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martes, 18 de septiembre de 2018

EL GIRO ETNOGRÁFICO EN LAS ESCENAS LOCALES




Discutiendo con mi amigo Edgardo Neira sobre los giros etnográficos entendidos como estrategia contemporánea del dandismo teórico, me di cuenta que hay textos que se leen con extremo retraso, y que terminar por retrasar –valga la redundancia- el pensamiento sobre las escenas locales de arte contemporáneo.

El tema es sobre el retraso de lecturas ya diferidas. Es extraño que todavía, en este sentido, los “nuevos medios” no sean un atributo penquista. Lo que hemos observado es que la “balmacedización” del arte local ha favorecido la proliferación de experiencias de arte relacional de segunda categoría. Nada de esto muy grave. En verdad, lo que se puede lamentar  es que las experiencias de arte local no tengan inscripción alguna en la región metropolitana del arte. El programa “Traslados”, del Ministerio de las Culturas, parece ser la única “instancia” de reconocimiento. Lo cual está perfecto. Pero las experiencias de autonomía local no son decisivas. Menos todavía, en lo que se refiere a la práctica de la pintura y del grabado.  

Detengámonos un momento en esto. Hace años participé en un programa de clínicas. De ahí salió una respuesta que se manifestó en la edición de ANIMITA. Pero un grupo de teóricos jóvenes replicó editando PLUS. Pero nunca dijeron que era la respuesta local resentida a lo que planteamos con una revista local que se llamó OVERLOCK. Todo bien. Saludamos la aparición de PLUS. Pero siempre tuvo un tono de resentimiento forzado, anhelando ser reconocidos por otros que los vieran en Santiago haciendo su “trabajo sucio”. Revista PLUS pudo contribuir al fortalecimiento de a escena local, pero el resentimiento sin objetivo los desarmó y les hizo perder todo rumbo analítico. ¿Qué es de PLUS hoy día? Hasta hicieron giras de venta y presentación en la Argentina, que saludamos con una generosidad que bordeaba la tontera. Porque al final, terminan como todos. Agobiados por su propia ansiedad.

Fíjense en lo que le pasó a GRISALLA. Fue el ejemplo más vergonzoso de arribismo y de provincianismo que pudo ocurrir.  Analicen ese fenómeno. Es irrepetible. En ese sentido, ANIMITA fue un acierto en toda la línea porque concibió el soporte editorial en soporte propio de trabajo. Pero al final, todos los artistas quieren colgar en un muro. Es inevitable. Porque hasta l@s nuev@s etnógraf@s terminan tomando buenas fotos de sus instalaciones para poder reproducirlas y colgarlas en un formato adecuado, convenientemente firmadas. Cuando no, son objeto de ensayos visuales en los nuevos soportes digitales, con cien ejemplares impresos en papel (Risas).

¿Entonces? ¿Hablemos de pintura? ¿Y por qué no, de la escena del grabado penquista? Al final, es lo que permanece. Total, nada de lo que se haga hoy día va a superar el “envolvimiento” de la Casa del Arte, durante una toma de estudiantes. ¿No se acuerdan? Ese fue el “trabajo etnográfico” que marcó el límite de lo posible. Esto significa que el estudiante-artista se puso en cuestión respecto de la validez de su propio estatuto, como estudiante, y como artista. Pero ya pasó la vieja. Es preciso regresar al estudio y a las cuestiones básicas. O sea, al trazo y a la incisión. Y a leer, sobre el trazo y la incisión. Leer y subrayar con lápiz grafito B4. Aunque es posible, también, con lápiz rojo-azul. Con rojo, los conceptos estratégicos; con azul, los conceptos prácticos.

Hace unos años Moira Délano me invitó a un encuentro donde se habló de “estética de secano costero”. Era para distinguirla de la “estética del borde costero”, ligada a la pequeña epistemología material de la navegación de orilla. ¡Pero eso es pura etnografía!

Hoy día, con Edgardo Neira estamos elaborando una epistemología etnografizada por los cursos de agua. De este modo, distinguimos entre “pintura de maicillo” y “pintura de trumao”. Por cierto, la gran diferencia es que los de GRISALLA siguieron la enseñanza de Iván Contreras.  En cambio, el Almendra aprendió a “mentir” en las clases de Edgardo Neira y salió con esa increíble exposición de apariencia conceptual, pero que no era más que  una extensión objetual de sus fotonovelas, firmadas bajo el pseudónimo de Huachistáculo.

