jueves, 25 de enero de 2018

UNA VIEJA HIPÓTESIS



Revisando mi cuenta de twitter del jueves 25 de enero, a las 17 hrs (más o menos), me encontré con uno que recibí y que decidí no dejar pasar. Es decir, hace tiempo que debí haber abordado el problema en cuestión y  siempre había un motivo para postergar la tarea.  Sin embargo, ahora, el debate en torno a la pintura histórica está más candente que nunca después del traspié de Sebastián Piñera frente a la pintura de Pedro Subercaseaux, “El cruce de los Andes por Almagro”. De este modo, se me hace un deber  recuperar la hipótesis formulada ya hace más de treinta años, que ya ha hecho su camino –para desgracia de Diego Parra y Luis Alarcón-, según la cual la pintura  chilena no ha hecho más que ilustrar el discurso de la historia,  para poder referir este incidente a la deuda que no pocas curatorías –de este tiempo- tienen respecto de “Historias de transferencia y densidad”, realizada en octubre del 2000, en la que incluí una pintura de Mulato Gil en la zona destinada a la pintura chilena contemporánea de ese entonces, para distinguirla de lo contemporáneo de hoy, que es menos contemporáneo de lo que presenté en el 2000, acusando una retroversión metodológica de envergadura en el tedioso trabajo de revisión policíaca de antecedentes. 

La decisión curatorial apuntaba a reducir el efecto reconstructivo del discursillo (oficial) respecto de los compromisos éticos que involucraba la reivindicación de la pose, en una pintura del Mulato, especialmente escogida para hacer frente a la  declinación de la filiación.   Por cierto, la pose de un padre y un hijo en un cuadro del Mulato reproducía el efecto de dos situaciones próximas a la decisión de incluirlo en la exposición, de la que  de Nordenflycht y Madrid se lavarían rápidamente las manos para que no los confundieran con la sombra acarreada de mi silueta.  



La segunda proximidad  comprometida en esta operación fue la aprobación en el parlamento de la nueva ley de filiación.  Y había una tercera, que consistía en la edición, en ese momento, de un libro de Julio Retamal sobre la genealogía de las “primeras familias” chilenas.  De modo que al recibir el twit, esta tarde, no dejé de asociarlo a este debate por las paternidades perturbadas y perturbadoras del arte chileno, de las que nadie quiere hablar en la historia de sus modificaciones. Al final, cansado de que se omitan algunas de mis contribuciones, no me queda otra alternativa que  practicare la  falta de pudor discursivo que consiste en reconstruir las propias fases del trabajo (largo) de uno. 

No es mi responsabilidad que  después Castillo haya banalizado el procedimiento, inaugurando una época de “castigo encubierto” de la colección del MNBA, que luego hizo pasar por “crítica institucional”.

El twit de hoy, sin embargo, me provocó un sentimiento  de gratitud  reversible que re/instaló en mí,  el deseo de no dejar pasar esta  escansión de/flacionada. La pintura de Pedro Lira, “Fundación de Santiago” (1888), y la obra de  Bernardo Oyarzún, “Bajo sospecha” (1998), disponibles una junto/frente a la otra en el comienzo del recorrido curatorial, marcan el límite de la interpretación bacheletista –por la incursión inclusivamente insubordinante de los referentes- de la historia del arte. La discriminación originaria sobre la que se funda la ciudad termina siendo una operación que encubre las apariencias de los bienes comunes puestos en juego, haciendo manifiesta la abismal separación de los bienes para celebrar  los cuarenta años de la reforma agraria.  Lo curioso es que la representación de los retratos de Oyarzún lo convierten en los extra-muros de la propia socialidad que lo condena a ser reconocido como excepción, mediante una operación museal que se ajusta para ser reconocida como una operación  simbólicamente anti-oligárquica.

Sin embargo, lo que sorprende en el twit institucional del MNB es la pregunta: “¿Qué nos une y qué nos separa cuando hacemos consciente el sentido de comunidad?”.   La frase que importa viene después, cuando nos enteramos que  el montaje tiene como objetivo preciso “visibilizar las personas ajenas a la escena pública”. 

