domingo, 29 de septiembre de 2019

(EN)CLAVE DE NOVELA




Pedro Gandolo se pregunta si “El niño alcalde” no es una forma de “novela en clave”. Me ha hecho pensar en el comienzo de “Informe Tapia”. Es decir, desde “El niño alcalde”, “Informe Tapia” se lee de otra manera. Me permito adelantar que en este último ya estaba contenido el primero. Es decir, el informe como género (de lo) escrito, cubre la base original del discurso de la ciudad recurriendo a la figura de un predicador pentecostal, para designar el objeto del desfallecimiento como un topos en la escena literaria del último período.  Solo que en la “cosmología porteña” de Marcelo Mellado, el regreso al origen es una doble parodia, tanto del origen como de la noción de regreso. De modo que, la primera clave de una novela en clave será la condición regresiva de dos figuras capitales en el montaje de “El niño alcalde”; a saber, el agujero diafragmático y la ingeniería simple.

Lo anterior significa maquinalizar el trabajo muscular, por un lado, al tiempo de antropomorfizar un mecanismo, por otro lado, poniendo en pie un encaramamiento inversor que define la crisis de movilidad de la ciudad y adjudica al ano la función reglamentaria de un inconsciente óptico.

En virtud de lo anterior, Marcelo Mellado vindica la escena de “A Valparaiso” (Ivens) en que aparece reproducido el primer indicio de la gesta del predicador, en la posición del dirigente de la junta de adelanto que plantea y ordena el debate sobre el acceso al agua potable en el cerro. Pero ese era un registro del año 1961, de chilenos en blanco y negro, con la dirección de fotografía del (otro) Patricio Guzmán. Ahí es donde recibe la determinación predicativa y establece la filiación con lo que Pedro Gandolfo denomina “transposición porteña y chilensis de las ´ilusiones perdidas´”.  Incluso llega a utilizar la palabra “chilensis” que es propia del predio lenguajero de Marcelo Mellado, como rebaje de la escena de maltrato en la que el niño será educado para reproducir la copia de su modelo ya averiado por La Corrupta.

La imagen del dirigente vecinal de 1961 determina la naturaleza del lugar al que regresa Marcelo Mellado en el 2019 para legitimar la justeza del diagrama que se reproduce como farsa, en la configuración de la “junta de adelanto” como anverso de lo que debe ser entendido como la “junta de regresión” a la que hace “alusión” cuando describe la “ciudad fallida”.

La Corrupta es una noción que aparece varias veces en el monodrama y designa una función asociada a un personaje significante, a partir del cual se define la líbido burocrática que impone sus condiciones de flujo en la escena barrosa resultante de la filtración del material percolado, que pasa a ser la imagen de la disolución de los vínculos sociales básicos de la ciudad.

La Corrupta es una figura retórica y política que atraviesa los salones universitarios y políticos, descritos como escenas sustitutas de lugares específicos en torno a los cuáles se organiza el manejo de las prebendas, de las inversiones de tribus palaciegas y de operadores de terreno locales, que permean las fronteras partidarias de la izquierda y de la derecha, reclamando para su propio provecho –traspartidario- la explotación de un “localismo originario” –identitario-  que en los hechos y en el papel discrimina al resto de los ciudadanos del país, que poseen el derecho a trabajar en cualquier lugar del territorio de la república.

La Corrupta es la facultad adquirida con que la lubricidad administrativa define los espacios del goce, “reservado” a quienes han logrado ascender socialmente a costa de secuestrar el trabajo de campo realizado por aquellos sujetos  que Marcelo Mellado designa bajo el nombre de “culiados de los cerros”. En términos de una clave para una novela del desmantelamiento ético, la corrupta encarna a cabalidad el nepotismo, el matonaje y la voracidad orgánica, que se articula con los (d)efectos de El Niño Alcalde, instalado como significante-martin-rivasiano, héroe balzaciano chileno, pero que en este caso aprendió a utilizar un léxico bolchevique para poner en pie una política de secta que asume las formas de una “banda de guerreros salvajes”. La clave de la novela describe por anticipado el carácter binario del (en)clave que permite articular el trabajo de La Corrupta con El Niño, como figuras de significancia que sostienen la interpretabilidad del naufragio de una ciudad, cuyos responsables visibles han logrado convertir dicho hundimiento en una especulación patrimonial. No solo la “ciudad fallida” se reconoce como “enclave”, sino que la maquinalidad de su explotación es una clave descrita para comprender la sub/versión de escritura  que Marcelo Mellado elabora con rigor en formato de monodrama.

