sábado, 21 de mayo de 2016

MUCHEDUMBRE


Muchedumbre, en la última columna, se refiere a un tapiz de Gracia Barrios  que reproduce el título de otras pinturas suyas. El tapiz, en el fondo, es una pintura de trapo. 

Muchedumbre es –también-  el título de la exposición de  Jorge Brantmayer en Nueva York, Washington y La Habana.  No cabe duda que la noción de muchedumbre no es la misma, en 1971, que en el 2016. Es como lo que ocurre con el concepto de solidaridad política  sobre el que se funda en 1971 el Museo Allende. Hoy día sería imposible. No existe la solidaridad.  Solo hay colusión. 

Pero Camilo Yáñez, curador de la muestra de  Brantmayer y por la que éste siempre le será deudor, usa los términos de cómo se da a entender la noción de muchedumbre en 1971 para volcarlos sobre una realidad actual que no resiste dicha atribución.  Eso es analizar la actual coyuntura de acuerdo a las condiciones  míticas  de 1971 convertida en modelo de referencia, lo cual denota una grave tendencia a subordinar cada vez más las prácticas artísticas ser una ilustración de la política del gobierno.  A  la gran mayoría de los artistas, en el fondo, les encanta. No esperan otra cosa.  No porque hacen arte público dejan de ser cortesanos. 



Lo que hace Camilo Yáñez es  usar un modelo de antaño para cubrir de heroísmo la representación de un faltante.  En su magistral sentido de la oportunidad ha decidido recurrir  a la excusa etnográfica.  Esto es lo que se llama ser cara-de-raja discursivo, para terminar mezclando todo con todo.  Siempre, algo queda.

Si hay una cosa que hemos aprendido con suficiencia en el uso de los textos, es que cuando una política desea recuperar su verosimilitud  deficitaria, lo único que le queda es  recurrir a la etnografía; todo lo cual  equivale a decir que el arte proporciona una condición  ética  a  prácticas  sociales limítrofes.  ¿Acaso Brantmayer no lo sabe?

Camilo Yáñez   enseña que Brantmayer   “nos proyecta hacia un exterior de  nosotros”; que nos captura en lo que somos “como” imagen fotográfica; que nos da  una lección de civilidad representacional  frente a la que no podríamos quedar indiferentes.   Me pregunto: ¿Y de qué otra manera podría ser? Lo que clama, a fin de cuentas, es el valor de la estampita novo-mayorista.

¡Ah! Tenemos que entender que se trata de un proyecto fotográfico en construcción, ¡como muchos otros!  Los fotógrafos, cuando   ingresan  a las artes visuales, pasan a tener proyectos.  Y todo proyecto, para mantenerse, reclama su extensión como archivo.  Un archivo abierto, fondarizable como obra en proceso.  De modo que en este caso, el colectivo se condensa en la singularidad irreductible de un encuadre forense, que se confunde con el uso del término “fisionomía”.  Le agregamos  la palabra territorio y obtenemos  la mejor ilustración de la diversidad cultural.  Todo esto, rápidamente  traducido al inglés para vivir  una fulgurante ficción de internacionalización, que solo es consumible en el espacio interno del mercado de la enseñanza universitaria.  

Pues bien: después de la palabra etnografía  resulta imperativo emplear  esta otra   palabra, que se ha convertido en el santo-y-seña de una política de reducción programática:   archivo.  Para luego terminar con la frase que remite a una investigación de algo aliento, que la inscribe en las grandes empresas de producción de conocimiento universitario.

Al final, la retórica visual de este documento que tengo en mis manos reproduce la pulsión ejemplar de las  ediciones vicariales de los años ochenta.   Brantmayer pasa a  registrar  la voz-de-los-que-no-tienen-voz.   No es curioso que la dictadura siga dando jugo. Siempre, hay que ir a la “memoria” negociada para “sacarle brillo” a lo que le falta.   La condición de proyecto conduce a pensar que Brantmayer es un archivo, por si mismo.

Habiendo sido  el “archivero” del arte chileno por “canje”, ya le llegó la hora de “archivar” a los representativos de los márgenes reconocidos como la muchedumbre re/versiva del paradójico país de la post-dictadura.   Todo esto es de lo más legítimo que hay.

Se supone que retrata las miradas de quienes nos deben pedir cuenta por el destino de dicha paradoja.  Es decir, el rostro de Chile como el mapa de un incondicionado a merced de los gestores de colectividad.  

Pareciera que después de la exposición de fotografía en el CCPLM  se ha iniciado una disputa por  ganar  la oficialidad  expresiva  del rostro de Chile.  

Pero al mismo tiempo, no solo dittborniza por defecto a Brantmayer,  sino que lo mete en el embrollo de sacarlo a pasear por tierras extranjeras,  exponiéndolo en instituciones de segundo orden; con todo respeto por la Casa de las Américas, porque  a estas alturas, las Américas ya no son las mismas, y las muchedumbres tampoco. 

¿Nadie les ha objetado que este encuadre magnificado no hace más que exhibir una disposición abyecta, que cosifica las miradas y las hace homogéneas?  Lo que no puede hacer la policía del verbo, lo hacen Brantmayer y Camilo Yáñez,  a través de esta ortopedia punitiva de la imagen, porque  la (pre)dispone para un museo de la memoria,   restándoles  toda su  autonomía como “muchedumbre”.  




Camilo Yáñez no le advierte a Brantmayer que  poniendo su “estudio de campaña” en situaciones  sociales de excepción,  sobrecarga las condiciones del registro y se pone él mismo en situación de quiebre,  asumiendo mal la postura del fotógrafo minutero, como si regresara a  unos  orígenes que jamás fueron suyos pero por los cuáles necesita “pasar” para disponer de un origen forjado a su antojo.   Camilo Yáñez necesita celebrar a Brantmayer “en campaña”; es decir, en el combate  de imponer siempre, al otro, las condiciones de la pose, previo contrato de fragilidad  representativa.  

Muchedumbre pone en tensión lo colectivo como un castigo,  sometiendo  a todos  los singularizados a los efectos de  un mismo gesto de culpabilización necesaria; porque Brantmayer opera como un  bertillón de pacotilla,   aplaudido por el  cándido stalinismo  de Camilo Yáñez,  que requiere pasar  lista,   identificar un enemigo y hacer  efectiva la parodia de la colectivización de la imagen, en la época de la reproductibilidad  mítica de un  socialismo -perdido-que-nunca-tuvo.

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