Mostrando entradas con la etiqueta xilografía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta xilografía. Mostrar todas las entradas

miércoles, 11 de julio de 2018

POLÉMICAS FORMALES (3)


En la nota 3 de la columna anterior señalé que Leppe había declarado que la televisión era la xilografía del siglo XX, en el contexto de una polémica mantenida con la obra de Dittborn, teniendo como fondo de referencia la hipótesis según la cual no hubo ruptura entre grabado y fotografía en el universo léxico cercano.

Es preciso entender la declaración de Leppe como una oferta objetual concreta que éste pone a circular en Sala de espera, la instalación en que se enmarcó la presentación de los dos libros canónicos de la escena chilena: Cuerpo correccional y Del espacio de acá.  Habrá que tomar en cuenta que uno de los objetos que contrasta con Las cantatrices,  el tríptico que ha concitado toda la atención de la crítica, es el “televisor de barro” que éste expone como un indicio decisivo  del inconsciente de la televisión chilena, que hasta la fecha no hab(r)ía sido advertido. Lo cual significaría abrigar la hipótesis por la cual sería altamente impropio que el tríptico de Las cantatrices fuera separado del contexto de su aparición inicial, dispuesto entre “el televisor de barro”, la columna del Papa y los túmulos de tierra simulando cuerpos semienterrados como pies de página de la proyección de la diapositiva en que aparece Leppe con su madre sentados en el pasto, en una plaza pública. Sin embargo, el propio Leppe, en vida, autorizó la autonomía del tríptico y éste fue rescatado de la cuenca objetual ya referida.

No discuto la pertinencia de la autonomía de Las cantatrices, sino que promuevo la consideración de la pieza entera, que es la instalación Sala de espera, en sentido estricto. Tiene que haber alguien, coleccionista privado o institución pública, al que la necesidad de su adquisición se plantee como imperativo categórico. Lo cual nos conduce a pensar en que Richard tampoco destinó mayor importancia a los argumentos objetuales de Leppe en su polémica formal con Dittborn, en esa coyuntura.

¿Y como le iba a poner atención si  Sala de espera sería tan solo el marco decorativo para la presentación del libro de Richard? Es decir, la instalación de Leppe agregaba algo inesperado a la argumentación del libro. Justamente, el silencio ejercido sobre esos objetos proporcionan una nueva hipótesis acerca de la necesidad de su omisión, ya que  resulta  obvio pensar que desviarían la atención que debía ser puesta sobre  la trama del libro.  Lo cual es de una gran ingenuidad, porque un libro no compite con una instalación. Lo que prevalece, en términos de la tensión del espacio es la instalación, porque abre unas posibilidades de articulación que obliga a operar en términos de “montaje” simultáneo, atendiendo las cualidades formales que se “desprenden” de la colocabilidad de esos objetos en el mapa de sitio de la instalación.

El trabajo que ha sido realizado por www.carlosleppe.cl  ha apuntado a recomponer el valor de las obras por sobre el empleo por saturación, de metáforas que encubren las relaciones potenciales de la objetualidad de Leppe y que van mucho más allá del libro. Al punto que Leppe va a considerar la extraña necesidad de realizar una acción de arte para cerrar el Primer Festival Chileno-Francés de Videoarte, en octubre de 1981, utilizando el mismo título del libro de Richard, que le estaba consagrado.   Ya en ese momento parecía extraño que hubiese un empleo sustituto del título sin que hubiera comentario alguno.

A fin de estructurar la polémica formal sobre la que estado trabajando, esta acción de Leppe de octubre, no solo completa el argumento objetual exhibido en Sala de espera, en abierta independencia de la argumentación richardiana, sino que responde a lo que ya le había planteado Dittborn meses antes, cuando presenta en el encuentro famoso de la CEPAL la primera de sus cintas: Lo que vimos en la cumbre del Corona. 

¿Fue ésta la primera cinta video de Dittborn? ¿No habrá sido la acción del derrame de 300 litros de aceite quemado de auto sobre el desierto de Tarapacá? Pero no. Esas imágenes aparecen en varios de los videos que Dittborn produce entre 1981 y 1987. Pero él se resiste a reconocer que se trata del registro de una “acción de arte”. Puesto que la base de su argumentación en el encuentro de la CEPAL consiste en decir que él no hace “video-registro” sino que pone en evidencia el artificio retórico por delante, dejando a los videos del CADA en un estado de pura candidez documentaria.

