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lunes, 27 de mayo de 2019

PATRIMONIOS




Siempre me gustó la artesanía. En casa, en Concepción, en un medio clase mediano modesto ascendente, la cerámica de Quinchamalí era un emblema de progresismo social y ético. Y luego, la cestería de totora y de diversas fibras sureñas cuyo nombre desconozco, pero puedo distinguir a simple vista, que por lo demás, nunca es “simple”. Cuando me dediqué de manera sistemática a recorrer algunas partes del territorio en bicicleta –la soledad del ciclista de fondo- lamenté no saber de flora ni de pájaros. Tuve que lamentar no poder nombrar los elementos residuales del universo sonoro y visual de mi infancia, de la que podía tener unos estallidos gracias a la velocidad corporal-mecánica con que me desplazaba.  Nunca he podido sobreponerme al efecto monumental del canto de centenares de ranas reproduciendo amplificada en el paisaje la angustia fisurada de los pliegues más íntimos del cuerpo, solo comparable a la demolición de la consciencia, asociada al ruido que producen los bloques de hielo de un ventisquero al momento de separarse de la masa   y desplomarse en el mar.

En relación a lo anterior, la vertiente vitalista de mi ideología-de-vida me permitió  localizar la “consciencia de si”  en la zona que recorre el esternón y hasta la boca del estómago, mientras que la base de la comunidad residía en los artificios que provenían de las artes pobres  del fuego; es decir, la cerámica negra de Quinchamalí. Así, entonces, podía inventar la historia de mi asentamiento psíquico; entre la cestería y la alfarería, como operaciones de delimitación del territorio y de su conversión en paisaje, en Concepción, entre la cultura del Andalién (maicillo) y la cultura del Bío-Bío (trumao).  

La narrativa política que permitiría enmarcar estas ensoñaciones de base estaría hilada por la pintura mural realizada en una farmacia. Francesca Lombardo me decía que la Farmacia Maluje era como  la-farmacia-de-Platón-de-los-pobres. Chiste para derridianos. Pero toda esa estantería que sostenía la clasificación de los remedios estaba montada sobre una arquitectura de las transferencias diferidas de la modernidad regional. En ese entonces, la cerámica negra y la cestería formaban parte de un sistema simbólico completo, que (se) clausura con la arquitectura del sur, cumpliendo un ciclo que solo es posible en el Estado anterior.

La paradoja inevitable es que el Estado de la post-dictadura sanciona la continuidad del derrumbe de la comunidad deseada. La arquitectura como derecho humano dejó de estar en las preocupaciones de los proyectos conmemorativos del Bicentenario, porque se produjo a consciencia la sustitución de lo real por una escenografía. Al fin y al cabo, el derrumbe de un modelo industrial vinculado a la epopeya de la arquitectura metálica dio paso a una representación compensatoria  de la cultura, inaugurando una nueva fase en la ornamentalidad de la política, acarreando consigo la banalización de la patrimonialidad.

Alguien tuvo –durante la era laguista- la idea de convertir todos los galpones asociados a estaciones rurales desafectadas en centros culturales. Sin embargo, eso suponía poner en valor la derrota de una imagen-de-país, que ya había sido advertida en el modelo simbólico implícito ya inscrito en la novela de José Donoso, “El lugar sin limites” (1966). De este modo fue posible sellar mediante la cultura lo que la dictadura no había podido lograr. Es decir, disolver la “punta de rieles” que había sostenido la unidad oligarca de la Nación. Siendo ésta, una nueva paradoja historiográfica, en que una estación de trenes debía ser reconvertida en sala de espectáculo plebeyo para sancionar el derrumbe de un imaginario social.
Desde aquí emerge una proposición sobre la combinación entre acontecimiento singular y estructura de larga duración; a saber, de cómo una oligarquía mandata a la fuerza armada para resolver su crisis interna, haciendo pagar el costo a los sub-alternos. Sin embargo, los agentes de la fuerza cometieron el error estratégico de no entender a tiempo que solo fueron requeridos para ejercer tareas policiales de rigor.  