La mención a la reforma agraria precede el sentido de comunidad hecho consciente mediante la versión  socialcristiana del desarrollismo como política de manejo de poblaciones vulnerables.  La curadora, Paula Honorato, deja entrever la necesidad  que tiene del uso anacrónico  de la pintura de Pedro Lira,   para  legitimar  por exclusión  las raíces de la separación  estructural  de la imagen, en la lucha por apropiación de los cuerpos.  Por eso la palabra “visibilizar” está puesta para hacer accesible la Otredad representacional, que ha estado excluida de la propia representación, en la historia de la pintura. Pero omite la percepción intermedia, que consiste en que para llegar a Oyarzún,  desde Lira, ni siquiera hay que pasar por el Dittborn de “delachilenapintura, historia” (1976) , sino tan solo por Bertillón y la fotografía judicial.



Al respecto, reivindico mi propia decisión de octubre del 2000, porque al exhibir la pintura del Mulato “como (si fuera una) pintura contemporánea”,  la sospecha estaba inscrita en el cuadro bajo la forma de un mono con navaja, con lo cual declaro que dicha pintura sigue siendo “el estadio del espejo” de la pintura chilena, considerada como operación referida a la  condiciones  imaginarias de su propia representación.  Eso es lo que la hace “contemporánea”, ya que la amenaza de corte se reproduce en el acto fotográfico que hace de la señalética un programa de clasificación de la diferencia.



miércoles, 24 de enero de 2018

VIOLETA PARRA EN CONCEPCIÓN: 1957 – 1960 (3).


El problema que se plantea cuando debe uno presentar un libro que importa es la dificultad de ajustarse al tiempo de la ceremonia. La redacción de estas observaciones  se propone, como lo he sostenido en otro lugar, anticipar por la lectura el efecto de su recepción inmediata. Aún cuando el público no alcance a leer esta columna antes del evento, ya sabrá que cuenta con un dispositivo de expansión sobre  el tema que motivó su asistencia.

Todo esto, porque nunca habrá tiempo para decir lo que me propongo. Es decir, nunca habrá, ni tiempo ni lugar  para el “todo decir”.  Al menos, solo puedo comprometer una hipótesis acerca de cómo fue hecho este libro. Partiendo por reconocer una especie de “gravedad”: el libro proporciona las pruebas de algo que ya  conocíamos  como un “mito doméstico”. Por algo, en la última columna cité un fragmento en que Fernando Venegas hace alusión a los propósitos de la madre de Edgardo Neira sobre el Sputnick.  Confieso que la mención a sus palabras apuntaban a valorizar de manera invertida el racionalismo modernista universitario. Lo que no es efectivo, porque el ruralismo de la madre de Edgardo abre el cauce al arribo de una voz que se escurre desde el Andalién y se escabulle hacia la cuenca  sobre la que se erige peligrosamente la ciudad, mitigando el asedio fantasmático de los “ojos de agua”. 

Seguiré por esa vía. Este libro es un ensayo sobre la principal herramienta  de  “construcción de visibilidad social” de la rectoría de Stitchkin; el Departamento de Extensión. Hasta ahora habíamos tenido ensayos acerca del teatro y la institucionalización de la música, en esa misma coyuntura. Faltaba un estudio que cruzara informaciones  entre a lo menos tres escenas, que se encaramaban formalmente; a saber, la narrativa y la poesía, la cultura popular y las artes plásticas.

Fernando Venegas declara el objetivo general del libro como si tuviera que justificar ante el CNCA que se trata, de verdad, de una investigación de historia cultural, que debe poner en evidencia también unos objetivos específicos destinados a precisar algunos puntos que parecen obvios, pero que “obviamente” no lo son. En particular, había que establecer cuáles fueron las razones que llevaron a Violeta Parra a trabajar en Concepción y cuáles fueron las tareas que la universidad le encomendó. Y lo que sabemos, al final, es que siempre las decisiones se van anudando a partir de indicios que conectan acciones potenciales que sostienen otras decisiones, que tienen efectos en un plazo más largo, bajo ciertas condiciones institucionales.