lunes, 23 de septiembre de 2019

CIUDAD FALLIDA



La gran victoria de la perversión política local fue lograr que la propia des/constitución fuese erigida en indicio de un patrimonio ya des/patrimonializado. La última novela de Marcelo Mellado es un manual para entender la lógica de la ciudad fallida. Enrique Lihn hablaba de la novela como un acto de urbanización. La tentativa de Marcelo Mellado consiste en recuperar el habla de la ruinificación de una ciudad. Alfred Métraux, el gran etnólogo, decía que para conocer bien una sociedad primitiva, esta debía presentar indicios de podredumbre. El caso de Valparaíso corresponde a la dramatización de un primitivismo que permite el acceso a sus determinaciones bajo las condiciones de un desmantelamiento que se hace visible a través de las fisuras del lenguaje. La ciudad fallida es un significante narrativo que se instala a partir de la articulación de facultades que no describen esa fisionomía de las clases sobre la que se sustenta la mitología de las revoluciones matriciales del siglo XIX. El fallo señalado fue advertido en el derrumbe de La Matriz, que en el texto asume las condiciones de meretriz, cuyo salón permite la distribución ceremonial de la palabra, entre los dos fetiches que dominan la rejilla curricular de las últimas décadas: ciudadanía y participación.

Ciudad fallida ocupa conceptualmente el lugar de la infraestructura, mientras destina a la ciudad patrimonial el lugar de la superestructura jurídico-política. Es decir, la base del relato sostiene la patrimonialidad como indicio originario del fallo,  enumerando los diversos protocolos mediante los cuales la participación opera como sustituto administrativo de una nostalgia bolchevique, cuyo destino ha sido realizar la misión de su tiempo en lengua democratacristiana, experta en manejo de asambleas truchas donde la transferencia del deseo persuasivo disimula una historia de contornos épicos, enunciados en la jerigonza movimientista que reproduce gritos emblemáticos, tales como “a recuperar lo perdido” (porque es el dominio de la calle lo que nos da el poder de extorsionar a la  autoridad).

Es decir, así como la patrimonialización es la expresión manifiesta del fallo de la ciudad solo verificada como ruina administrable, las determinaciones funcionales conocidas como “corrupta de la excarcel” y “corrupto de la plaza”, triangulan la tensión subordinante del negocio local respecto del cual “el niño alcalde” resulta clave para satisfacer la función de “niño de los mandados”. Lo dejan hablar-en-lengua (superestructura) para que las organizaciones comunitarias se recompongan mediante el “uso de medicamentos de amplia gama”, destinados a suspender el “flujo de la política”.

La ciudad fallida se mantiene gracias a la administración del diafragma anal por cuya apertura se controla el acceso a las facultades pre-bolcheviques y post-socialcristianas, que caracterizan la base hipocrática de la función política.

En esto consiste el gran logro del monodrama de Marcelo Mellado, forjado en tono recitativo,  “como ilustración de la historia institucional” en la que “todos quieren ser funcionarios de la lamida de agujero”. 

La ciudad fallida se organiza, entonces, en torno a una ontológica perforación que define las habilidades expulsíficas y retentivas de la corporalidad social, condensando a través de dos materialidades la fase de des/constitución de los vínculos mínimos. Se trata de ejecutar el inventario escénico definible entre el excremento humano en las veredas y la sonoridad de los tambores arcaicos. Estos últimos, verificándose como amenaza de una pulsión pre-verbal que cierra el círculo del manejo post-verbal de los primeros.  Esta es la línea de poder básico desde la cual “el niño alcalde” se erige como vector-de-des/montaje de los signos mínimos de la socialidad. De ahí que la corruptibilidad discursiva que baja de las colinas –como predicación percolada-  anega los subterráneos de la civilidad, para destruir la demostración documentaria y satisfacer la pulsión encubridora del agujero, que reclama el empleo de la saliva balsámica para ejecutar la ficción de borde.



