jueves, 26 de mayo de 2016

EJERCICIO FORENSE (2)


La silla sobre la que pintó el texto de N. Parra la obtuvo Duclos del depósito de la Escuela de Arte, en un momento de renovación del mobiliario. La silla era el mejor objeto para denotar el valor de los residuos de una enseñanza. Lo más importante, en esa escuela, era lo residual. Es decir, los  cursos de grabado.  Es preciso hacer la historia de esta obra  mencionando las referencias a la cultura dominante en esa enseñanza, como un dispositivo de sobrevivencia frente al desestimiento de los arquitectos, que le dejaron la escuela a los surrealistizantes.

En esta cultura universitaria  de la ilustración defectuosa para todo tipo de historias menores, en las que dominaba el adelgazamiento de obra y de discurso de Carreño y Galaz-el-joven, los grabadores que venían de Concepción  instalaron  una práctica monástica,  una especie de paz-de-dios, basada en una ética de la representación austera.

No hay que dejar de tomar en consideración que estos trabajos de Duclos de 1981 provienen, conceptualmente, del dispositivo del grabado. En particular, de la xilografía.  Es decir, del grabado como práctica monástica de valorización de la letra y de todo lo que esté vinculado a las primeras tallas de tipos móviles. Es decir, de un momento de transición entre grabado e imprenta, en sentido estricto.  Y lo que busca Duclos, en ese instante, es ponerse en una especie de entre-dos, a caballo entre dos tecnologías que tienen efectos simbólicos diferenciados.  Y este era el tipo de discusiones que teníamos en un medio discursivo que se separaba del dogmatismo  iletrado que dominaba. 





Luego, el texto de N. Parra fue fabricado gracias a la aplicación de un stencil que el propio Duclos tuvo que hacer  sobre cartón, con la ayuda de un fino cuchillo cartonero.  Ese stencil remite a la memoria próxima de la serigrafía simple.  Lo que hizo sobre la silla es un gesto de traspaso de la misma naturaleza de aquel otro gesto que Leppe edita en la performance Prueba de Artista, en 1981, realizada en una casa-de-grabado.   

Lo que le importaba a Duclos era la factura del traspaso de la tinta oleaginosa  sobre una superficie  de decepción determinada.  Era una silla,  un cuerpo mueble.  Pero la silla es una maqueta de un modelo edificante, disponible para modelar una postura, con sus cuatro patas y su respaldo.  Pero sobretodo, era una silla que operaba fuera del sistema de galerías que se había estatuido como apéndices de grandes mueblerías santiaguinas:  Moro, Cromo, Epoca, Sur.   De eso no hay historia. 

Esta silla  de Duclos es un objeto diferencial que se excluye de la retórica del mobiliario, remisible a una industria de la reforma del interior de los nuevos lugares de poder empresarial habilitados por la política económica de la dictadura.  Nuevos muebles, nuevos objetos de arte, nuevos cuadros.  Todo un nuevo poder comorador de pintura para decorar la recomposición triunfante de un empresariado que tuvo miedo y que no está dispuesto a sufrir, de nuevo, por eso.

El cuerpo de la silla escolar residual solamente  recupera la extensión de una inscripción que no sabría ser reconocida como “tatuaje”.   La marca de Leppe sobre el cuerpo tiene que ver con la marca de una res despostada en el matadero.  Le ha puesto el sello de una subjetividad limítrofe.  Duclos tomó –en cambio- la textualidad como un “origen bíblico”,  recurriendo a la “política de la letra” en el medio-evo, ya que la iluminación era un antecedente estético-político pre-tipográfico y él era un estudiante extremadamente curioso en esos temas.

Por otro lado, Duclos remite desde las artes visuales  a N. Parra en una época en que éste no era un “rock-star” y en que todas las dependencias  y los oportunismos orgánicos apuntaban hacia R. Zurita. Permanecer en N. Parra  significaba, tanto  una resistencia  activa de insubirdinación como una manera pasiva  de valorizar el “fait-divers”:

“Lo reconozco bien / Este es el árbol que mi padre plantó frente a la puerta”. 

Es decir, el verso de  N. Parra fue convertido por Duclos en una “anécdota” que guarda toda la latencia posible de la época.

Pero había,  en el uso de la silla, una operación paródica, realmente jocosa.  Duclos  valoriza el efecto de la silla desde su consumo estudiantil de libros de historia del arte, donde aparece profusamente reproducida la obra de Joseph Kosuth.  El verso de N. Parra sustituye el enunciado del minimalismo para convertirlo en una referencia risible.  Como risible puede ser la voluntad de declarar todas esas operaciones como inscritas en un universo analítico que se auto/modela para ser convertido en un producto repetible y declinable.

Las letras del stencil reproducen la figuratividad de una tipografía  que se emplea en la marca de embalajes en la industria del transporte. … de obras de arte.  En una época en que el arte chileno no genera traslado alguno y para el cual no hay embalaje que lo retenga en una ficción de exportabilidad (todavía).  



¡Obvio! El trabajo de Duclos es un modelo de transferencia, tanto de las condiciones de traspaso de la letra, como de  las transformaciones de una materia natural en materia elaborada,  convirtiendo este momento de la historia de las técnicas en un chiste freudiano.

Esto es relativo a la silla.  Frente a la obra “conceptual” de referencia, Duclos le devuelve al  frío conceptualismo anglosajón ,  la calentura de esta “otra silla”, residual, para definir por extensión las condiciones de reproducción de la información impresa de arte contemporáneo como una merma instituyente. 

En cambio, la fotografía del cartel con el verso  de N. Parra impreso  colocada sobre el castillo de madera en el campo de la barraca corresponde al señalamiento de la serialidad en su condición monumentalizada, pensada para hacer reventar la dependencia simbólica del texto de Camnitzer sobre la serialización, no solo de los objetos impresos, sino de las experiencias de divulgación pedagógica.  El texto al que me refiero es una fotocopia de un artículo de Camnitzer que  Eduardo Vilches hizo circular  en los años ochenta en el curso que dio “comienzo” a la saga de los desplazamientos, y que tiene en el discurso de Mario Soro, hoy día, al más delirante de sus exponentes.

Lo que hace Duclos con el castillo de madera  es disponer un modelo de ordenamiento del conocimiento de toda medida.  El castillo es una condensación  pervertida de la escuela de arte; en síntesis, del espacio universitario.   En la medida de los tablones clasificados reside la disponibilidad de su factura potencial como insumo para la vivienda que falta.  Desde allí, sostendré la hipótesis de la ausencia de casa, en el arte chileno.   Pero al mismo tiempo,  el señalamiento del castillo convierte la  ordenación objetual en rima, determinando el ritmo de una operación visual que  avanza desde el documento hacia el monumento, poniendo en crisis la condición impropia de la  monumentalidad, en una época en que el habeas corpus se instala como una necesidad simbólica crucial. 

Es el momento en que “reconocer” implica  sostener el cuerpo desfalleciente del “árbol” que adquiere un estatuto  infraestructural en nuestras elaboraciones, a partir del análisis de Marchant sobre el texto de Borges en que reconstruye la historia de los Gutre. 

Duclos y yo fuimos lectores “primarios” de Marchant. De los mejores.  De los más fieles.

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