Reordenada la escena quedaba recomponer el cuerpo dislocado de la Nación, mediante la sobre-patrimonialización de lo que estuvo en peligro de perder(se) a manos del fantasma del socialismo. No es necesario abundar en detalles. La historia ya estaba escrita. Los vencidos aparentes negociaron la infraestructura en provecho de un emprendimiento simbólico supraestructural que los convirtió en vencedores jurídico-políticos, especializados en temas de memoria y de inclusión. Emergió, entonces, un auspicioso mercado de fetiches que prontamente ocuparon el interiorismo chileno como espacio sintomático del pacto etnográfico sobre el que se sustenta la industria del lujo.

Para el manejo masivo del ocio, en cambio, el cierre del ciclo carbonífero debía quedar sancionado por la conversión de un pique en emprendimiento de turismo local, montando sobre un guión disney-gráfico del relato de Baldomero Lillo. Mientras, al borde del río Imperial un parque de locomóviles debía ser puesto en exhibición para celebrar una modernidad agraria fallida, sin olvidar que la “civilización” del sur del país se realiza gracias a la puesta en funcionamiento del complejo tecnológico de la cocina-de-hierro, que permite inventar un modelo hogareño sobre cuya humanidad se forjarán, tanto prácticas de inclusión como de exclusión social y política que definirán las formas de tenencia y propiedad de la tierra a todo lo largo del siglo XX.



martes, 18 de septiembre de 2018

EL GIRO ETNOGRÁFICO EN LAS ESCENAS LOCALES




Discutiendo con mi amigo Edgardo Neira sobre los giros etnográficos entendidos como estrategia contemporánea del dandismo teórico, me di cuenta que hay textos que se leen con extremo retraso, y que terminar por retrasar –valga la redundancia- el pensamiento sobre las escenas locales de arte contemporáneo.

El tema es sobre el retraso de lecturas ya diferidas. Es extraño que todavía, en este sentido, los “nuevos medios” no sean un atributo penquista. Lo que hemos observado es que la “balmacedización” del arte local ha favorecido la proliferación de experiencias de arte relacional de segunda categoría. Nada de esto muy grave. En verdad, lo que se puede lamentar  es que las experiencias de arte local no tengan inscripción alguna en la región metropolitana del arte. El programa “Traslados”, del Ministerio de las Culturas, parece ser la única “instancia” de reconocimiento. Lo cual está perfecto. Pero las experiencias de autonomía local no son decisivas. Menos todavía, en lo que se refiere a la práctica de la pintura y del grabado.  

Detengámonos un momento en esto. Hace años participé en un programa de clínicas. De ahí salió una respuesta que se manifestó en la edición de ANIMITA. Pero un grupo de teóricos jóvenes replicó editando PLUS. Pero nunca dijeron que era la respuesta local resentida a lo que planteamos con una revista local que se llamó OVERLOCK. Todo bien. Saludamos la aparición de PLUS. Pero siempre tuvo un tono de resentimiento forzado, anhelando ser reconocidos por otros que los vieran en Santiago haciendo su “trabajo sucio”. Revista PLUS pudo contribuir al fortalecimiento de a escena local, pero el resentimiento sin objetivo los desarmó y les hizo perder todo rumbo analítico. ¿Qué es de PLUS hoy día? Hasta hicieron giras de venta y presentación en la Argentina, que saludamos con una generosidad que bordeaba la tontera. Porque al final, terminan como todos. Agobiados por su propia ansiedad.

Fíjense en lo que le pasó a GRISALLA. Fue el ejemplo más vergonzoso de arribismo y de provincianismo que pudo ocurrir.  Analicen ese fenómeno. Es irrepetible. En ese sentido, ANIMITA fue un acierto en toda la línea porque concibió el soporte editorial en soporte propio de trabajo. Pero al final, todos los artistas quieren colgar en un muro. Es inevitable. Porque hasta l@s nuev@s etnógraf@s terminan tomando buenas fotos de sus instalaciones para poder reproducirlas y colgarlas en un formato adecuado, convenientemente firmadas. Cuando no, son objeto de ensayos visuales en los nuevos soportes digitales, con cien ejemplares impresos en papel (Risas).

