viernes, 31 de mayo de 2019

1989 (2)




Hace tres años, en el curso de un trabajo de investigación sobre la obra de Leppe, me enfrenté nuevamente a la memoria omitida de una exposición que sin embargo en 1988 movilizó las energías de un número considerable de artistas chilenos.

Ocupado en reconstruir la performance de Leppe en “Cirugía Plástica”, logré realizar una lectura del pequeño sistema que montó entre 1987 y 1989. En efecto, en esos años realizó tres acciones, sin atender a la singularidad de las escenas de enunciación. Es decir, pensó en leves variantes que debían servir para señalar de manera mínima el lugar de recepción. En Trujillo y Berlín ingresó a la escena como no vidente, siendo guiado por un perro lazarillo. La única diferencia fue que en la primera ciudad el perro era un mestizo, mientras en la segunda se trataba de un pastor alemán. La singularidad era apenas una marca destinada a fortalecer el rito de descalificación de la pintura, que era un tema absolutamente local, propio de un debate que ya en ese entonces –en la propia escena chilena- se había disipado. La acción consistía en la ingurgitación y regurgitación de líquido coloreado con los tres colores básicos y la incorporación de un tipo de expresión onomatopéyica que caracteriza una forma de canto y de danza folklórica en que un macho hace la corte a una hembra.

Durante años, en los estudios de historia local nadie supo en qué había consistido la performance de Leppe en Berlín. Teníamos algunas reproducciones sobre su instalación. Sin embargo, tampoco lográbamos reconstruir la escena, donde se percibía el mismo gesto que ya había realizado en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, en otra exposición solidaria organizada por el gobierno socialista. Dicho gesto consistía en la exhibición de fragmentos de distintos tipos de telas, de diversa procedencia, algunas de ellas indígenas, cortadas en distintas dimensiones, como un gran manto con signos cromáticos que delataban la autenticidad de su origen. Luego, algunos objetos residuales de filiación (absolutamente) beuysiana.

Solo fue en febrero del 2017 que pude conocer gracias a la contribución de Matthias Richelt, la existencia de una cinta video que reproducía la totalidad de la performance. Habían pasado casi treinta años y en Chile no se tenía conocimiento de su existencia. Y si alguno de los artistas que había participado en la exhibición estaba al corriente, tampoco lo mencionó. De hecho, Leppe no hablaba de eso.  Visiblemente, su recuerdo era fóbico. No había obtenido nada de aquel viaje.  Nadie había obtenido nada.

Si no fuera por un magnífico encuentro con Anne Quinones en el Goethe Institute, en el 2016, nada de esto sería conocido todavía. En un momento, alguien nos presentó. La verdad es que ya nos conocíamos. Anne había acompañado a Darío en sus viajes de prospección a Chile. Lo primero que le pregunté fue si había terminado su tesis sobre Schlemer.  Hoy en día es una importante productora teatral en Berlín. Fue un encuentro muy emotivo que nos hizo recordar momentos inolvidables de discusiones interminables.

Buscando reconstruir la obra de Leppe en Berlin, le escribí meses después preguntándole si había asistido a la performance. Me hizo recordar de inmediato que ella vivía en ese entonces en Berlín Este y que no había obtenido salvoconducto para asistir a la inauguración. Pero me señaló que Matthias podría decirme algo significativo y me puso en contacto con él. Por cierto, de lo primero que éste me habló fue del video. Y me lo envió de inmediato por we tranfer. Cuando lo pude ver casi tuve un infarto. La proyección dramática de su ejecución y la constancia de la repetición del gesto me conmovieron de manera inquietante. Aunque no por ello dejé de advertir lo fallido del gesto, no solo por su falta de singularidad, sino porque el diagrama de la pieza reproducía una problemática que impedía todo diálogo con su superficie de recepción. Con el agravante que al final de la cinta, cuando Leppe abandona la escena, camina junto a las instalaciones de otros artistas, cuyos fragmentos dispuestos en el suelo proporcionan unas pocas imágenes de la muestra. Los artistas conceptuales involucrados, a lo largo de estos treinta años, no han sido pródigos en reproducir dichas imágenes.  Con lo cual quero decir que ellos mismos, al regresar, no tuvieron la certeza de que había sido un logro, porque habiendo salido con el discurso de Flash Art en la cabeza, se  encontraron con una realidad berlinesa que no lograron comprender.