Bien. La primera pintura a la que hago referencia es de “aguas claras”, porque remite al imaginario del Andalién (Las Trinitarias), filtrado por la materialidad bachelardiana del maicillo. La segunda pintura, en cambio, está vinculada al Bío-Bío y a sus ensoñaciones poéticas ligadas a la ceniza volcánica; pero sobre todo, a la inquietante referencia a los “cueros”.

El imaginario de la pintura penquista está determinado por esta relación a las aguas. Por algo existe Agüita de la Perdiz. Y por algo están los ojos de agua que tanto fascinaban a Gracia Barrios. Ella es una gran pintora de las aguas. Pero de los arroyos y de las acequias de fondo de patio. Una vez me contó que de niña le encantaba poner los pies en las posas  estancadas donde las colonias de guarisapos hacían subir un poco la temperatura de las aguas porque era como chapotear sobre una sustancia vital. En cambio, nosotros teníamos prohibido siquiera poner los pies en el borde el Bío-Bío, porque podíamos entrar en las arenas movedizas y ser absorbidos por esta amenaza ancestral.

Una vez, frente a Chiguayante, un carretelero ingresó con carretón y caballo para lavar su vehículo y refrescar al animal. Las arenas que bajaban desde el alto de la cordillera se iban depositando y formando una barra que se apegaba ominosa a las orillas. La carretela se hundió con caballo y todo, sin que el hombre pudiera alcanzar a liberarlo de los arreos. Alguna gente que estaba en la orilla tuvo que golpear al hombre para separarlo del cuello de su caballo que se hundía. Lo llevaron a la orilla y lo cuidaron porque lloraba como un niño. Esta es la base de la “pintura de trumao”; es decir, un hundimiento de los cuerpos y de las cosas.

En cambio, en Las Trinitarias, cuando metíamos los pies en el agua, nunca dejábamos de percibirlos, pero refractados. Esa sería nuestra primera lección de óptica física.  Recordé este placer de infancia, de mirarse el pie sumergido en el agua, cuando leí la “Dióptrica” de Descartes, cuando se lamenta que el anteojo alargavista no fuera el fruto del trabajo de los matemáticos, sino de unos artesanos dirigidos por Galileo, que fabricaron el aparato.





miércoles, 11 de julio de 2018

POLÉMICAS FORMALES (3)


En la nota 3 de la columna anterior señalé que Leppe había declarado que la televisión era la xilografía del siglo XX, en el contexto de una polémica mantenida con la obra de Dittborn, teniendo como fondo de referencia la hipótesis según la cual no hubo ruptura entre grabado y fotografía en el universo léxico cercano.

Es preciso entender la declaración de Leppe como una oferta objetual concreta que éste pone a circular en Sala de espera, la instalación en que se enmarcó la presentación de los dos libros canónicos de la escena chilena: Cuerpo correccional y Del espacio de acá.  Habrá que tomar en cuenta que uno de los objetos que contrasta con Las cantatrices,  el tríptico que ha concitado toda la atención de la crítica, es el “televisor de barro” que éste expone como un indicio decisivo  del inconsciente de la televisión chilena, que hasta la fecha no hab(r)ía sido advertido. Lo cual significaría abrigar la hipótesis por la cual sería altamente impropio que el tríptico de Las cantatrices fuera separado del contexto de su aparición inicial, dispuesto entre “el televisor de barro”, la columna del Papa y los túmulos de tierra simulando cuerpos semienterrados como pies de página de la proyección de la diapositiva en que aparece Leppe con su madre sentados en el pasto, en una plaza pública. Sin embargo, el propio Leppe, en vida, autorizó la autonomía del tríptico y éste fue rescatado de la cuenca objetual ya referida.

No discuto la pertinencia de la autonomía de Las cantatrices, sino que promuevo la consideración de la pieza entera, que es la instalación Sala de espera, en sentido estricto. Tiene que haber alguien, coleccionista privado o institución pública, al que la necesidad de su adquisición se plantee como imperativo categórico. Lo cual nos conduce a pensar en que Richard tampoco destinó mayor importancia a los argumentos objetuales de Leppe en su polémica formal con Dittborn, en esa coyuntura.

¿Y como le iba a poner atención si  Sala de espera sería tan solo el marco decorativo para la presentación del libro de Richard? Es decir, la instalación de Leppe agregaba algo inesperado a la argumentación del libro. Justamente, el silencio ejercido sobre esos objetos proporcionan una nueva hipótesis acerca de la necesidad de su omisión, ya que  resulta  obvio pensar que desviarían la atención que debía ser puesta sobre  la trama del libro.  Lo cual es de una gran ingenuidad, porque un libro no compite con una instalación. Lo que prevalece, en términos de la tensión del espacio es la instalación, porque abre unas posibilidades de articulación que obliga a operar en términos de “montaje” simultáneo, atendiendo las cualidades formales que se “desprenden” de la colocabilidad de esos objetos en el mapa de sitio de la instalación.