Una de esa condiciones resulta ser la “principal anomalía” del Departamento de Extensión; es decir, una unidad universitaria que debe responder a un ideal de rigor académico acreditado, pero que posee la visión y la flexibilidad para acoger iniciativas que no son académicas, en el sentido estricto, pero que consolidan la idea que la propia universidad tiene de su compromiso con la invención de identidad regional. En ese sentido, la verticalidad de la relación universitaria que recupera y ordena la acción de Violeta Parra debe enfrentar siempre un principio interno de disolución (desborde creativo),   porque la propia acción es de tal naturaleza compleja que conecta distintos estratos de saber, dando cuenta de unas transferencias que el aparato académico no está en condiciones de acoger.

Y lo que hace Fernando Venegas es exponer los contextos que se encajan como una “muñeca rusa”. Primero, contexto internacional: guerra fría. Segundo, contexto nacional: presidencia de Ibáñez (1952-1958). Tercero, contexto local: universidad.

Pero hay elementos que hacen que la relación entre estos contextos sea permeable, desmontando la eficacia inicial de la “muñeca rusa”. En medio de la guerra fría está la revolución cubana, que produce un enorme remezón en la escena intelectual penquista. El ingreso de Fidel a La Habana, en enero de 1959 es seguido con interés por los miembros que forman parte de la sociabilidad de Violeta Parra y la noticia es compartida por vía telefónica, como si fuera un asunto privado. La gran historia entraba al living de la casa. De manera análoga a cómo está representado Openheimer en el mural de Julio Escámez en la Farmacia Maluje.  

Mi propia madre recibió la llamada de una de sus amigas, probablemente Betty Fishman, que le anunciaba la noticia.  Era efectivo: Fidel había entrado a La Habana.  Esa noche hubo una fiesta.  A ella asistiría la misma gente que participaba de las reuniones semi-abiertas que tenían lugar en la casona de Caupolicán Nº 7 y que eran animadas por Violeta Parra.

Sin embargo, esto no tiene nada de anecdótico. He sostenido la hipótesis de que en Concepción hay escena, porque existe una articulación simbólica entre clase política, prensa local y universidad, que sostiene el imaginario local.  

Por clase política entiendo, más que nada, una relación entre partido y movimiento social, teniendo como telón de fondo la crisis de la salud pública, la crisis habitacional, la crisis del carbón y la ruralidad de la pre-reforma agraria. Pero sobre todo, está la campaña de Allende de 1958. 

Por prensa local hay que considerar el peso que tiene la abundante cobertura que adquiere la actividad de Violeta Parra en la ciudad, que es seguida con interés. En este sentido,  la prensa es “conducida” por las exigencias que le plantea el propio Departamento de Extensión, conducido por doña María Molina y Gonzalo Rojas. 

Por universidad es preciso mencionar el cuadro institucional fallido que pone en función, para acoger una acción que se le escapa de las manos. El trabajo de Violeta Parra es muchísimo más complejo,  más que nada por las implicancias relacionales y por las exigencias metodológicas que plantea en esa coyuntura.

Señalo el hecho de que en 1958 la universidad sostiene, auspicia, patrocina, una escuela de arte. Pero no es una escuela de arte universitaria en términos formales, si bien tiene un director.  La escuela de arte será fundada en 1971-1972, por un grupo de artistas que se desmarcan de quienes habían sido los principales referentes de la Sociedad de Bellas Artes de 1957.  A lo que se agrega el hecho de que en 1963 es inaugurada la Casa del Arte, que es un proyecto sobre el que se habla muy poco.

Entonces, hacer un libro sobre Violeta Parra no es sólo poner en evidencia una especie de anomalía institucional que tuvo efectos positivos,  sino demostrar que la universidad no fue capaz de cumplir con sus propios compromisos imaginados. Y en eso Fernando Venegas entrega pruebas muy precisas. A Violeta Parra la universidad le encarga oficiosamente  la formación de un Museo de Arte Folklórico,  cuando al mismo tiempo  sostiene  el deseo de disponer de un   Museo Folklórico Americano. Esta situación, sin embargo, no es aclarada.  