El mismo Leppe, al solicitar un Rolls Royce para su performance, pensaba enarbolar un signo de abundancia, allí donde esta hacía (la) falta. No entendió. Al hacer ingreso al museo precedido por un joven de torso desnudo (modelo griego neoclásico) ejecutando una pieza de violín, pensó que con ello montaba un gesto crítico agresivo. Ver esa escena, cada vez, me causa una congoja indescriptible, porque resume la inadecuación, la desubicación, la distorsión, el quiebre interno no solo de sus pretensiones, sino del arte chileno que había ocupado una “escena crítica” en 1981, pero que en 1989 exponía la “crisis de su escena”.  

jueves, 30 de mayo de 2019

PATRIMONIOS (2)


Algunos lectores cuya fidelidad ha logrado conmover una equívoca y temporal complacencia me han preguntado por las razones de por qué una columna titulada “Patrimonios”, después de haberme referido a Jorge Lobos y Ángel Parra. La respuesta es simple: ambas personalidades caben en la denominación de “tesoros humanos”. Es decir, patrimonio inmaterial, de acuerdo a las clasificaciones de los formularios de gestión. De ahí, a declarar que el patrimonio de Valparaíso reside en la corporalidad de sus habitantes, hay que realizar una operación metodológica que acarrea consigo algunos peligros nocionales. Al comienzo de todo, lo que hay es la gran puesta en valor de un sitio que necesita desalojar las subjetividades arruinadas, como condición inevitable de todo proceso de renovación urbana.

Finalmente, la arquitectura de emergencia de Jorge Lobos no es más que el efecto de una decepción estructural. La sobrevivencia de las corporalidades desplazadas en la reivindicación inicial de un sitio “patrimonio de la humanidad” es el resultado de una negociación compensada que ha demostrado que la temporalidad de la especulación ha sido demasiado larga y se ha extenuado el capital simbólico inicial.

Mientras pensaba residualmente sobre estas recurrencias, en el Grand Palais tenía lugar una gran feria de oficios de arte destinados a recomponer la creatividad de la industria del lujo. La paradoja no es menor, si sabemos que a pocas cuadras se reúnen los “gilets-jaunes” para protestar, justamente, contra la indolente expresión de la riqueza. El vandalismo dirigido hacia los emblemas de dicha riqueza toma los Champs Elysées como objeto privilegiado de su malestar, que es sintomático de otra cosa.  

La industria del lujo, por su parte, ha obligado a los oficios de arte a conglomerarse para hacer valer el savoir-faire como soporte de una identidad europea que debe recuperar su destino en el regreso a lo hecho-a-mano, de peligrosa deriva nacionalista. Pero esa es una contradicción en la que la redefinición del interiorismo precede transformaciones en el “exteriorismo” de unas ciudades que se desarrollan como malas escenografías. El hecho es que se  ha instalar el deseo de una re identificación de lo local, sobre los residuos ejemplares de oficios que, capitalismo neo-liberal mediante, no podrían dejar de existir. Solo puede haber reducción del consumo en relación a prácticas directamente vinculadas a la ornamentación del ejercicio del poder, a la par con la producción de objetos subordinados de adquisición masiva asegurada mediante la industria de lo verosímil.  