El trabajo que ha sido realizado por www.carlosleppe.cl  ha apuntado a recomponer el valor de las obras por sobre el empleo por saturación, de metáforas que encubren las relaciones potenciales de la objetualidad de Leppe y que van mucho más allá del libro. Al punto que Leppe va a considerar la extraña necesidad de realizar una acción de arte para cerrar el Primer Festival Chileno-Francés de Videoarte, en octubre de 1981, utilizando el mismo título del libro de Richard, que le estaba consagrado.   Ya en ese momento parecía extraño que hubiese un empleo sustituto del título sin que hubiera comentario alguno.

A fin de estructurar la polémica formal sobre la que estado trabajando, esta acción de Leppe de octubre, no solo completa el argumento objetual exhibido en Sala de espera, en abierta independencia de la argumentación richardiana, sino que responde a lo que ya le había planteado Dittborn meses antes, cuando presenta en el encuentro famoso de la CEPAL la primera de sus cintas: Lo que vimos en la cumbre del Corona. 

¿Fue ésta la primera cinta video de Dittborn? ¿No habrá sido la acción del derrame de 300 litros de aceite quemado de auto sobre el desierto de Tarapacá? Pero no. Esas imágenes aparecen en varios de los videos que Dittborn produce entre 1981 y 1987. Pero él se resiste a reconocer que se trata del registro de una “acción de arte”. Puesto que la base de su argumentación en el encuentro de la CEPAL consiste en decir que él no hace “video-registro” sino que pone en evidencia el artificio retórico por delante, dejando a los videos del CADA en un estado de pura candidez documentaria.

Zurita le gritó a Kay, en esa ocasión: “¿Entonces nosotros hacemos bolitas de dulce, acaso?”. Y luego de eso vino la andanada de descalificaciones en la que hasta participaron Brugnoli, José Román y Virginia Errázuriz.  Dittborn no estaba. Kay intentó exponer la base de su reflexión sobre el trabajo de Dittborn, pero le fue imposible. El encuentro prosiguió con el visionamiento de El Estado soy yo, de Carlos Flores del Pino.  Jornada memorable, esa, en la que también fue visionada una cinta de Ximena Prieto y Juan Castillo. Pero el debate a muerte era entre “video-registro” y “video”, simplemente, sin adjetivo. Podría haber sido “video-arte”.

Entonces, Lo que vimos en la cumbre del Corona enfatiza la puesta en escena radiofónica, que supone la existencia de la trama industrial del radioteatro que sobre determina la retórica de la voz.  La radiofonía remite a una “tecnología anterior” que se hace visible en el momento de la depreciación del formato. Por supuesto, lo que importa relevar es que en esta iniciativa Dittborn le responde a Leppe por el apéndice del tríptico de Las cantatrices.

Siempre hemos considerado que se trata de un tríptico, en efecto. Pero en verdad, es un políptico, bajo la forma de una instalación-video multicanal, con cuatro monitores, uno de los cuáles enfrenta a un tríptico de monitores dispuestos en línea. La voz de Maruja Cifuentes pone en escena la modulación radiofónica que se enfrenta al delirio-en-directo de la madre-Leppe, encuadrada en primerísimo plano, puesta a “fijar” el rango de un vitalismo ejemplarizante en contra del tríptico del Leppe-hijo en posición de enunciación operática subordinada, modelado a sí mismo por la armadura de yeso.   La madre del radioteatro (en un medio colectivo) es puesta-a-pelear con la madre de un artista (en un medio individual).  La reina del radioteatro mediatiza mediante una lectura regulada el relato de una noticia encontrada sobre una catástrofe aérea, mientras la madre del artista sitúa la preeminencia biográfica directa del cuerpo de su hijo. Pero el recurso vitalista de Leppe es un argumento habitual en esta polémica.

A lo anterior se agrega el hecho de que Maruja Cifuentes lee, como respuesta retórica efectiva (actuación) a la des/actuación de Leppe, que fija el estatuto del debate medial cuando le pone a Dittborn la hipótesis del “televisor de barro”, como una parodia ruralista que reivindica la sentimentalidad de la telenovela.  Pero habría que estudiar de cerca en qué consistió ese objeto y en cuál era su propósito formal, en una polémica en que cada artista se persigue, se vigila y se interpela en una secuencia de intervenciones que preceden por mucho a la marca editorial de la que Richard será deudora.