¿Entonces? ¿Hablemos de pintura? ¿Y por qué no, de la escena del grabado penquista? Al final, es lo que permanece. Total, nada de lo que se haga hoy día va a superar el “envolvimiento” de la Casa del Arte, durante una toma de estudiantes. ¿No se acuerdan? Ese fue el “trabajo etnográfico” que marcó el límite de lo posible. Esto significa que el estudiante-artista se puso en cuestión respecto de la validez de su propio estatuto, como estudiante, y como artista. Pero ya pasó la vieja. Es preciso regresar al estudio y a las cuestiones básicas. O sea, al trazo y a la incisión. Y a leer, sobre el trazo y la incisión. Leer y subrayar con lápiz grafito B4. Aunque es posible, también, con lápiz rojo-azul. Con rojo, los conceptos estratégicos; con azul, los conceptos prácticos.

Hace unos años Moira Délano me invitó a un encuentro donde se habló de “estética de secano costero”. Era para distinguirla de la “estética del borde costero”, ligada a la pequeña epistemología material de la navegación de orilla. ¡Pero eso es pura etnografía!

Hoy día, con Edgardo Neira estamos elaborando una epistemología etnografizada por los cursos de agua. De este modo, distinguimos entre “pintura de maicillo” y “pintura de trumao”. Por cierto, la gran diferencia es que los de GRISALLA siguieron la enseñanza de Iván Contreras.  En cambio, el Almendra aprendió a “mentir” en las clases de Edgardo Neira y salió con esa increíble exposición de apariencia conceptual, pero que no era más que  una extensión objetual de sus fotonovelas, firmadas bajo el pseudónimo de Huachistáculo.

Bien. La primera pintura a la que hago referencia es de “aguas claras”, porque remite al imaginario del Andalién (Las Trinitarias), filtrado por la materialidad bachelardiana del maicillo. La segunda pintura, en cambio, está vinculada al Bío-Bío y a sus ensoñaciones poéticas ligadas a la ceniza volcánica; pero sobre todo, a la inquietante referencia a los “cueros”.

El imaginario de la pintura penquista está determinado por esta relación a las aguas. Por algo existe Agüita de la Perdiz. Y por algo están los ojos de agua que tanto fascinaban a Gracia Barrios. Ella es una gran pintora de las aguas. Pero de los arroyos y de las acequias de fondo de patio. Una vez me contó que de niña le encantaba poner los pies en las posas  estancadas donde las colonias de guarisapos hacían subir un poco la temperatura de las aguas porque era como chapotear sobre una sustancia vital. En cambio, nosotros teníamos prohibido siquiera poner los pies en el borde el Bío-Bío, porque podíamos entrar en las arenas movedizas y ser absorbidos por esta amenaza ancestral.

Una vez, frente a Chiguayante, un carretelero ingresó con carretón y caballo para lavar su vehículo y refrescar al animal. Las arenas que bajaban desde el alto de la cordillera se iban depositando y formando una barra que se apegaba ominosa a las orillas. La carretela se hundió con caballo y todo, sin que el hombre pudiera alcanzar a liberarlo de los arreos. Alguna gente que estaba en la orilla tuvo que golpear al hombre para separarlo del cuello de su caballo que se hundía. Lo llevaron a la orilla y lo cuidaron porque lloraba como un niño. Esta es la base de la “pintura de trumao”; es decir, un hundimiento de los cuerpos y de las cosas.

En cambio, en Las Trinitarias, cuando metíamos los pies en el agua, nunca dejábamos de percibirlos, pero refractados. Esa sería nuestra primera lección de óptica física.  Recordé este placer de infancia, de mirarse el pie sumergido en el agua, cuando leí la “Dióptrica” de Descartes, cuando se lamenta que el anteojo alargavista no fuera el fruto del trabajo de los matemáticos, sino de unos artesanos dirigidos por Galileo, que fabricaron el aparato.