(Tercer comentario a la
columna que escribió Ignacio Szmulewicz sobre el libro de Waldemar Sommer, en “La
Panera” de diciembre del 2017).
Hasta aquí, los prolegómenos. Ahora,
ya estaría abierto el camino para hablar del libro que presenta por
primera vez al público la figura del hombre tras la firma dominical. El procedimiento es el mismo: partimos con el
libro como auto-delación y seguimos con el libro como identificación señalética de la firma, para
establecer la construcción de un culpable del crimen de “lesa escritura”. Sin embargo,
Szmulewicz comete un grave error
de método. Un error, probablemente, deseado.
Consiste en hablar de Waldemar Sommer, sin hablar de los criterios
editoriales de Cecilia Valdés Urrutia, que finalmente, es la autora de la
compilación. De modo que, lo primero que
habría que analizar es su propia toma de partida editorial. No se trata de
discutir sobre lo que dice Sommer, sino cómo
Cecilia Valdés construyó su visibilidad, desde la editorial de una
universidad, como si quisiera “dotar” al texto de la garantización académica
para un conjunto de textos no académicos. Pero eso tiene que ver con la
ideología editorial de Cecilia Valdés que atribuye algún valor a dicha
garantización y no es atribuible a
Waldemar Sommer.
Szmulewicz quiere ser sarcástico y no logra su cometido,
sobre todo cuando descalifica la primera parte del libro, acusando el alto valor que el crítico le
asigna a la tradición europea. Sommer es
reconocido culpable de revisar con enorme entusiasmo los grandes hitos de la
historia del arte. ¿A qué apunta Szmulewicz? A poder demostrar que la práctica
de escritura de Sommer estaría
determinada por una “mirada de
caballero” sobre la historia del arte. No solo eso. Necesita poder establecer
que las críticas hacia los trabajos de CADA, Leppe, Dittborn y Dávila son solo
admisibles como expresión de “un interés
inusual” de su parte.
Szmulewicz no explica por qué califica dicho interés de
inusual. ¿Por qué, en primer lugar, el
interés de Sommer por esas obras?, ¿Acaso no le correspondería referirse a
ellas, si está empeñado en renovar el léxico?, ¿Cómo habría que entender la
palabra “inusual”?
La otra sorpresa que nos tiene reservada es el uso de la
palabra “neovanguardia”. Esta palabra
recién es mencionada en el 82 en un documento publicado por CENECA y escrito
por E. Aguiló para justificar una beca temporal. Se trata de un escrito que podríamos
calificar como de una precaria “sociología
de la recepción” que intenta
acomodar al discurso culturalista de la
izquierda oneguista, las indisposiciones
que provocan unas obras de arte
que la izquierda oficial tarda en asumir. Lo curioso es que en ese mismo
momento, “El Mercurio” ya las ha reconocido y las ha integrado en una lectura
del arte mundial. De hecho, es posible
reconocer, por si Szmulewicz no lo sabía, encontrar intelectuales de derecha
no-pinochetista que reconocían perfectamente el valor de las obras de Leppe,
Dávila y Dittborn, mucho antes de que lo hicieran muchos intelectuales de izquierda. No es un misterio para nadie que el éxito del
CADA fuera avalado, primero, por “El Mercurio”. (Lo que no tiene nada de malo). Sino que
demuestra que la “inusualidad” de la atención de Sommer sobre esas obras no es
tal. Recuerdo, perfectamente, la foto en El Mercurio, del montaje de “Traspaso
cordillerano” en el MNBA, con que el CADA ganó el premio de la Colocadora
Nacional de Valores en 1982.
Pero esta columna sigue ofreciendo elementos muy fructíferos
para el análisis de los prejuicios de la crítica. Szmulewicz acusa que este libro es el reverso de una micro
historia oficial. Veamos: ¿es el reverso de “Margen & Instituciones”?, ¿Eso
es lo que está diciendo?, ¿Está sugiriendo que Balmes, Benmayor y Bororo fueron
la pintura oficial del final de la dictadura y del comienzo de la transición? Lo
cual le atribuiría a “El Mercurio” el poder de construir una continuidad en el
arte, que superaría la determinación de la periodización política. Lo que, al final, no estaría mal. La transición, en el arte, ¿habría comenzado
con el regreso de los exilados?, ¿Por qué tanto afán, entonces, para que el
PSOE financiara ChileVive, en 1987?
