Algunos artistas se han molestado por la frase con que he concluido
la columna del 22 de febrero (Farriol/Cabezas: Unidos en la Gloria y en la
Muerte): “El problema es que hoy, el arte chileno no produce obra alguna
desde la cual se pueda sostener un debate político e historiográfico de
consistencia”. Y tienen toda la razón de
molestarse; pero no conmigo, sino con si mismos. Padeciendo los efectos programáticos del arte de formularios, han terminado por
subordinarse a la corrección de un mainstream
de segunda clase, en el cual la tónica es simplemente no jugarse por nada,
porque hasta la crítica política ha sido convertida en un pasaporte de
banalidades ilustrativas en el marco de un humanismo de retaguardia.
No me
hagan responsable del alcance y dimensión de la subordinación simbólica y formal que han
construido diligentemente en las últimas dos décadas. Mi propósito es determinar cómo funciona el
sistema local y de qué manera su funcionamiento es deficitario, buscando entender de qué manera los agentes
del sistema se impiden a si mismos el
cumplimiento de las funciones que les cabría satisfacer.
En el
2008, junto a Pabla Ugarte, escribimos Estudio sobre el sector de las Artes Visuales: Oferta y Potencialidad Exportadora. El tema-excusa
para iniciar el estudio fue el de la exportabilidad.
En estos casi diez años, los términos del
problema siguen siendo los mismos. No solo no hay obras significativas, sino
que el modelo de negocios del galerismo chileno no ha logrado
constituirse. Se entenderá que no solo
se trata de disponer de los flujos de inversión para montar operaciones
combinadas, sino de criterios de lectura de la coyuntura internacional.
En esta última década se han
fortalecido algunas iniciativas, en el terreno del coleccionismo privado. El efecto inmediato ha significado que obras
claves del arte chileno de los años 80 hayan sido adquiridas por importantes
instituciones museales europeas. Ese ha
sido producto del esfuerzo directo de
coleccionistas y galeristas, que
supieron leer unas solicitudes
institucionales acerca de un momento
decisivo -1975 a 1983- en que un
conjunto de obras no solo no había adquirido en el 2013 un precio
determinado como emblemas de un “arte político”, sino que apenas eran reconocidas
de manera suficiente en proyectos de
escritura y de producción de archivo.
La exportabilidad ha significado,
entonces, la colocación de estas obras históricamente determinadas, producidas
entre 1976 y 1983, principalmente, en
colecciones eminentes. Sin embargo, la colocación de obras de los
años 60´s ha sido mas problemática.
Habrá que estudiar por qué. Tenemos algunas hipótesis. Se trata de
modelos diferenciados de coleccionismo y
de intervención en “lo público”.
También existe la noción de “necesidad histórica”. No existe necesidad
de los 60´s. Pese a los esfuerzos de un
cierto galerismo, en los años noventa.
La enseñanza es que el galerismo solo no basta para legitimar. La cuestión discursiva, aquí, es clave. La
construcción de la atención crítica todavía no ha determinado la necesidad del
arte de los 70´s. Todavía no ha sido resuelto el destino del
Mito del Arte durante la UP. De modo
que el arte de la transferencia 60-70 no
ha cuajado, pese a los esfuerzos de
algunos críticos por convertir en tesis doctorales de universidades españolas
las operaciones de manipulación, a veces groseras, sobre precursividades autorales a la medida.
De todo lo anterior se debe entender
que el material exportable ha sido, más
que nada, discursivo. Las obras ya están
agotadas. Es decir, que la cantidad de obras de ese momento crucial, de entre
1975 y 1983, es relativamente limitada. El
mercado se ha movido y la colocabilidad
de dichas obras en instituciones museales europeas ha sido un logro del
coleccionismo y del galerismo de “intereses especiales”. No ha habido ninguna “política de Estado” al
respecto. Eso indica cual es el “estado” de la política en lo que artes
visuales se refiere. Esto no tiene nada que ver con cultura. Esto es arte,
mercado, colocación, interés privado, inflación discursiva, etc.
Porque analicé la coyuntura en el 2008
es que pude determinar en el 2009 mi preferencia por la presencia oficial de Iván Navarro en la Bienal de Venecia, por efecto de dos cosas que tuvieron un valor
clave. Primero, el disponer de un pabellón nacional; segundo, de armar una
alianza entre Estado y galerismo internacional, en provecho de un artista
emergente ya consolidado, que permitía proyectar hacia un mediano plazo la
noción de exportabilidad potencial del arte chileno. No hubo galerismo nacional dispuesto a
sostener una inversión de esta envergadura.
Inversión económica e inversión simbólica, por cierto, en una dimensión
no conocida hasta entonces por la colocabilidad
de esta escena.
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