(Segundo comentario a la
columna que escribió Ignacio Szmulewicz sobre el libro de Waldemar Sommer, en “La
Panera” de diciembre del 2017)
Hice el corte de la columna anterior en el momento en que Szmulewicz quiebra el régimen de su propia
columna. Más bien, le imprime una aceleración argumental. A su juicio, la academia recién hoy día comienza
a valorar la crítica de arte como fuente para la investigación. Aunque no especifica si es la crónica o la
crítica, en sentido estricto. Pero esto
me conduce a preguntar: ¿Cuál academia?,
¿“la Chile”, la Alberto Hurtado,
“Estética de la PUC”? , ¿De qué otro tipo de academia se puede hablar
en Chile? , ¿O es posible estar fuera de la universidad y escribir de manera
académica? Todo eso, en el supuesto de
que se constituya una escritura
académica, de relativa consistencia.
Ahora bien: impartir cursos de
historia y publicar algunos libros no hacen, necesariamente, una academia. Sobre todo, cuando existe un ítem para publicaciones en el
presupuesto de las unidades de formación.
Además, lo que se entiende por academia se ha dejado infiltrar por la propia sordidez epistemológica de los medios, porque -entre otras cosas- ha sido convertida en
recurso de validación referencial para la propia escritura de Szmulewicz. Lo cual puede ser entendido nada más que como un recurso de estilo.
Siempre es bueno inventarse una academia a la medida para
cimentar una auspiciosa carrera
universitaria. Pero, como también se
sabe, la universidad ya no es garantía, nunca lo ha sido, si alguna vez lo
pretendió, de escritura crítica. Muchas
veces las escrituras independientes son más productivas y más decisivas que la
productividad de unidades de investigación declaradas. Es cosa de comparar las textualidades en
disputa.
Sin embargo, la semejante academia ha tardado en
efectuar la tarea de reconocer la
crítica de arte publicada en los Medios,
como fuente. Sugiero no mencionar este
hecho como una gran conquista, porque la única que queda mal es la propia
academia, frente a la comparación con sus correlatos extranjeros. Sobretodo si se quiere hacer pasar una
crítica como “fuente primaria”. Sin
contar con el hecho de que los jóvenes investigadores se han visto obligados a
leer la prensa de fines de los años setenta y comienzos de los ochenta, porque sus
profesores dejaron de proporcionar informaciones veraces acerca de procesos de los que fueron testigos.
Pero hay que tener en cuenta que estos
investigadores iniciaron sus estudios después del año dos mil diez y no
tuvieron formación metodológica básica en historiografía, sino que fueron
violentamente introducidos en el uso de una vulgata metafórico-filosofémica que
busca imágenes solo para ilustrar las
ensoñaciones de sus profesores.
Pero aquí no es posible seguir sin hacer una observación
sobre precedencias. No es Machuca un ejemplo concluyente para demostrar la
hipótesis de Szmulewicz. Me parece que
es absolutamente necesario reconocer el
trabajo pionero de Carla Macchiavello al respecto. Pero claro,
su tesis fue inscrita en Nueva
York y todavía no está traducida. Lo interesante de su trabajo es que permitió
“desmetaforizar” los discursos de posteridad de las obras y reconstruir sus
condiciones de producción al abrigo de las manipulaciones de autores y de
artistas, que en la actualidad se han convertido en magistrales retocadores
profesionales.
Es preciso insistir
en que ya desde un comienzo, desde la propia crítica de arte consideramos que
la “crítica” de los medios era “fuente”, sobre todo, a partir del “análisis del discurso” que
estaba implícito en la crítica colaborativa que de manera autónoma
elaborábamos, algunos, desde 1985 y
1987. El peligro es que al descubrir la
pólvora se sobre valora la unicidad de la fuente y se olvida el trabajo sobre
las determinaciones, no pesquisando la
existencia de los rudimentos de trabajo colaborativo efectivo entre artistas y
críticos no periodísticos.
Regresemos a “La Panera”: se equivoca Szmulewicz al pensar que la crítica de arte y las
crónicas de antaño son “páginas oxidadas” en las que los jóvenes
académicos de hoy encuentran insumos
para una nueva historia. Siempre, los jóvenes
académicos creen escribir una nueva historia. La metáfora, sin embargo, apunta a reconocer su función como operadores de W40. Si tan solo escribieran historia, nada mas.
Las fuentes siempre han estado ahí. La
idea que los anima es que las fuentes oxidadas deben ser destrabadas. Sin
embargo, los jóvenes académicos han llegado tarde; muy tarde. Demostrando, a la
vez, una gran indigencia en los métodos y en el propio ejercicio
analítico, como si pidieran permiso para
todo.
Lo que pasa, también,
es que ahora hay más facilidades para imprimir las tesis y hay
elaboraciones cuyos efectos quedan impunes. ¡Es cosa de revisar el estilo de
conducción de tesis de licenciaturas y de maestrías! La ventaja es que todo eso puede ser
encontrado en internet.
Pero cuidado: los jóvenes académicos tampoco forman una
categoría. Son contados los textos de
valor. Y los hay. Más bien, habría que
hacer referencia a producciones específicas y no agrupar a estas escrituras
bajo el apelativo reductor de jóvenes académicos, como si fuesen un gremio.
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