Justamente, el capítulo destinado a la sociabilidad penquista, señala la importancia que tiene esta riqueza institucional autónoma que se sostiene gracias a una multiplicidad de redes de conocimiento para cuyo reconocimiento y  formalización la universidad carece de los medios adecuados.  Es muy probable que en ese momento el énfasis haya estado en el desarrollo del teatro, más que en el cultivo de la música folklórica, cuyo valor fue “colocado” por la insistencia de Violeta Parra,  favorecida por un momento ascendente en su recepción local, en el sentido que la universidad no le encomendó ninguna tarea, sino que habría sido la propia artista la que con la densidad de su trabajo y su insistencia, instaló el canto popular como problema y obligó a una estructura universitaria no preparada, a asumir una responsabilidad determinada. 

Dicho compromiso temporal fue decisivo para que Violeta Parra desarrollara   el trabajo recopilatorio,  que sería la base de su trabajo de creación.  Con lo cual, reproduzco la hipótesis que atraviesa el libro de Fernando Venegas, según la cual no es posible distinguir tajantemente una fase de recopilación de otra fase posterior de creación, sino que la recopilación, al  modo como lo hace Violeta Parra es desde ya en su origen un acto de creación.  Porque al recoger las palabras  de otras cantoras se pone en situación de acoger una voz reticente, poniendo el escena la afección de su corporalidad. No por casualidad abundan los testimonios en los que Violeta Parra elabora un protocolo de respeto, un ceremonial de la transferencia, que determina  no solo una ética de la transcripción sino una estética de la inscripción propia.
 



sábado, 20 de enero de 2018

VIOLETA PARRA EN CONCEPCIÓN: 1957 – 1960 (2).



Hay libros que son importantes por lo que dicen de manera indirecta en algunas zonas subordinadas del texto. El estudio de los contextos no se refiere a consideraciones generales de “sociología de bolsillo” para enmarcar una singularidad, sino a los estratos diferenciados de problemas que concurren en la configuración de una escena, en un momento determinado de una formación.  A eso se refiere Fernando Venegas cuando escribe la palabra “descampesinación” en la página 213 y con ello  sostiene que la cultura  campesina no está constreñida al ámbito rural, sino que fluye desde hace tiempo desde lo rural a lo urbano y viceversa.  Por eso afirma que “Violeta se desenvuelve en una sociedad urbana que es  animada por campesinos” (pág. 346).

Lo señalado con anterioridad  va a permitir que la música de raíz campesina se instale en los espacios públicos de la ciudad, en los mismos medios en que se difundieron después  las canciones de la “nueva ola”.  Tanto Violeta Parra como Margot Loyola llevaron el canto popular a la radio.  Este acontecimiento no es menor.  Violeta Parra recorre los campos con su grabadora de cinta a cuestas. Graba para el sello Odeón. Interviene a menudo en programas radiales. Es así como Fernando Venegas transcribe parte de la conversación que sostienen  en 1960 Violeta Parra y Mario Céspedes, director de la radio de la Universidad de Concepción. 

En esta conversación queda claro el “tránsito” de la recopiladora/investigadora a la poeta universal que emplea las mismas armas métricas que el “canto a lo divino y a lo humano”. Pero hace avanzar, en términos formales, algunas cosas.  Cuando compone “El gavilán”, estamos ante una obra consolidada que tiene un propósito deconstructivo que altera el orden de las sílabas; es decir, desde ya “insubordina” los signos en el terreno propio de la materialidad de la lengua.  Lo cierto, es que la obra consolidada “ya estaba”.

Sin embargo, hay varios otros momentos  de este libro,  en que hay menciones que a simple vista  ilustran de manera secundaria una situación relevante.  Es el caso, cuando  aparece  escrito el nombre de “Maco” Gutiérrez.   Esta sola referencia conduce a reconstruir una trama que pone de relieve el valor de la contextualización que Fernando Venegas  aborda en los primeros capítulos, previos al uso del concepto de “sociabilidad penquista”. 