Zurita le gritó a Kay, en esa ocasión: “¿Entonces nosotros hacemos bolitas de dulce, acaso?”. Y luego de eso vino la andanada de descalificaciones en la que hasta participaron Brugnoli, José Román y Virginia Errázuriz.  Dittborn no estaba. Kay intentó exponer la base de su reflexión sobre el trabajo de Dittborn, pero le fue imposible. El encuentro prosiguió con el visionamiento de El Estado soy yo, de Carlos Flores del Pino.  Jornada memorable, esa, en la que también fue visionada una cinta de Ximena Prieto y Juan Castillo. Pero el debate a muerte era entre “video-registro” y “video”, simplemente, sin adjetivo. Podría haber sido “video-arte”.

Entonces, Lo que vimos en la cumbre del Corona enfatiza la puesta en escena radiofónica, que supone la existencia de la trama industrial del radioteatro que sobre determina la retórica de la voz.  La radiofonía remite a una “tecnología anterior” que se hace visible en el momento de la depreciación del formato. Por supuesto, lo que importa relevar es que en esta iniciativa Dittborn le responde a Leppe por el apéndice del tríptico de Las cantatrices.

Siempre hemos considerado que se trata de un tríptico, en efecto. Pero en verdad, es un políptico, bajo la forma de una instalación-video multicanal, con cuatro monitores, uno de los cuáles enfrenta a un tríptico de monitores dispuestos en línea. La voz de Maruja Cifuentes pone en escena la modulación radiofónica que se enfrenta al delirio-en-directo de la madre-Leppe, encuadrada en primerísimo plano, puesta a “fijar” el rango de un vitalismo ejemplarizante en contra del tríptico del Leppe-hijo en posición de enunciación operática subordinada, modelado a sí mismo por la armadura de yeso.   La madre del radioteatro (en un medio colectivo) es puesta-a-pelear con la madre de un artista (en un medio individual).  La reina del radioteatro mediatiza mediante una lectura regulada el relato de una noticia encontrada sobre una catástrofe aérea, mientras la madre del artista sitúa la preeminencia biográfica directa del cuerpo de su hijo. Pero el recurso vitalista de Leppe es un argumento habitual en esta polémica.

A lo anterior se agrega el hecho de que Maruja Cifuentes lee, como respuesta retórica efectiva (actuación) a la des/actuación de Leppe, que fija el estatuto del debate medial cuando le pone a Dittborn la hipótesis del “televisor de barro”, como una parodia ruralista que reivindica la sentimentalidad de la telenovela.  Pero habría que estudiar de cerca en qué consistió ese objeto y en cuál era su propósito formal, en una polémica en que cada artista se persigue, se vigila y se interpela en una secuencia de intervenciones que preceden por mucho a la marca editorial de la que Richard será deudora.



viernes, 3 de junio de 2016

GRABADO Y MITOMANÍA UNIVERSITARIA


En la columna sobre los desplazamientos del grabado sostuve que Zañartu “ilustra” los textos de Butor. No es tan así. Butor escribe a partir de unas imágenes de Zañartu.  En 1961.  Ahora, no estoy del todo seguro que Zañartu haya participado en la Bienales de  Grabado, que tienen lugar a fines de los sesenta. Entre medio, Antúnez se había instalado en Nueva York como agregado. Pero nunca ha sido demostrado que haya cruzado los mismos espacios de relaciones formales que Castro-Cid, Téllez o Downey.  Parece que establece otro tipo de redes, que le permiten trabajar en el grabado como espacio subordinado.

Será la gente de la Católica la que permitirá que el espacio del grabado deje de ser subordinado y adquiera autonomía, justamente, gracias a su propia negación. Lo cual no quiere decir, en absoluto, que entre Zañartu y Vilches exista una línea de filiación. Más bien, la podemos encontrar entre Zañartu y Cruz, pero no por relaciones directas sino más que nada por contigüidad formal.  Cruz tiene que ver con eso. En cambio, Vilches proviene de los trabajos prácticos realizados durante la Unidad Popular, trabajando con niños de escuelas periféricas.  Los hacía dibujar con lápiz pasta sobre trozos de cartones que obtenía del desarme de cajas de zapatos y luego les pasaba un rodillo con tinta y les enseñaba a los niños a sacas copias con cuchara de palo. Así no más.

