La silla sobre la que pintó el texto de N. Parra la obtuvo
Duclos del depósito de la Escuela de Arte, en un momento de renovación del
mobiliario. La silla era el mejor objeto para denotar el valor de los residuos
de una enseñanza. Lo más importante, en esa escuela, era lo residual. Es decir,
los cursos de grabado. Es preciso hacer la historia de esta obra mencionando las referencias a la cultura
dominante en esa enseñanza, como un dispositivo de sobrevivencia frente al
desestimiento de los arquitectos, que le dejaron la escuela a los
surrealistizantes.
En esta cultura universitaria de la ilustración defectuosa para todo tipo
de historias menores, en las que dominaba el adelgazamiento de obra y de
discurso de Carreño y Galaz-el-joven,
los grabadores que venían de Concepción
instalaron una práctica
monástica, una especie de paz-de-dios, basada en una ética de la
representación austera.
No hay que dejar de tomar en consideración que estos
trabajos de Duclos de 1981 provienen, conceptualmente, del dispositivo del
grabado. En particular, de la xilografía.
Es decir, del grabado como práctica monástica de valorización de la
letra y de todo lo que esté vinculado a las primeras tallas de tipos móviles.
Es decir, de un momento de transición entre grabado e imprenta, en sentido
estricto. Y lo que busca Duclos, en ese
instante, es ponerse en una especie de entre-dos,
a caballo entre dos tecnologías que tienen efectos simbólicos
diferenciados. Y este era el tipo de
discusiones que teníamos en un medio discursivo que se separaba del
dogmatismo iletrado que dominaba.
Luego, el texto de N. Parra fue fabricado gracias a la
aplicación de un stencil que el
propio Duclos tuvo que hacer sobre
cartón, con la ayuda de un fino cuchillo cartonero. Ese
stencil remite a la memoria próxima de la serigrafía simple. Lo que hizo sobre la silla es un gesto de
traspaso de la misma naturaleza de aquel otro gesto que Leppe edita en la
performance Prueba de Artista, en
1981, realizada en una casa-de-grabado.
Lo que le importaba a Duclos era la factura del traspaso de
la tinta oleaginosa sobre una superficie de decepción determinada. Era una silla, un cuerpo mueble. Pero la silla es una maqueta de un modelo
edificante, disponible para modelar una postura, con sus cuatro patas y su
respaldo. Pero sobretodo, era una silla
que operaba fuera del sistema de galerías que se había estatuido como apéndices
de grandes mueblerías santiaguinas:
Moro, Cromo, Epoca, Sur. De eso no hay historia.
Esta silla de Duclos es
un objeto diferencial que se excluye de la retórica del mobiliario, remisible a
una industria de la reforma del interior de los nuevos lugares de poder
empresarial habilitados por la política económica de la dictadura. Nuevos muebles, nuevos objetos de arte, nuevos
cuadros. Todo un nuevo poder comorador
de pintura para decorar la recomposición triunfante de un empresariado que tuvo
miedo y que no está dispuesto a sufrir, de nuevo, por eso.
El cuerpo de la silla escolar residual solamente recupera la extensión de una inscripción que
no sabría ser reconocida como “tatuaje”.
La marca de Leppe sobre el cuerpo
tiene que ver con la marca de una res despostada en el matadero. Le ha puesto el sello de una subjetividad
limítrofe. Duclos tomó –en cambio- la
textualidad como un “origen bíblico”, recurriendo a la “política de la letra” en el
medio-evo, ya que la iluminación era
un antecedente estético-político pre-tipográfico y él era un estudiante
extremadamente curioso en esos temas.
Por otro lado, Duclos remite desde las artes visuales a N. Parra en una época en que éste no era un
“rock-star” y en que todas las dependencias
y los oportunismos orgánicos apuntaban hacia R. Zurita. Permanecer en N.
Parra significaba, tanto una resistencia activa de insubirdinación como una manera
pasiva de valorizar el “fait-divers”:
“Lo reconozco bien /
Este es el árbol que mi padre plantó frente a la puerta”.
Es decir, el verso de
N. Parra fue convertido por Duclos en una “anécdota” que guarda toda la
latencia posible de la época.
Pero había, en el uso
de la silla, una operación paródica, realmente jocosa. Duclos
valoriza el efecto de la silla desde su consumo estudiantil de libros de
historia del arte, donde aparece profusamente reproducida la obra de Joseph Kosuth. El verso de N. Parra sustituye el enunciado
del minimalismo para convertirlo en una referencia risible. Como risible puede ser la voluntad de
declarar todas esas operaciones como inscritas en un universo analítico que se
auto/modela para ser convertido en un producto repetible y declinable.
Las letras del stencil
reproducen la figuratividad de una tipografía que se emplea en la marca de embalajes en la
industria del transporte. … de obras de arte. En una época en que el arte chileno no genera
traslado alguno y para el cual no hay embalaje que lo retenga en una ficción de
exportabilidad (todavía).
¡Obvio! El trabajo de Duclos es un modelo de transferencia,
tanto de las condiciones de traspaso de la letra, como de las transformaciones de una materia natural
en materia elaborada, convirtiendo este
momento de la historia de las técnicas en un chiste freudiano.
Esto es relativo a la silla. Frente a la obra “conceptual” de referencia,
Duclos le devuelve al frío
conceptualismo anglosajón , la calentura
de esta “otra silla”, residual, para definir por extensión las condiciones de
reproducción de la información impresa de arte contemporáneo como una merma
instituyente.
En cambio, la fotografía del cartel con el verso de N. Parra impreso colocada sobre el castillo de madera en el campo de la barraca corresponde al
señalamiento de la serialidad en su condición monumentalizada, pensada para
hacer reventar la dependencia simbólica del texto de Camnitzer sobre la
serialización, no solo de los objetos impresos, sino de las experiencias de
divulgación pedagógica. El texto al que
me refiero es una fotocopia de un artículo de Camnitzer que Eduardo Vilches hizo circular en los años ochenta en el curso que dio
“comienzo” a la saga de los
desplazamientos, y que tiene en el discurso de Mario Soro, hoy día, al más delirante de sus exponentes.
Lo que hace Duclos con el castillo de madera es disponer un modelo de ordenamiento del
conocimiento de toda medida. El castillo
es una condensación pervertida de la escuela
de arte; en síntesis, del espacio universitario. En la medida de los tablones clasificados
reside la disponibilidad de su factura potencial como insumo para la vivienda
que falta. Desde allí, sostendré la
hipótesis de la ausencia de casa, en
el arte chileno. Pero al mismo tiempo, el señalamiento del castillo convierte la ordenación objetual en rima, determinando el
ritmo de una operación visual que avanza
desde el documento hacia el monumento,
poniendo en crisis la condición impropia de la monumentalidad, en una época en que el habeas corpus se instala como una
necesidad simbólica crucial.
Es el momento en que “reconocer” implica sostener el cuerpo desfalleciente del “árbol”
que adquiere un estatuto
infraestructural en nuestras elaboraciones, a partir del análisis de
Marchant sobre el texto de Borges en que reconstruye la historia de los
Gutre.
Duclos y yo fuimos lectores “primarios” de Marchant. De los
mejores. De los más fieles.
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