Consuelo Saavedra, entrevistada por Fernando Venegas, señala que Jorge Sanjinés estaba en Concepción en esa fecha y que se encontraban con “Maco” Gutiérrez. Ambos eran bolivianos. Sanjinés hará, diez años después, “Yawar Malku”. Pero en 1957, “Maco” fue el arquitecto que proyectó, junto a Betty Fishman, su mujer, el edificio en el que se localizaría luego el mural de Julio Escámez, en la Farmacia Maluje. Pero además, aparece él mismo retratado en el mural, dando la espalda,  en instancia de recibir la vacuna.  Hay que pensar en por qué Escámez lo pinta de ese modo.  Era amigo de Violeta Parra. Aparece, también, en los créditos del documental “Trilla”, de Sergio Bravo, realizado en 1959, con música original de Violeta Parra.

“Maco” Gutiérrez deja Concepción en 1960 y se dirige con su familia a Cuba, donde vive una década entera, hasta que regresa a Chile en 1969. Lo encontraremos, luego, dando clases en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de San Andrés, en La Paz. Participó activamente en la reforma universitaria y fue perseguido después del golpe de Estado de Hugo Banzer. El mayo de 1972 falleció en un enfrentamiento con fuerzas del ejército, en un intento por cruzar la frontera con Chile.  Habría sido delatado. Lo esperaban.  En otra versión, nunca pudo salir de La Paz. El hecho es que lo esperábamos.  Lo esperábamos, y nunca cruzó la frontera.   Pero ese fue el hombre que construyó el escenario móvil que acogió en 1957 a Violeta Parra en sus diversas intervenciones en la ciudad[1].  Como diría Consuelo Saavedra en su entrevista,  al lugar donde funcionaba la Escuela de Bellas Artes, el Museo de Arte Folklórico, y donde residía la propia Violeta Parra, “también afluía la gente ligada a la arquitectura” (pág, 271).

No se ha hablado suficiente del rol de los arquitectos en la construcción de la cultura chilena contemporánea.  Eran personas de amplia cultura, políticamente  apasionados, literariamente muy consistentes, y sobre todo, cosmopolitas.  Reivindicaban, todos ellos, la filiación de Ventura Galván.   Ellos fueron un crisol para acoger de manera oficiosa y no menos formal,  la actividad de Violeta Parra, porque  habían  desarrollado un interés  “edificatorio” por las  artes populares.  Es decir, formaban parte significativa  de la “sociabilidad penquista”, en esa coyuntura.  Sostengo, por  mi parte, que fueron los arquitectos los que proporcionaron la cobertura simbólica sobre la pudo desarrollarse el efecto de la extensión universitaria.  Pero lo dejo para una discusión posterior.

Hay un tercer aspecto que Fernando Venegas aborda en su libro.  Lo que hace es  elaborar una hipótesis sobre la pregnancia institucional de la universidad en la construcción de la ciudad.  Eso significa  concebir a la universidad como el modelo de un racionalismo modernizante portado por las ciencias y  las humanidades y que a través de su concepto de “extensión universitaria” se propone redefinir las relaciones entre universidad y sociedad.  

Estamos en 1957 y tiene lugar el lanzamiento del Sputnick. En la carrera espacial es una ventaja del campo soviético que es muy bien recibida en el ambiente de izquierda formado por quienes llevan a cabo la “política de extensión”.  De hecho, Fernando Venegas encontró  una fotografía publicada en el diario “El Sur” de Concepción, en que aparece Nicanor Parra dictando una conferencia sobre la “teoría de los satélites”. 

En Concepción todo el “mundo moderno”  seguía las informaciones sobre los satélites y el Sputnick. Sin embargo,  había gente que mantenía fuertes vínculos con una sociedad rural que estaba francamente asustada. “La madre de Edgardo Neira –artista,  discípulo de Balmes, amigo mío- por ejemplo, a propósito de los satélites artificiales, juzgaba que no era correcto que los seres humanos pusieran otra estrella en el cielo, eso solo lo podía hacer Dios” (pág. 32).



[1] concehistorico.blogspot.com/2014/12/maco.html




viernes, 19 de enero de 2018

VIOLETA PARRA EN CONCEPCIÓN: 1957-1960.

