Muchedumbre, en la
última columna, se refiere a un tapiz de Gracia Barrios que reproduce el título de otras pinturas
suyas. El tapiz, en el fondo, es una pintura
de trapo.
Muchedumbre es –también- el título de la exposición de Jorge Brantmayer en Nueva York, Washington y
La Habana. No cabe duda que la noción de
muchedumbre no es la misma, en 1971, que en el 2016. Es como lo que ocurre con
el concepto de solidaridad política
sobre el que se funda en 1971 el Museo Allende. Hoy día sería imposible.
No existe la solidaridad. Solo hay
colusión.
Pero Camilo Yáñez, curador de la muestra de Brantmayer y por la que éste siempre le será
deudor, usa los términos de cómo se da a entender la noción de muchedumbre en
1971 para volcarlos sobre una realidad actual que no resiste dicha atribución. Eso es analizar la actual coyuntura de acuerdo
a las condiciones míticas de 1971 convertida en modelo de referencia, lo
cual denota una grave tendencia a subordinar cada vez más las prácticas artísticas
ser una ilustración de la política del gobierno. A la
gran mayoría de los artistas, en el fondo, les encanta. No esperan otra
cosa. No porque hacen arte público dejan
de ser cortesanos.
Lo que hace Camilo Yáñez es
usar un modelo de antaño para cubrir de heroísmo la representación de un
faltante. En su magistral sentido de la
oportunidad ha decidido recurrir a la
excusa etnográfica. Esto es lo que se
llama ser cara-de-raja discursivo,
para terminar mezclando todo con todo.
Siempre, algo queda.
Si hay una cosa que hemos aprendido con suficiencia en el
uso de los textos, es que cuando una política desea recuperar su verosimilitud deficitaria, lo único que le queda es recurrir a la etnografía; todo lo cual equivale a decir que el arte proporciona una
condición ética a
prácticas sociales limítrofes. ¿Acaso Brantmayer no lo sabe?
Camilo Yáñez enseña que Brantmayer “nos proyecta hacia un exterior de nosotros”; que nos captura en lo que somos
“como” imagen fotográfica; que nos da una lección de civilidad representacional frente a la que no podríamos quedar
indiferentes. Me pregunto: ¿Y de qué otra manera podría ser?
Lo que clama, a fin de cuentas, es el valor de la estampita novo-mayorista.
¡Ah! Tenemos que entender que se trata de un proyecto fotográfico en construcción, ¡como
muchos otros! Los fotógrafos,
cuando ingresan a las artes
visuales, pasan a tener proyectos. Y
todo proyecto, para mantenerse, reclama su extensión como archivo. Un archivo abierto, fondarizable como obra en proceso. De modo que en este caso, el colectivo se
condensa en la singularidad irreductible de un encuadre forense, que se
confunde con el uso del término “fisionomía”.
Le agregamos la palabra
territorio y obtenemos la mejor
ilustración de la diversidad cultural.
Todo esto, rápidamente traducido
al inglés para vivir una fulgurante
ficción de internacionalización, que solo es consumible en el espacio interno
del mercado de la enseñanza universitaria.
Pues bien: después de la palabra etnografía resulta
imperativo emplear esta otra palabra, que se ha convertido en el santo-y-seña de una política de
reducción programática: archivo. Para luego terminar con la frase que remite a
una investigación de algo aliento,
que la inscribe en las grandes empresas de producción de conocimiento
universitario.
Al final, la retórica visual de este documento que tengo en
mis manos reproduce la pulsión ejemplar de las
ediciones vicariales de los años ochenta. Brantmayer pasa a registrar
la voz-de-los-que-no-tienen-voz. No es curioso que la dictadura siga dando
jugo. Siempre, hay que ir a la “memoria” negociada para “sacarle brillo” a lo
que le falta. La condición de proyecto conduce a pensar que
Brantmayer es un archivo, por si mismo.
Habiendo sido el
“archivero” del arte chileno por “canje”, ya le llegó la hora de “archivar” a
los representativos de los márgenes reconocidos como la muchedumbre re/versiva
del paradójico país de la post-dictadura.
Todo esto es de lo más legítimo que hay.
Se supone que retrata las miradas de quienes nos deben pedir
cuenta por el destino de dicha paradoja.
Es decir, el rostro de Chile
como el mapa de un incondicionado a merced de los gestores de colectividad.
Pareciera que después de la exposición de fotografía en el
CCPLM se ha iniciado una disputa por ganar
la oficialidad expresiva del rostro de Chile.
Pero al mismo tiempo, no solo dittborniza por defecto a Brantmayer, sino que lo mete en el embrollo de sacarlo a
pasear por tierras extranjeras,
exponiéndolo en instituciones de segundo orden; con todo respeto por la
Casa de las Américas, porque a estas
alturas, las Américas ya no son las mismas, y las muchedumbres tampoco.
¿Nadie les ha objetado que este encuadre magnificado no hace
más que exhibir una disposición abyecta, que cosifica las miradas y las hace
homogéneas? Lo que no puede hacer la
policía del verbo, lo hacen Brantmayer y Camilo Yáñez, a través de esta ortopedia punitiva de la
imagen, porque la (pre)dispone para un museo de la memoria, restándoles toda su autonomía como “muchedumbre”.
Camilo Yáñez no le advierte a Brantmayer que poniendo su “estudio de campaña” en
situaciones sociales de excepción, sobrecarga las condiciones del registro y se
pone él mismo en situación de quiebre, asumiendo
mal la postura del fotógrafo minutero, como si regresara a unos orígenes
que jamás fueron suyos pero por los cuáles necesita “pasar” para disponer de un
origen forjado a su antojo. Camilo
Yáñez necesita celebrar a Brantmayer “en campaña”; es decir, en el combate de imponer siempre, al otro, las condiciones
de la pose, previo contrato de fragilidad representativa.
Muchedumbre pone
en tensión lo colectivo como un castigo,
sometiendo a todos los singularizados a los efectos de un mismo gesto de culpabilización necesaria;
porque Brantmayer opera como un bertillón de pacotilla, aplaudido por el cándido stalinismo de Camilo Yáñez, que requiere pasar lista, identificar un enemigo y hacer efectiva la parodia de la colectivización de la imagen, en la época de la
reproductibilidad mítica de un socialismo
-perdido-que-nunca-tuvo.
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