sábado, 21 de septiembre de 2019

TROQUEL



Recibo el ejemplar de “El niño alcalde” de Marcelo Mellado publicado por Hueders. Nunca antes una portada había sido más exacta. El troquelado ha sido significante en la operación de enunciación que permite acceder al título impreso en la portadilla interior, como si éste hubiese intentado escabullirse y pasar de largo, para no tener que dar la cara. De este modo, el aparato gráfico pone en escena el fantasma del desollamiento, a propósito de la des/solidarización de la portada que solo acepta cumplir la tarea de señalar el hueco. Se ha restado de la responsabilidad de sostener el título explícito, para enfatizar la función de borde que autoriza la lectura de aquello que aparece en el fondo de un pozo y que vendría a constituirse en objeto narrable.




Las palabras “el niño alcalde” hacen visible el corte de régimen tipográfico y señalan una diferencia radical en las condiciones de inmersión enunciativa, de modo que “alcalde” es impresa en altas como si fuera (siendo) parte de una estela greco-latina que inventa su legitimidad en un pasado arcaico que se moldea en código republicano. En cambio, “el niño”, si bien posee un cuerpo de letra mayor, aunque en baja, instala una amenaza referencial, fácilmente asociable a  la corriente de “El Niño”, como fuente de perturbaciones del clima. El relato, en definitiva, reproduce las condiciones superficiales de la geomorfología y la fisionomía de una política deudora del rousseauismo más elemental.  Así las cosas, la palabra alcalde, en altas, denota la capa que encubre el relato de la misión institucional, proclamando la inocencia originaria de una voluntad perdida, repetida como recurso para la habilitación de la nostalgia movimientista. La condición “niño” inocenta la debilidad política de un sujeto que no ha podido acceder todavía a la realización de un rito de paso fundamental, y que lo hace depender de una matriz de la que no ha sabido ni deseado ejecutar corte alguno. El nombre del autor del relato aparece en la línea de contención de la voluntad editorial, que corona la posición del ejecutor  con la imagen condensada del canto del ruiseñor, habilitado por las reglas de la papiroflexia.

En seguida, el relato de sesenta páginas está ordenado para reproducir la secuencia desfalleciente de cinco capítulos destinados a cumplir  tareas de expansión de la voz del predicador que clama en el desierto,  reproduciendo el delirio de quien ha sido abusado por  el Gran Operador (GO). En este punto, el GO reproduce un sucedáneo parodizado del gran-otro, que embiste e inviste La Matriz (LM) cuyo relato de desagregación coincide con el desmantelamiento de la voz de unos sujetos sindicados como “los culiados que bajan del cerro”, para poner en evidencia la distinción fundamental entre una ciudad de arriba y una ciudad de abajo.  

El relato de Marcelo Mellado está anclado sobre la arcaicidad reglamentable de un relato anterior, fijado por Chris Marker en “A Valparaíso”, destino irremediable de la palabra des/constitución. La gran victoria de la perversión política local fue lograr que la propia des/constitución fuese erigida en indicio de un patrimonio ya des/patrimonializado.

En el plan, la ciudad mercantil. En la colina, la ciudad de los pobres. En la cima de las colinas, los pobres de los pobres. Es decir, en el plan, el “puterío político académico vociferante”, en las alturas, “la gente que padecía el efecto perturbador de las veredas con caca y el olor a meado de las escaleras”, definiendo la función descriptiva de los líquidos percolados que portan la ficción orgánica de la novela municipal que se escribe en torno al agujero de ser.

El monodrama de Marcelo Mellado se concibe a sí mismo como un discurso percolado que toma en la figura del troquelado la semejanza de un hundimiento.  Lo que naufraga es LM, lo madre, que no puede contener los des/varíos de una socialidad en instancias de des/mantelamiento estructural. Marcelo Mellado da cuenta del funcionamiento de una institución primitiva de la palabra, que solo se hace perceptible y verificable bajo condiciones de manejo de una ruina administrable. Sin embargo, como lo sugiere Pedro Gandolfo, “El niño alcalde” es una novela en clave que -en un primer nivel- remite a la singularidad de un personaje inventado -“niño mamón”- para servir de medida a la ensoñación que condensa la invención de origen  del ciudadano.