Sin embargo, hablar
de “El Mercurio” y de Sommer supone
tomar en cuenta las distinciones de períodos, frente a los cuáles la conducción ideológica del propio diario va
a experimentar algunos rasgos
distintivos, sobre todo
cuando Jaime Antúnez condujo
“Artes&Letras”. Es necesario que el
análisis de los criterios de selección de Cecilia Valdés sean de mayor
exigencia. Todavía no me refiero a la
textualidad de Waldemar Sommer. Esperaba
que Szmulewicz abordara la crítica al trabajo editorial de Cecilia Valdés. Pero al final, no hace ni lo uno ni lo otro,
sino todo lo contrario, para identificar
el “delito de escritura” en que incurre
el propio Waldemar Sommer.
Ahora, ¿se han preguntado ustedes por qué artistas como
Dittborn, Leppe y Dávila, dejan de ser objeto de la atención de “El Mercurio” y
en qué momento? Szmulewicz no sabe por
qué. Hay que revisar las columnas de Sommer y de otros autores, como Sonia
Quintana y la propia Cecilia Valdés Urrutia, en
“El Mercurio”, para entender de qué manera esta obras eran reconocidas,
de modo no inusual. Lo cual no dejaba de
plantear un problema. Tengo el recuerdo
de que los artistas, por expresa
voluntad, manifestaron ya tempranamente
el deseo de no ser reconocidos por Sommer, ya que sus columnas favorables
hubiesen impedido la garantización que
estos esperaban de parte de la cultura política de la oposición
democrática. Había que demostrar que las
aguas estaban absolutamente separadas.
A juicio de Szmulewicz, el gran valor de este libro, al
parecer, sería colocar en el ojo del huracán a Waldemar Sommer. Pero, ¿qué es eso?, ¿De qué
huracán habla? , ¿De su propia crítica?, ¿Es posible calificarla de crítica
huracanada? A juzgar por el carácter delacional de la crítica, el huracán
tendría que venir desde la descalificación por simple exposición. El libro lo ha identificado y de este modo
queda convertido en objeto de justicia; por no decir, de ajusticiamiento. ¿Ese es el valor del libro?, ¿Convertirse en
una excusa para la promoción de una especie de “funa” textual? Pero, con estas apreciaciones, ¿no se
fomenta un cierto tipo de
asesinato de imagen?
Pero al final de la columna,
Szmulewicz morigera sus apreciaciones y termina diciendo cosas que son de una generalidad que no corresponde a la
violencia contenida de los párrafos anteriores, ya que considera el libro
como un lugar de organización editorial tan limpio y certero como abierto
a interpretaciones. Si nos ajustamos a
las características del género, ¿no es eso
lo que se le pide a un libro de esta naturaleza? Por
último, lo que declara en el último párrafo parece indicar una tarea por
venir, ya que se presenta como una exhortación a los académicos de su sector a leer el libro tomándolo como
un todo, conectando las críticas y estudiando sus contextos, para reconstruir el
mundo que con tanto afán Sommer se preocupa de aislar del “precioso cofre de
belleza que es la obra de arte”.
¡Esto es de no creer! ¿Es un recurso de estilo para cerrar o
una ironía retorcida?
Se trataría, entonces, de reconstruir el mundo que está fuera
del universo de la crítica. Esta es una solicitud que podríamos hacer extensiva
a quienes comparten con Szmulewicz la doble-página de Guía de Exposiciones,
porque lo que hacen es aislar al mundo,
de la obra. De tal manera, la de
Sommer no sería una prosa del mundo, sino una prosa del arte separada del
mundo, porque nunca abandonaría la prosa
que le asigna un alto valor a la tradición europea. Aún así, resulta injusto sostener una
hipótesis de este tipo, porque a diferencia de Romera, cuya escritura punitiva
promovía la analogía dependiente,
Sommer siempre se esforzó en afirmar la singularidad del arte local.
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