miércoles, 24 de enero de 2018

VIOLETA PARRA EN CONCEPCIÓN: 1957 – 1960 (3).


El problema que se plantea cuando debe uno presentar un libro que importa es la dificultad de ajustarse al tiempo de la ceremonia. La redacción de estas observaciones  se propone, como lo he sostenido en otro lugar, anticipar por la lectura el efecto de su recepción inmediata. Aún cuando el público no alcance a leer esta columna antes del evento, ya sabrá que cuenta con un dispositivo de expansión sobre  el tema que motivó su asistencia.

Todo esto, porque nunca habrá tiempo para decir lo que me propongo. Es decir, nunca habrá, ni tiempo ni lugar  para el “todo decir”.  Al menos, solo puedo comprometer una hipótesis acerca de cómo fue hecho este libro. Partiendo por reconocer una especie de “gravedad”: el libro proporciona las pruebas de algo que ya  conocíamos  como un “mito doméstico”. Por algo, en la última columna cité un fragmento en que Fernando Venegas hace alusión a los propósitos de la madre de Edgardo Neira sobre el Sputnick.  Confieso que la mención a sus palabras apuntaban a valorizar de manera invertida el racionalismo modernista universitario. Lo que no es efectivo, porque el ruralismo de la madre de Edgardo abre el cauce al arribo de una voz que se escurre desde el Andalién y se escabulle hacia la cuenca  sobre la que se erige peligrosamente la ciudad, mitigando el asedio fantasmático de los “ojos de agua”. 

Seguiré por esa vía. Este libro es un ensayo sobre la principal herramienta  de  “construcción de visibilidad social” de la rectoría de Stitchkin; el Departamento de Extensión. Hasta ahora habíamos tenido ensayos acerca del teatro y la institucionalización de la música, en esa misma coyuntura. Faltaba un estudio que cruzara informaciones  entre a lo menos tres escenas, que se encaramaban formalmente; a saber, la narrativa y la poesía, la cultura popular y las artes plásticas.

Fernando Venegas declara el objetivo general del libro como si tuviera que justificar ante el CNCA que se trata, de verdad, de una investigación de historia cultural, que debe poner en evidencia también unos objetivos específicos destinados a precisar algunos puntos que parecen obvios, pero que “obviamente” no lo son. En particular, había que establecer cuáles fueron las razones que llevaron a Violeta Parra a trabajar en Concepción y cuáles fueron las tareas que la universidad le encomendó. Y lo que sabemos, al final, es que siempre las decisiones se van anudando a partir de indicios que conectan acciones potenciales que sostienen otras decisiones, que tienen efectos en un plazo más largo, bajo ciertas condiciones institucionales.

Una de esa condiciones resulta ser la “principal anomalía” del Departamento de Extensión; es decir, una unidad universitaria que debe responder a un ideal de rigor académico acreditado, pero que posee la visión y la flexibilidad para acoger iniciativas que no son académicas, en el sentido estricto, pero que consolidan la idea que la propia universidad tiene de su compromiso con la invención de identidad regional. En ese sentido, la verticalidad de la relación universitaria que recupera y ordena la acción de Violeta Parra debe enfrentar siempre un principio interno de disolución (desborde creativo),   porque la propia acción es de tal naturaleza compleja que conecta distintos estratos de saber, dando cuenta de unas transferencias que el aparato académico no está en condiciones de acoger.

Y lo que hace Fernando Venegas es exponer los contextos que se encajan como una “muñeca rusa”. Primero, contexto internacional: guerra fría. Segundo, contexto nacional: presidencia de Ibáñez (1952-1958). Tercero, contexto local: universidad.

Pero hay elementos que hacen que la relación entre estos contextos sea permeable, desmontando la eficacia inicial de la “muñeca rusa”. En medio de la guerra fría está la revolución cubana, que produce un enorme remezón en la escena intelectual penquista. El ingreso de Fidel a La Habana, en enero de 1959 es seguido con interés por los miembros que forman parte de la sociabilidad de Violeta Parra y la noticia es compartida por vía telefónica, como si fuera un asunto privado. La gran historia entraba al living de la casa. De manera análoga a cómo está representado Openheimer en el mural de Julio Escámez en la Farmacia Maluje.  

