El problema que se plantea cuando debe uno presentar un
libro que importa es la dificultad de ajustarse al tiempo de la ceremonia. La
redacción de estas observaciones se
propone, como lo he sostenido en otro lugar, anticipar por la lectura el efecto
de su recepción inmediata. Aún cuando el público no alcance a leer esta columna
antes del evento, ya sabrá que cuenta con un dispositivo de expansión
sobre el tema que motivó su asistencia.
Todo esto, porque nunca habrá tiempo para decir lo que me
propongo. Es decir, nunca habrá, ni tiempo ni lugar para el “todo decir”. Al menos, solo puedo comprometer una
hipótesis acerca de cómo fue hecho este libro. Partiendo por reconocer una
especie de “gravedad”: el libro proporciona las pruebas de algo que ya conocíamos
como un “mito doméstico”. Por algo, en la última columna cité un
fragmento en que Fernando Venegas hace alusión a los propósitos de la madre de
Edgardo Neira sobre el Sputnick.
Confieso que la mención a sus palabras apuntaban a valorizar de manera
invertida el racionalismo modernista universitario. Lo que no es efectivo,
porque el ruralismo de la madre de Edgardo abre el cauce al arribo de una voz
que se escurre desde el Andalién y se escabulle hacia la cuenca sobre
la que se erige peligrosamente la ciudad, mitigando el asedio fantasmático de
los “ojos de agua”.
Seguiré por esa vía. Este libro es un ensayo sobre la
principal herramienta de “construcción de visibilidad social” de la
rectoría de Stitchkin; el Departamento de Extensión. Hasta ahora habíamos
tenido ensayos acerca del teatro y la institucionalización de la música, en esa
misma coyuntura. Faltaba un estudio que cruzara informaciones entre a lo menos tres escenas, que se encaramaban
formalmente; a saber, la narrativa y la poesía, la cultura popular y las artes
plásticas.
Fernando Venegas declara el objetivo general del libro como
si tuviera que justificar ante el CNCA que se trata, de verdad, de una
investigación de historia cultural, que debe poner en evidencia también unos
objetivos específicos destinados a precisar algunos puntos que parecen obvios,
pero que “obviamente” no lo son. En particular, había que establecer cuáles
fueron las razones que llevaron a Violeta Parra a trabajar en Concepción y
cuáles fueron las tareas que la universidad le encomendó. Y lo que sabemos, al
final, es que siempre las decisiones se van anudando a partir de indicios que
conectan acciones potenciales que sostienen otras decisiones, que tienen efectos
en un plazo más largo, bajo ciertas condiciones institucionales.
Una de esa condiciones resulta ser la “principal anomalía”
del Departamento de Extensión; es decir, una unidad universitaria que debe
responder a un ideal de rigor académico acreditado, pero que posee la visión y
la flexibilidad para acoger iniciativas que no son académicas, en el sentido
estricto, pero que consolidan la idea que la propia universidad tiene de su
compromiso con la invención de identidad regional. En ese sentido, la verticalidad
de la relación universitaria que recupera y ordena la acción de Violeta Parra
debe enfrentar siempre un principio interno de disolución (desborde creativo), porque la propia acción es de tal naturaleza
compleja que conecta distintos estratos de saber, dando cuenta de unas
transferencias que el aparato académico no está en condiciones de acoger.
Y lo que hace Fernando Venegas es exponer los contextos que
se encajan como una “muñeca rusa”. Primero, contexto internacional: guerra
fría. Segundo, contexto nacional: presidencia de Ibáñez (1952-1958). Tercero,
contexto local: universidad.
Pero hay elementos que hacen que la relación entre estos
contextos sea permeable, desmontando la eficacia inicial de la “muñeca rusa”.
En medio de la guerra fría está la revolución cubana, que produce un enorme
remezón en la escena intelectual penquista. El ingreso de Fidel a La Habana, en
enero de 1959 es seguido con interés por los miembros que forman parte de la
sociabilidad de Violeta Parra y la noticia es compartida por vía telefónica, como
si fuera un asunto privado. La gran historia entraba al living de la casa. De
manera análoga a cómo está representado Openheimer en el mural de Julio Escámez
en la Farmacia Maluje.