Camilo Yáñez no sabe de esto porque es de la Chile y está subordinado a repetir el rito iniciático de  pertenencia a una tribu de la que obtiene su garantización como operador político de una infamia orgánica.  Porque, al final, no se develó ser más que eso: un operador que omite la filigrana de la historia. No sé de qué va a hablar el 19 de junio en la mesa redonda en D21.  De todos modos, preparo mi intervención. Es decir, ya la he comenzado, diciendo esto que acabo que decir. Porque el experimentalismo, por usar una palabra que nunca fue usada en los años ochenta, está vinculado al trabajo de Duclos, sobre cuya delegación hay que explicar de qué modo realiza el salto desde la estampa hacia la performatividad y la objetualidad. 

El espacio de la Chile, en la feroz coyuntura sobre la que sus esbirros académicos inventan el heroísmo de una historia de imposturas, está dividido y sobrepuesto por un sistema gráfico y un sistema político. Para determinar esto, no tuve necesidad de entrevistar a nadie para que me filtrara ninguna ficción re/compositiva, sino que me he apegado al estudio de las obras mismas.  No sé si me explico.

Están las obras de Smythe, realizadas entre 1974 y 1978.  ¿Qué saben los universitarios de todo esto?  Los menciono para establecer la distancia entre la flojera  académica y el espacio de las autonomías de escritura.   No basta con hacer coloquios para  hacer-como-que-se-trabaja.  Produzcan algo que valga la pena,  a partir de las obras mismas,  en términos de una investigación historiográfica que deje de repetir  el flatus vocis de los artistas totémicos.  Las tutorías de los magister debieran estar sometidas a la evaluación de entidades independientes porque no se puede creer el rango de impostura  con que engañan a los estudiantes. 

Las obras de Smythe me parece que proporcionan una base de trabajo y de estudio de gran valor para instalar esa diferencia con el sistema pictórico, del que ya he hablado, y respecto del cual  he establecido la distinción entre izquierda y derecha manchística, que no es aprobada por el delirio anacrónico de Brugnoli  porque le desarman el mito de su overol,  que vi en la feria de artes plásticas del Parque, en un estado de extrema indigencia institucional.  ¿Que no les de vergüenza? Es como si en la Chile de comienzos de los años sesenta, los miembr0s del sistema pictórico no conocieran la obra de Antonio Berni.   

Así era la escena chilena de ese tiempo: a la altura de la feria de artes plásticas.  No ha cambiado mucho.  Pasemos. Patética historia.  De todos modos, en esas ferias, a lo menos, había algunas cosas mucho más interesantes; como la presentación de la primera máquina de proyección de diapositivas abstractas, que había inventado  Martinoya.  ¡A ver si los curadores  udepistas lo incluyen en la gran historia del arte cinético inexistente! Porque a fin de cuentas, aquí,  en este país de mitómanos, las cosas existen por efecto de repetición, sin siquiera tomarse la molestia de verificar la existencia de las obras.

Pero junto a las obras de Smythe, que he mencionado, están las obras de Dittborn, de 1974, que pertenecen a la Colección Pedro Montes. Y también, algunos dibujos de Opazo, de mediados de los sesenta. Entonces, hay obras para sostener la existencia de un sistema gráfico específico, de la Chile, que no tiene nada que ver con el grabado, sino con el dibujo y con la pintura rápida, con acrílico y carbón de espino,  sobre papel estraza.  Lo que es propio de la Chile es la serigrafía, que por lo demás, no estaba directamente vinculada al departamento de grabado. La serigrafía proviene desde fuera y compromete a los docentes-artistas que más relaciones tienen con los sistemas de impresión en sentido estricto. En cambio, en la Católica el sistema  tiene una referencia a la pobreza franciscana y al diseño de muebles de palo quemado con cubierta de textil andino.   Instala  dos velones y tienes un altar.  Por eso, el grabado se despista de la irrelevancia pictórica de los popes iniciales, que solo tienen discurso en la defensa que les hace Galaz por fidelidad con esa desidia artística. Los grabadores, en cambio, son como carpinteros que modelan las expansiones del madero de Cristo, que descubren disimulado en el rostro de los pobres.  Por eso nunca botan el pan duro. 

