelia y ser testigo de las ratonades. No habría mejor escuela para la lucha anti-colonial. Ese fue el momento en que conoció a Hayter,  veterano de la guerra de España.
Las innovaciones técnicas están a menudo ligadas a penurias en el abastecimiento militar. De ahí que los republicanos inventaran el concepto de la brigada mixta. Hayter introduce la brigada mixta al campo del grabado. Pero permanece en ese mismo campo, pero aún así no deja de ser fiel a la penuria formal de los papeles y los ritos de la cocina. Por eso, cuando Eugenio Téllez se instala en la universidad de York advierte  la posibilidad de instalar una logística para un taller desde el cual poder iniciar –en la obra- la ofensiva gráfica de 1968, que coincide –el el texto referencial- con la ofensiva del Teth.
El léxico es el que corresponde a los textos  que le permitirán salir del cerco de las manualidades subjetivas para alcanzar las mesetas de la fotomecánica, llevando al límite las operaciones de su unidad de grabado mecanizado, con la artillería de  campaña acorde con el rigor exigido por las transferencias de los seres de grano que representan las nuevas contradicciones de la historia de la imagen impresa.  
El grabado, entonces, siempre fue un campo experimental para el desarrollo de una pintura aferrada a la materialidad del “aparato de base” de una reproducción pactada, que es como denomino aquellas operaciones que combinan todas las “formas de lucha” en el savor-faire de las inscripciones cromáticas. De ahí que en la pintura dedicada a Cendrars tenga lugar una sobre marcación de dos regímenes de fisuración de las superficies que modulan las relaciones entre territorio y paisaje. Los llamaré el hilo dorado y la tiza mal borrada, como primera aproximación a una teoría de la trazabilidad en la pintura de Eugenio Téllez.

martes, 9 de octubre de 2018

SUPRASENSIBILIDADES (2)



En relación a mi última columna, ¿Cuál es la otra escena que Gonzalo Díaz exhibe en Suprasensibilidades?

No es primera vez que Mario Navarro invita a Gonzalo Díaz a una exposición. Debo decir que ha sido el responsable de reponer Lonquén, en el Museo de la Memoria, en el 2012. Desde ahí, esa obra construyó otro discurso de posteridad. Ahora, Mario Navarro le solicita una pieza para Suprasensibilidades. Mencioné, entre tanto, la presencia de Gonzalo Díaz en Cirugía Plástica (Berlin).  Estoy hablando de 1989; es decir, el mismo año en que Lonquén es montada en Ojo de Buey.

Tengo la impresión de que esta pieza, para Suprasensibilidades, está realizada de acuerdo a la intensidad diagramática de las obras de 1989. Por eso me tomo la libertad de hacer un comentario, fuera de los dispositivos de control discursivo de su actual entorno académico.

En montaje tiene tres partes. La primera es la proyección del lanzamiento del Sputnik. Recuerdo que sostuve en una conferencia en la Casa del Arte de la Universidad de Concepción que este ha sido el acontecimiento más grande del siglo en esta ciudad.

Toda la prensa local hablaba de eso al tiempo que anunciaba una conferencia de Nicanor Parra sobre Teoria de los satélites. Julio Escámez pintaba el Mural en la Farmacia Maluje.

En Santiago, Gonzalo Díaz acudía a sesiones de kinesiterapia en unas heladas salas del subterráneo del Instituto Traumatológico. Estas tenían lugar antes de ir al colegio. Muy temprano en la mañana. Y es en una de esas ocasiones, que sentado en una camilla, se fijó en dos cosas: en una máquina de “estiramiento” de la columna vertebral y en el relato sonoro que se dejaba escuchar desde la radio encendida en un taller de ortopedia contiguo, en la que se transmitía la noticia que los rusos habían puesto un satélite en órbita.

En primer lugar, era escuchar la certeza de que existía una máquina desde la que se podía vigilar toda la tierra. En segundo lugar, era constatar que la ley de gravedad determinaba el psiquismo (universal y arcaico) de un niño. En el momento en que los rusos editaban, por así decir, la ingravidez y la distancia, Díaz-niño experimentaba la congelada proximidad de una estructura ortopédica compuesta de partes de metal y partes de cuero.

¿Qué es lo que lleva Diaz a conectar(se) con el Sputnik?  Además de desafiar la ley de gravedad, por cierto.

Hay un antecedente: ya en las obras de 1987 y 1988, Díaz había comenzado a emplear los diagramas de los movimientos retrógrados de los planetas. Eran dibujos copernicanos sobre la revolución de las órbitas celestes.  Pero todo tenía que ver, en el fondo, con la obra de Enrique Lihn, La musiquilla de las pobres esferas, que fue publicada en 1969. ¡Es que ahí está la cuestión! Esa es la (verdadera) etnografía que la poesía le opone al texto de Fichte de 1972. Le opone, digo, en términos maoístamente contradictorios. Si bien, en 1956 Enrique Lihn ya escribía sobre Julio Escámez, el que en 1957 pintaba el mural mientras los rusos lanzaban el Sputnik y Gonzalo Díaz escuchaba la noticia sentado en su camilla de kinesiterapia, sometido al efecto de los movimientos retrógados que la polio había instalado en su órbita terrestre.