Mi propia madre recibió la llamada de una de sus amigas,
probablemente Betty Fishman, que le anunciaba la noticia. Era efectivo: Fidel había entrado a La
Habana. Esa noche hubo una fiesta. A ella asistiría la misma gente que
participaba de las reuniones semi-abiertas que tenían lugar en la casona de
Caupolicán Nº 7 y que eran animadas por Violeta Parra.
Sin embargo, esto no tiene nada de anecdótico. He sostenido
la hipótesis de que en Concepción hay escena, porque existe una articulación
simbólica entre clase política, prensa local y universidad, que sostiene el
imaginario local.
Por clase política entiendo, más que nada, una relación
entre partido y movimiento social, teniendo como telón de fondo la crisis de la
salud pública, la crisis habitacional, la crisis del carbón y la ruralidad de
la pre-reforma agraria. Pero sobre todo, está la campaña de Allende de
1958.
Por prensa local hay que considerar el peso que tiene la abundante
cobertura que adquiere la actividad de Violeta Parra en la ciudad, que es
seguida con interés. En este sentido, la
prensa es “conducida” por las exigencias que le plantea el propio Departamento
de Extensión, conducido por doña María Molina y Gonzalo Rojas.
Por universidad es preciso mencionar el cuadro institucional
fallido que pone en función, para acoger una acción que se le escapa de las
manos. El trabajo de Violeta Parra es muchísimo más complejo, más que nada por las implicancias relacionales
y por las exigencias metodológicas que plantea en esa coyuntura.
Señalo el hecho de que en 1958 la universidad sostiene,
auspicia, patrocina, una escuela de arte. Pero no es una escuela de arte
universitaria en términos formales, si bien tiene un director. La escuela de arte será fundada en 1971-1972,
por un grupo de artistas que se desmarcan de quienes habían sido los
principales referentes de la Sociedad de Bellas Artes de 1957. A lo que se agrega el hecho de que en 1963 es
inaugurada la Casa del Arte, que es un proyecto sobre el que se habla muy poco.
Entonces, hacer un libro sobre Violeta Parra no es sólo
poner en evidencia una especie de anomalía institucional que tuvo efectos
positivos, sino demostrar que la
universidad no fue capaz de cumplir con sus propios compromisos imaginados. Y
en eso Fernando Venegas entrega pruebas muy precisas. A Violeta Parra la
universidad le encarga oficiosamente la
formación de un Museo de Arte Folklórico,
cuando al mismo tiempo
sostiene el deseo de disponer de
un Museo Folklórico Americano. Esta
situación, sin embargo, no es aclarada.
Justamente, el capítulo destinado a la sociabilidad
penquista, señala la importancia que tiene esta riqueza institucional autónoma que
se sostiene gracias a una multiplicidad de redes de conocimiento para cuyo
reconocimiento y formalización la
universidad carece de los medios adecuados.
Es muy probable que en ese momento el énfasis haya estado en el
desarrollo del teatro, más que en el cultivo de la música folklórica, cuyo valor
fue “colocado” por la insistencia de Violeta Parra, favorecida por un momento ascendente en su
recepción local, en el sentido que la universidad no le encomendó ninguna
tarea, sino que habría sido la propia artista la que con la densidad de su trabajo
y su insistencia, instaló el canto
popular como problema y obligó a una estructura universitaria no preparada,
a asumir una responsabilidad determinada.
Dicho compromiso temporal fue decisivo para que Violeta
Parra desarrollara el trabajo recopilatorio, que sería la base de su trabajo de
creación. Con lo cual, reproduzco la
hipótesis que atraviesa el libro de Fernando Venegas, según la cual no es
posible distinguir tajantemente una fase de recopilación de otra fase posterior
de creación, sino que la recopilación, al
modo como lo hace Violeta Parra es desde ya en su origen un acto de
creación. Porque al recoger las
palabras de otras cantoras se pone en
situación de acoger una voz reticente, poniendo el escena la afección de su
corporalidad. No por casualidad abundan los testimonios en los que Violeta
Parra elabora un protocolo de respeto, un ceremonial de la transferencia, que
determina no solo una ética de la
transcripción sino una estética de la inscripción propia.
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