Todo lo anterior se justifica para señalar que todo el contra-formalismo del Duclos de la coyuntura de 1981 depende del modelo inconsciente de la xilografía como una pedagogía del oprimido. Ya lo dije: no depende de la madera, sino del madero que señala el instrumento del sacrificio de Cristo. Por eso, habilita el afichaje del Verbo en sus delimitaciones fantasmales.  Por eso la xilografía es ecuménica: de alto contraste. Torpe. Bruta. Auténtica.  Moralista. Participando de la bondad expresiva de un pueblo ruosseauista.  

Duclos, en 1981, se traslada desde la xilografía al objeto. Se hace carpintero. Evangélico.  Por eso remite a la Tabla de la Ley; pero sobretodo, a la incisión que abre un surco sobre la sábana gruesa  que en otro registro, Dittborn recupera como la determinación inconsciente del santo sudario.  El punto a resolver, en Duclos, es determinar cómo y por qué ocurre el traslado de la letra impresa hacia  el objeto editado. He ahí la importancia de la foto de este mobiliario  que opera como una extensión del espacio en que habita la sagrada familia.  El taller de grabado pasa a ser concebido como un remontaje del “taller de José”. Eso es lo fundante: la plancha de madera se declara en situación de acogerse a su derecho de lecho, para mantener la firmeza del dogma de la Inmaculada Concepción.

jueves, 26 de mayo de 2016

EJERCICIO FORENSE (2)


La silla sobre la que pintó el texto de N. Parra la obtuvo Duclos del depósito de la Escuela de Arte, en un momento de renovación del mobiliario. La silla era el mejor objeto para denotar el valor de los residuos de una enseñanza. Lo más importante, en esa escuela, era lo residual. Es decir, los  cursos de grabado.  Es preciso hacer la historia de esta obra  mencionando las referencias a la cultura dominante en esa enseñanza, como un dispositivo de sobrevivencia frente al desestimiento de los arquitectos, que le dejaron la escuela a los surrealistizantes.

En esta cultura universitaria  de la ilustración defectuosa para todo tipo de historias menores, en las que dominaba el adelgazamiento de obra y de discurso de Carreño y Galaz-el-joven, los grabadores que venían de Concepción  instalaron  una práctica monástica,  una especie de paz-de-dios, basada en una ética de la representación austera.

No hay que dejar de tomar en consideración que estos trabajos de Duclos de 1981 provienen, conceptualmente, del dispositivo del grabado. En particular, de la xilografía.  Es decir, del grabado como práctica monástica de valorización de la letra y de todo lo que esté vinculado a las primeras tallas de tipos móviles. Es decir, de un momento de transición entre grabado e imprenta, en sentido estricto.  Y lo que busca Duclos, en ese instante, es ponerse en una especie de entre-dos, a caballo entre dos tecnologías que tienen efectos simbólicos diferenciados.  Y este era el tipo de discusiones que teníamos en un medio discursivo que se separaba del dogmatismo  iletrado que dominaba. 





Luego, el texto de N. Parra fue fabricado gracias a la aplicación de un stencil que el propio Duclos tuvo que hacer  sobre cartón, con la ayuda de un fino cuchillo cartonero.  Ese stencil remite a la memoria próxima de la serigrafía simple.  Lo que hizo sobre la silla es un gesto de traspaso de la misma naturaleza de aquel otro gesto que Leppe edita en la performance Prueba de Artista, en 1981, realizada en una casa-de-grabado.   

Lo que le importaba a Duclos era la factura del traspaso de la tinta oleaginosa  sobre una superficie  de decepción determinada.  Era una silla,  un cuerpo mueble.  Pero la silla es una maqueta de un modelo edificante, disponible para modelar una postura, con sus cuatro patas y su respaldo.  Pero sobretodo, era una silla que operaba fuera del sistema de galerías que se había estatuido como apéndices de grandes mueblerías santiaguinas:  Moro, Cromo, Epoca, Sur.   De eso no hay historia. 

Esta silla  de Duclos es un objeto diferencial que se excluye de la retórica del mobiliario, remisible a una industria de la reforma del interior de los nuevos lugares de poder empresarial habilitados por la política económica de la dictadura.  Nuevos muebles, nuevos objetos de arte, nuevos cuadros.  Todo un nuevo poder comorador de pintura para decorar la recomposición triunfante de un empresariado que tuvo miedo y que no está dispuesto a sufrir, de nuevo, por eso.