El libro de Fernando Venegas, “Violeta Parra en Concepción y la frontera del Biobío: 1957 – 1960” recientemente publicado por la Universidad de Concepción con el apoyo del CNCA viene a demoler dos prejuicios santiaguinos. El primero, según el cual los historiadores del arte  serían quienes habrían recuperado las crónicas periodísticas  como fuentes para la historia; el segundo, que reducía la existencia de “arte y política” a un género, poco menos que inventado en los años ochenta, para dar cuenta de la preeminencia de un grupo de obras plásticas en la escena artística, y que tendrían por efecto la supuesta renovación de prácticas que se han dado en llamar “insubordinadas”.  En verdad, ya me he referido a la base argumental y a la trama política bajo las cuáles estos prejuicios se han instalado en la “joven crítica” santiaguina, desconociendo la especificidad de contextos y declarando una primacía metodológica que encubre, si no, algún tipo de ignorancia, al menos una evidente “mala fe” analítica.

Sin embargo, los prejuicios mencionados solo circulan en el reducido coto privado de caza en que se ha convertido el comentario académico de  la glosa. Lo que este libro viene a consolidar es el esfuerzo de las escrituras  que  trabajan sobre las condiciones locales de escritura, no solo de la historia social, sino de la literatura y  de las instituciones de reproducción del saber.  En este sentido, Violeta Parra sería un hilo conductor para el estudio de los efectos que tuvo en la organización de la cultura chilena contemporánea la “política cultural” llevada a cabo por la rectoría de David Stitchkin en la Universidad de Concepción, justamente, en la coyuntura de 1957-1960.  Hilo conductor que sería un síntoma indicativo de la singularidad de un formato de intervención institucional, como las Escuelas de Temporada, en el seno de un gran aparato de Extensión Universitaria.  Pero todo esto  solo permite el acceso a un contexto complejo, en el seno del cual, el arribo de Violeta Parra constituye un momento de relevancia mayor que sobrepasa el rol atribuido, obligando a Fernando Venegas a abordar  la reconstrucción del diagrama de trabajo de la artista.




Cuando se dice que un investigador se ve obligado a enfrentar un problema, se omite los antecedentes por los cuáles el problema se constituye. Obligación que responde, en suma, a los obstáculos que la propia historia local plantea, como es el caso de la posición de la cultura popular en la mencionada coyuntura y del creciente proceso  de “descampesinación”  en la región, que “no va a significar necesariamente la pérdida de esa cultura campesina”  (Venegas, 213) en cuyo rescate y conservación Violeta Parra jugará un rol determinante. Justamente, ese era el temor que la asolaba: la pérdida de un canto.  ¿Y cómo va a enfrentar ese desafío?  Recuperando la palabra y el canto en el momento de su mayor amenaza. Ya con solo eso, Violeta Parra ocupa un lugar en lo que hoy día podríamos denominar “historia patrimonial” chilena.  

El gran aporte de este libro reside en el hecho de contextualizar la fase de creación poética propiamente tal, que proviene del profundo conocimiento que la artista adquiere de las formas tradicionales del folklore y de los sedimentos de la cultura campesina que proviene de la labor misional tanto franciscana como jesuita,  forjados desde fines del siglo XVIII.   Pero además, en el método, realizado como corresponde, tanto en el trabajo de archivo de la prensa local como de las entrevistas a personalidades relevantes y su puesta en perspectiva, proporciona elementos de gran riqueza para realizar el análisis de contexto.

En algún momento he sostenido que solo hay escena local cuando se articulan tres elementos: universidad local,  clase política local y crítica local. Lo local pasa a ser una construcción analítica que proviene de la articulación de estas tres instancias de producción de subjetividad. 


Cuando me refiero a la existencia de una crítica local me refiero a la existencia de una producción específica de comentario, de la que Violeta Parra será un objeto privilegiado entre la mitad del año 1957 y la primera mitad del año 1958. Existen a lo menos tres soportes de prensa en donde su palabra es difundida, transcrita y analizada:  El Sur, Crónica y La Patria, en Concepción; La Discusión, en Chillán.  En este terreno, Fernando Venegas logra trabajar una discursividad a la que le saca un gran partido analítico, a partir del empleo del concepto de sociabilidad, que le permite dar cuenta de las operaciones efectivas que tienen lugar en un espacio social determinado y que da cuenta de la filigrana  formal y profesional en que tiene lugar  la actividad de Violeta Parra, en el Concepción de 1957 a 1960.