En la  Avenue de  l´Opera hay vitrinas en las que se exhiben zapatos ingleses en que ni siquiera está visible el precio. A dos cuadras, en la rue des Petits Champs, un local ofrece los “mismos modelos”  -dos pares por ciento sesenta euros-; pero son made in Portugal. Cualquiera entiende que en la rue des Petis Champs no está el exponente del Grand Palais. Lo cual está muy bien: el calzado ha sido confeccionado no solo para cubrir los pies, sino para instalar el principio de la separación política de la representación.

Antes de viajar, me preparé para enfrentar el choque de  las similitudes tomando prestado de la biblioteca del Instituto Francés de Santiago el “Manual de etnografía” de Marcel Mauss. Hay un pequeño capítulo donde escribe que es el lujo el que hace avanzar la moda. Es decir, cuando se produce aquel momento de despegue de la necesidad, que es la única manera que tengo para entender la elegancia de las piezas de cestería yanomami que he podido coleccionar. La paradoja es que solo en una feria como la del Grand Palais es posible dimensionar el valor de piezas,  certificadas en su apelación de origen, generalmente indígena, para que puedan colaborar en la apertura de nuevos nichos de mercado en la industria del lujo, que es siempre, el efecto de privilegio de “los otros”, satisfechos de participar en proyectos de comercio justo.

Agrego un tercer elemento a la paradoja patrimonial: a cuatro cuadras del Grand Palais, en dirección inversa donde tiene lugar la protesta de los “gilets-jaunes”, se exponen los principios de una crítica decolonial convertida en éxito académico. Desde allí se le reprocha al autor de “Tristes Trópicos” de no haber dicho una sola palabra sobre las luchas anti-coloniales. El libro es publicado en 1955, como “libro de viajes” y recibe el premio como libro-del-año en el rubro, meses después que tuviera lugar la Conferencia de Bandung. Bueno. Hay que decir que siempre existe un décalage entre ciencia social y política. Nadie sabe en qué momento la primera quedará en falta respecto de la segunda, y si aquello que se considera emblema objetual de una comunidad (cultura popular) atraviesa la frontera del exotismo razonable para ser absorbido por el circuito de la exclusividad en el seno de una industria sobre cuyo desarrollo depende el destino de los oficios finos de arte.

miércoles, 29 de mayo de 2019

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El 1989, una delegación de artistas chilenos viajó a Berlín para participar en la exposición “Cirugía plástica”, organizada por la NBGK[1], que se puede traducir como “nueva sociedad para las artes visuales” y que subsistía gracias a insuficientes apoyos económicos del Senado de Berlín. Pero los artistas no sabían cómo era el gobierno de la ciudad, ya que la izquierda chilena cultural nunca estuvo muy interesada en los aspectos más decisivos de la guerra fría. Por lo general, tenían la excusa de privilegiar el análisis de la situación interna del país y de omitir sistemáticamente aquellos aspectos de una historia internacional compleja, que podría eventualmente poner en peligro la explotación de la victimación de rigor, severamente arruinada por el Triunfo del NO.

Además,   tampoco entendían el estilo democrático abierto de los miembros de una institución alemana que representaba una gran diversidad política. En este marco, estos habían formado un comité para organizar una exposición de arte chileno que reflejara el carácter de las luchas de acuerdo a una idea que ellos mismos se hacían de lo que podría significar la lucha contra la dictadura en el país. Lo cierto es que “ellos” denominaban “resistencia”  algo que imaginaban, probablemente en función de ensoñaciones insurreccionales. Cuando llegaron a Chile no se encontraron con un pueblo en armas, sino con una escena artística cuya única meta era ser reconocida en Nueva York.

Lo que no deja de ser curioso es que sus principales contactos, en Chile, pertenecían a lo que podríamos denominar “extrema izquierda” (Movimiento de Izquierda Revolucionaria, Frente PRP). Sin embargo, lo “extremo” tampoco producía consenso nocional ni nacional.  De modo que la propia noción de “resistencia” poseía diversos grados de enunciación. De hecho, no era una palabra que se usara en el léxico político de la época[2]. Más bien, era de uso común el vocablo “oposición democrática”, para distinguirla de otro tipo de actividad que planteaba un tipo determinado de lucha insurreccional, independiente de su fundamentación programática, que no era compartido por la mayoría de la población.