El cuerpo de la silla escolar residual solamente  recupera la extensión de una inscripción que no sabría ser reconocida como “tatuaje”.   La marca de Leppe sobre el cuerpo tiene que ver con la marca de una res despostada en el matadero.  Le ha puesto el sello de una subjetividad limítrofe.  Duclos tomó –en cambio- la textualidad como un “origen bíblico”,  recurriendo a la “política de la letra” en el medio-evo, ya que la iluminación era un antecedente estético-político pre-tipográfico y él era un estudiante extremadamente curioso en esos temas.

Por otro lado, Duclos remite desde las artes visuales  a N. Parra en una época en que éste no era un “rock-star” y en que todas las dependencias  y los oportunismos orgánicos apuntaban hacia R. Zurita. Permanecer en N. Parra  significaba, tanto  una resistencia  activa de insubirdinación como una manera pasiva  de valorizar el “fait-divers”:

“Lo reconozco bien / Este es el árbol que mi padre plantó frente a la puerta”. 

Es decir, el verso de  N. Parra fue convertido por Duclos en una “anécdota” que guarda toda la latencia posible de la época.

Pero había,  en el uso de la silla, una operación paródica, realmente jocosa.  Duclos  valoriza el efecto de la silla desde su consumo estudiantil de libros de historia del arte, donde aparece profusamente reproducida la obra de Joseph Kosuth.  El verso de N. Parra sustituye el enunciado del minimalismo para convertirlo en una referencia risible.  Como risible puede ser la voluntad de declarar todas esas operaciones como inscritas en un universo analítico que se auto/modela para ser convertido en un producto repetible y declinable.

Las letras del stencil reproducen la figuratividad de una tipografía  que se emplea en la marca de embalajes en la industria del transporte. … de obras de arte.  En una época en que el arte chileno no genera traslado alguno y para el cual no hay embalaje que lo retenga en una ficción de exportabilidad (todavía).  



¡Obvio! El trabajo de Duclos es un modelo de transferencia, tanto de las condiciones de traspaso de la letra, como de  las transformaciones de una materia natural en materia elaborada,  convirtiendo este momento de la historia de las técnicas en un chiste freudiano.

Esto es relativo a la silla.  Frente a la obra “conceptual” de referencia, Duclos le devuelve al  frío conceptualismo anglosajón ,  la calentura de esta “otra silla”, residual, para definir por extensión las condiciones de reproducción de la información impresa de arte contemporáneo como una merma instituyente. 

En cambio, la fotografía del cartel con el verso  de N. Parra impreso  colocada sobre el castillo de madera en el campo de la barraca corresponde al señalamiento de la serialidad en su condición monumentalizada, pensada para hacer reventar la dependencia simbólica del texto de Camnitzer sobre la serialización, no solo de los objetos impresos, sino de las experiencias de divulgación pedagógica.  El texto al que me refiero es una fotocopia de un artículo de Camnitzer que  Eduardo Vilches hizo circular  en los años ochenta en el curso que dio “comienzo” a la saga de los desplazamientos, y que tiene en el discurso de Mario Soro, hoy día, al más delirante de sus exponentes.

Lo que hace Duclos con el castillo de madera  es disponer un modelo de ordenamiento del conocimiento de toda medida.  El castillo es una condensación  pervertida de la escuela de arte; en síntesis, del espacio universitario.   En la medida de los tablones clasificados reside la disponibilidad de su factura potencial como insumo para la vivienda que falta.  Desde allí, sostendré la hipótesis de la ausencia de casa, en el arte chileno.   Pero al mismo tiempo,  el señalamiento del castillo convierte la  ordenación objetual en rima, determinando el ritmo de una operación visual que  avanza desde el documento hacia el monumento, poniendo en crisis la condición impropia de la  monumentalidad, en una época en que el habeas corpus se instala como una necesidad simbólica crucial. 

Es el momento en que “reconocer” implica  sostener el cuerpo desfalleciente del “árbol” que adquiere un estatuto  infraestructural en nuestras elaboraciones, a partir del análisis de Marchant sobre el texto de Borges en que reconstruye la historia de los Gutre. 

Duclos y yo fuimos lectores “primarios” de Marchant. De los mejores.  De los más fieles.