Mi propia madre recibió la llamada de una de sus amigas, probablemente Betty Fishman, que le anunciaba la noticia.  Era efectivo: Fidel había entrado a La Habana.  Esa noche hubo una fiesta.  A ella asistiría la misma gente que participaba de las reuniones semi-abiertas que tenían lugar en la casona de Caupolicán Nº 7 y que eran animadas por Violeta Parra.

Sin embargo, esto no tiene nada de anecdótico. He sostenido la hipótesis de que en Concepción hay escena, porque existe una articulación simbólica entre clase política, prensa local y universidad, que sostiene el imaginario local.  

Por clase política entiendo, más que nada, una relación entre partido y movimiento social, teniendo como telón de fondo la crisis de la salud pública, la crisis habitacional, la crisis del carbón y la ruralidad de la pre-reforma agraria. Pero sobre todo, está la campaña de Allende de 1958. 

Por prensa local hay que considerar el peso que tiene la abundante cobertura que adquiere la actividad de Violeta Parra en la ciudad, que es seguida con interés. En este sentido,  la prensa es “conducida” por las exigencias que le plantea el propio Departamento de Extensión, conducido por doña María Molina y Gonzalo Rojas. 

Por universidad es preciso mencionar el cuadro institucional fallido que pone en función, para acoger una acción que se le escapa de las manos. El trabajo de Violeta Parra es muchísimo más complejo,  más que nada por las implicancias relacionales y por las exigencias metodológicas que plantea en esa coyuntura.

Señalo el hecho de que en 1958 la universidad sostiene, auspicia, patrocina, una escuela de arte. Pero no es una escuela de arte universitaria en términos formales, si bien tiene un director.  La escuela de arte será fundada en 1971-1972, por un grupo de artistas que se desmarcan de quienes habían sido los principales referentes de la Sociedad de Bellas Artes de 1957.  A lo que se agrega el hecho de que en 1963 es inaugurada la Casa del Arte, que es un proyecto sobre el que se habla muy poco.

Entonces, hacer un libro sobre Violeta Parra no es sólo poner en evidencia una especie de anomalía institucional que tuvo efectos positivos,  sino demostrar que la universidad no fue capaz de cumplir con sus propios compromisos imaginados. Y en eso Fernando Venegas entrega pruebas muy precisas. A Violeta Parra la universidad le encarga oficiosamente  la formación de un Museo de Arte Folklórico,  cuando al mismo tiempo  sostiene  el deseo de disponer de un   Museo Folklórico Americano. Esta situación, sin embargo, no es aclarada.  

Justamente, el capítulo destinado a la sociabilidad penquista, señala la importancia que tiene esta riqueza institucional autónoma que se sostiene gracias a una multiplicidad de redes de conocimiento para cuyo reconocimiento y  formalización la universidad carece de los medios adecuados.  Es muy probable que en ese momento el énfasis haya estado en el desarrollo del teatro, más que en el cultivo de la música folklórica, cuyo valor fue “colocado” por la insistencia de Violeta Parra,  favorecida por un momento ascendente en su recepción local, en el sentido que la universidad no le encomendó ninguna tarea, sino que habría sido la propia artista la que con la densidad de su trabajo y su insistencia, instaló el canto popular como problema y obligó a una estructura universitaria no preparada, a asumir una responsabilidad determinada. 

Dicho compromiso temporal fue decisivo para que Violeta Parra desarrollara   el trabajo recopilatorio,  que sería la base de su trabajo de creación.  Con lo cual, reproduzco la hipótesis que atraviesa el libro de Fernando Venegas, según la cual no es posible distinguir tajantemente una fase de recopilación de otra fase posterior de creación, sino que la recopilación, al  modo como lo hace Violeta Parra es desde ya en su origen un acto de creación.  Porque al recoger las palabras  de otras cantoras se pone en situación de acoger una voz reticente, poniendo el escena la afección de su corporalidad. No por casualidad abundan los testimonios en los que Violeta Parra elabora un protocolo de respeto, un ceremonial de la transferencia, que determina  no solo una ética de la transcripción sino una estética de la inscripción propia.
 



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