Sin embargo, los llamados “alemanes” viajaron a Chile y prontamente comenzaron a reunirse con críticos y artistas que iban desde el comunismo disidente[3] hasta la oficialidad[4] de la oposición democrática a la dictadura. En el entendido que la disidencia señalada, lo es en función del abandono de una tesis insurreccional, pasando de este modo a formar parte de la oficialidad de la oposición. De tal manera, se armó un espacio de debate entre diversos actores que buscaban validar sus puntos de vista de manera excluyente. En el lado chileno, los conceptualistas no aceptaban de buen grado que “los alemanes” tomaran en consideración las obras de pintores neo-expresionistas y de colectivos de artistas que en la escena interna no tenían, en términos estrictos, el menor peso[5]. De este modo, la mirada de “los alemanes” modificó la correlación interna de fuerzas y es así como se explica la presencia en esta selección, de artistas que de otro modo jamás habían sido reconocidos, siquiera, en la propia escena artística. Al fin y al cabo, “los alemanes” impusieron su criterio y la lista fue cerrada haciendo caso omiso de las preferencias de los artistas conceptuales. Así y todo, estos últimos fueron los que viajaron a representar la oficialidad de la escena interna, porque tenían el monopolio del discurso, y además, porque el viaje formaba parte de las compensaciones después de no haber accedido a sus presiones.

Resulta sorprendente verificar en un mismo encuadre fotográfico a gente como Díaz, Leppe, Brugnoli, Errázuriz, que en el espacio interno apenas se saludaban. Lo único que tenían de común, en 1989, es que estuvieron en una misma fotografía, en lo que parecía ser una cafetería del museo.  La legitimidad de la fotografía en cuestión estaba determinada por la hospitalidad de “los alemanes” de la NGBK. Los chilenos no podían evitar “ser tomados” en el mismo encuadre.

Ahora: ¿Quiénes eran “los alemanes”? Por lo que recuerdo, había cuatro: Chris, Gunther, Ricardo y Darío. Empleo sus nombres de pila. No tenían apellidos. Estaban omitidos como un signo de cercanía que autorizaba una urgente familiaridad. Esta es una consideración a tener en cuenta a la hora de precisar los términos de la solidaridad política y artística manifestada[6].

Los dos primeros, apasionados, eruditos, buenos discutidores, con una amplia cultura de izquierda extra-parlamentaria alemana. Los dos últimos, hijos de exilados chilenos, que ya habían proseguido estudios de arte en Alemania y que compartían características semejantes con los primeros. Sin embargo, estaban autorizados y legitimados por lo que denominaré “gestión del dolor del exilio”, que los llevaba a extremar su ansiedad de conocimiento de la escena interna y de representar  a “los artistas sin voz”. Una cosa era común: aún en momento de máxima tensión, guardaban una amabilidad desarmante.

Fue hace dos años que, realizando una investigación sobre las obras de Leppe, me puse en contacto con Matthias Reichelt. Es curioso. Es el único que en la distancia pudo instalar su apellido. Eso no quiere decir que no conociera los apellidos de los otros, sino que me sorprendió que las familiaridades mantuvieran su intensidad y que la amabilidad en el seno de la contradicción diera paso a la formalidad de la historiografía. Todos ellos, finalmente, forman parte de una historia compleja, cuya reconstrucción nos compromete. Sobre todo, porque a su regreso de Berlín, los artistas chilenos no dijeron una sola palabra, fuera de anécdotas incompletas. Toda esa historia ha sido omitida por ellos mismos. Algunos de ellos han explotado su inclusión en el curriculum de carrera. Pero sigue siendo una extraña historia que nunca fue abordada  con rigor.  La exposición fue inaugurada en el momento de la caída del muro y ni aquí ni allá nadie la vio. Hay que pensar en las reseñas alemanas. Hay que recuperar los comentarios en la prensa cultural de la oficialidad cultural de la Oposición democrática. Prácticamente nada. Pero lo más grave, a mi juicio,  es que los artistas chilenos no pensaron jamás en la singularidad de Berlín. Solo sabían ser víctimas tardías de la guerra fría y eran incapaces de ponerse en el lugar del conflicto interno de la izquierda mundial. Entonces, ni lo vieron venir ni lo comprendieron. Pensando, por añadidura, que Berlin era sinónimo del mainsteam del arte contemporáneo, ya que viajaron llevando en la cabeza en discurso de la revista Flash Art.




[1] El 23 de junio tendrá lugar en Berlín un pequeño coloquio para celebrar las exposiciones organizadas por la NGBK, que fuera la institución responsable de la organización de la exposición “Cirugía Plástica”, que tuvo lugar en el Museo de Arte Contemporáneo de Berlín en septiembre y octubre de 1989. Invitado a participar, he resuelto hacer entrega anticipada de un conjunto de reflexiones tendientes a problematizar no solo el concepto de solidaridad artística y política, en esa coyuntura, sino a reconstruir desde la documentación efectiva y recursos orales, lo que fue una exposición de la que en Chile prácticamente no hubo mención, por más de veinte años.

[2] La palabra resistencia fue de uso común en el ambiente de exilados, que preferían su asociación a la lucha de la resistencia francesa, pudiendo de este modo sugerir que las fuerzas armadas eran fuerzas de ocupación en su propio país, lo que favorecía as llamadas “tareas de solidaridad”.

[3] Francisco Brugnoli

[4] Gonzalo Díaz
[5] Ciro Beltrán, Colectivo Royal de Luxe, por nombrar a algunos. Lo sorprendente de este asunto es que en la escena interna, jamás podría haber sido posible una exposición de este tipo. Los conceptualistas aceptaron a regañadientes la selección de “os alemanes porque consideraban que no hacían una correcta lectura de la escena interna. De este modo, “Cirugía Plástica” es una exposición que solo pudo ser realizada fuera del país, obligando a comparecer juntas, obras y artistas que en la escena interna no se reconocían. Por ejemplo, la obra de Ciro Beltrán fue relevada por un carácter pop criollo, que los conceptualistas ya habían desestimado como oportunismo estético, mientras la obra del colectivo Royal de Luxe era totalmente desconsiderada frente a la performatividad de Leppe. Sobre todo, que operaban en 1988, mientras que Leppe había realizado sus acciones más importantes entre 1980 y 1987. De este modo, “los alemanes” ejercieron una intervención sin precedentes en la escena interna, que redefinió temporalmente la visibilidad de unas minorías artísticas. Y por otro lado, favoreció el trabajo de Leppe, en función de la importancia de su trabajo anterior. De hecho, en Berlín, Leppe reprodujo una acción que ya había realizado en dos ocasiones anteriores, haciendo caso omiso de la singularidad berlinesa.  

[6] Empleo sin ingenuidad el vocablo “los alemanes”, que debe ser leído como una muestra de afecto. Durante la dictadura, decir en voz alta “los alemanes” era hacer referencia a “otros alemanes”, ya que la percepción que existía en el país era que la población de procedencia  alemana, que se había instalado en el sur desde la segunda mitad del siglo XIX, era en su gran mayoría partidaria de la dictadura. Así las cosas, “los alemanes” de la NGBK eran estos “otros alemanes”, no coloniales, que venían simbólicamente a buscarnos para conducirnos a la gloria del arte contemporáneo. Ciertamente, no era el propósito de la NGBK. Pero, en términos estrictos, tampoco los artistas entendían la posición minoritaria -en términos guattarianos-, que la NBGK representaba en la escena alemana.