Escribir sobre trabajos de arte construidos a partir del
modelo de patrones de corte y confección me obliga a realizar algunas
precisiones. Hace muchísimos años hice una distinción, que a mi parecer resulta
muy útil para distinguir productividades, entre
historias de hilo e historias de corte. El último texto
escrito sobre estas últimas se remite al homenaje al último sastre de la subida
Almirante Montt en Valparaíso. En ese lugar, Jo Muñoz realizó un decisivo
ensayo-video sobre las condiciones de corte en los relatos locales.
Hace unos meses recibí la visita de una investigadora
argentina, que escribía sobre la práctica curatorial de Marcelo E. Pacheco. Recordé, entonces, que con Marcelo pensamos
hacer una curatoría y un libro sobre los artistas de corte y confección en el
continente. Íbamos a comenzar con Mario
Soro y Nury González para terminar en Leonilson, sin dejar de pasar por Feliciano
Centurión y Juan Lecuona y los efectos de la gráfica del pattern
en la pintura.
Recuerdo, en particular, unas pinturas de este último, con un texto de Irma
Arestizábal. Y de Feliciano, artista paraguayo residente en Buenos Aires,
¡ese gran tigre bordado sobre frazada militar!
¿Era, en verdad, un tigre? Lo
inventé, probablemente. Quizás,
determinado por la obra más reciente de otro artista, Joaquín Sánchez, también paraguayo, pero
residente en La Paz (Bolivia).
Estarían allí los bordadores y los sastres. Los corazones
bordados y las tácticas gráficas provenientes de la cultura del ñandutí. Pero más que nada, aquellos artistas que
tomaban en riesgo las ensoñaciones del bordado, más acá del bordado. En ese sentido, la presencia de Leonilson era
totalmente necesaria; aunque también, los trabajos de Rosanna Palazian que
conocí en la primera bienal del Mercosur: una serie de pequeños calzoncillos de niños, con la
historia de una violación y de un asesinato de niños. Cada calzón de niño era
soporte de una viñeta ilustrada con los
momentos del crimen, cada uno de ellos
“relatados” con un bordado grosero de principiante.
Esa era la época en que Jean Lancri –el profesor de La
Sorbonne amigo de José Balmes- vino a
Chile e interpretó el trabajo de los
“trapitos” bordados a partir de la tragedia de Filómela. Jean Lancri, en verdad, había sido enviado en
misión especial por el rector de su
universidad para verificar la “salud
pública” de José Balmes. Algo que ni siquiera los profesores de su universidad fueron capaces de hacer. Balmes jamás fue reincorporado. El hilo de esa historia fue cortado.
Bien. Nunca llevamos
a cabo este proyecto con Marcelo E. Pacheco.
Aunque hay proyectos que tienen el valor de haber sido formulados y que
presentan las primeras hipótesis como formas de análisis de obras y de contextos.
Esto era algo muy similar, lo entendí después, a lo que Martin Crosa había
hecho con lo que él mismo llamó “escuelismo”.
Sigo el trabajo de algunas artistas que provienen de dicha
distinción y que en la actualidad operan desde el recorte y el corte de
historias de hilo y de patrones. Quedó en mi memoria el efecto de obra de Paula Rojas, cuyo trabajo presenté en la
misma primera bienal ya citada. Entonces, ahora, no hago más que recuperar el
hilo de historias antiguas de artistas
que han persistido en sus voluntades de construir una obra reconocible y
reconocida por su sujeción a las formas del vestuario como resoluciones altamente estructuradas del
sudario.
Días atrás, le
relaté a Andrea Goic un particular recuerdo de infancia, mientras
grabábamos unas conversaciones con Marcelo Mellado. Este se refería a una escena que había tenido
lugar en el puerto de San Vicente. A un
mes exacto del deceso de nuestro padre, recordamos con mi hermano esta incidencia que consistió en
la visita que hiciera con toda la
familia a la casa de los padres de un asistente
suyo, en el Departamento de
Mantención de la Universidad de Concepción.
El padre de su asistente era buzo y trabajaba en las faenas
del puerto. Nunca habíamos conocido a un
buzo. Pero tampoco habíamos visto de
cerca un traje de buzo, puesto a secar, en posición invertida sobre un bastidor,
con su escafandra sobre un gran taburete. ¡Era
una visita a nuestro primer gabinete de
curiosidades! Aunque no es efectivo. El primer gabinete de curiosidades
al que tuvimos acceso fue ¡el Museo Hualpén!
Entonces, después del almuerzo fuimos a caminar por los
cerros de San Vicente y visitamos unas antiguas fortificaciones donde alguna
vez estuvieron emplazadas unas piezas de artillería. Pero justo cerca de ellas,
bajando por una loma, llegamos al borde de un acantilado donde encontramos
emplazado un cementerio sin muertos. Así por lo menos (nos) fue nombrado. Nos acercamos peligrosamente al borde y nos dimos cuenta que
todas las cruces miraban hacia el mar. A
su vez, cada cruz encabezaba un pequeño recinto
que coincidía con el tamaño de un ataúd.
¿De que tamaño era el ataúd? ¿Era la urna de un niño? ¿Por
qué le llamaban el-
cementerio-sin-muertos? La razón era
muy simple y cuando escuché el relato me pareció que era la cosa más
impresionante que había escuchado en toda mi vida. Hasta allí llevaban a enterrar las urnas que
contenían los trajes domingueros de los
pescadores que habían naufragado y que
el mar no había devuelto sus cuerpos. En la poética de nuestra infancia, este
fue sin duda un momento de relevancia mayor, porque nos introdujo en la
política de sustitución de los cuerpos.
Cuando un pescador desaparecía en el mar y su cuerpo no era
encontrado, toda la caleta realizaba un velatorio. Sus familiares exponían su mejor traje sobre la mesa del
comedor y se le cantaba la noche entera.
Al día siguiente, se doblaba el traje y se lo introducía en la urna, que
era transportada por sus deudos hasta este cementerio, al borde del
acantilado. Vi una foto, años más tarde.
La había encontrado Cristián Silva en
una portada de revista VEA y la había utilizado en un trabajo suyo. Pero después, encontré un relato sobre esta práctica funeraria en la novela póstuma
de José Donoso, El mocho. Ciertamente, a un mes del fallecimiento de nuestro
padre, estábamos permeables para que vinieran en nuestro auxilio este tipo de
recuerdos, en que un traje aparece como el sustituto de un cuerpo. Sin lugar a dudas era la puesta de manifiesto
de un cuerpo faltante. El traje no es
más que la puesta en condición de las historias que operan como ejercicio de corte y confección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario