El 1989, una delegación de artistas chilenos
viajó a Berlín para participar en la exposición “Cirugía plástica”, organizada
por la NBGK[1], que se
puede traducir como “nueva sociedad para las artes visuales” y que subsistía
gracias a insuficientes apoyos económicos del Senado de Berlín. Pero los
artistas no sabían cómo era el gobierno de la ciudad, ya que la izquierda
chilena cultural nunca estuvo muy interesada en los aspectos más decisivos de
la guerra fría. Por lo general, tenían la excusa de privilegiar el análisis de
la situación interna del país y de omitir sistemáticamente aquellos aspectos de
una historia internacional compleja, que podría eventualmente poner en peligro
la explotación de la victimación de rigor, severamente arruinada por el Triunfo
del NO.
Además, tampoco entendían el estilo democrático
abierto de los miembros de una institución alemana que representaba una gran
diversidad política. En este marco, estos habían formado un comité para
organizar una exposición de arte chileno que reflejara el carácter de las luchas
de acuerdo a una idea que ellos mismos se hacían de lo que podría significar la
lucha contra la dictadura en el país. Lo cierto es que “ellos” denominaban “resistencia”
algo que imaginaban, probablemente en
función de ensoñaciones insurreccionales. Cuando llegaron a Chile no se
encontraron con un pueblo en armas, sino con una escena artística cuya única
meta era ser reconocida en Nueva York.
Lo que no deja de ser curioso es que sus
principales contactos, en Chile, pertenecían a lo que podríamos denominar “extrema
izquierda” (Movimiento de Izquierda Revolucionaria, Frente PRP). Sin embargo,
lo “extremo” tampoco producía consenso nocional ni nacional. De modo que la
propia noción de “resistencia” poseía diversos grados de enunciación. De hecho,
no era una palabra que se usara en el léxico político de la época[2].
Más bien, era de uso común el vocablo “oposición democrática”, para
distinguirla de otro tipo de actividad que planteaba un tipo determinado de
lucha insurreccional, independiente de su fundamentación programática, que no
era compartido por la mayoría de la población.
Sin embargo, los llamados “alemanes” viajaron a
Chile y prontamente comenzaron a reunirse con críticos y artistas que iban
desde el comunismo disidente[3]
hasta la oficialidad[4]
de la oposición democrática a la dictadura. En el entendido que la disidencia
señalada, lo es en función del abandono de una tesis insurreccional, pasando de
este modo a formar parte de la oficialidad de la oposición. De tal manera, se
armó un espacio de debate entre diversos actores que buscaban validar sus
puntos de vista de manera excluyente. En el lado chileno, los conceptualistas
no aceptaban de buen grado que “los alemanes” tomaran en consideración las
obras de pintores neo-expresionistas y de colectivos de artistas que en la
escena interna no tenían, en términos estrictos, el menor peso[5].
De este modo, la mirada de “los alemanes” modificó la correlación interna de
fuerzas y es así como se explica la presencia en esta selección, de artistas
que de otro modo jamás habían sido reconocidos, siquiera, en la propia escena
artística. Al fin y al cabo, “los alemanes” impusieron su criterio y la lista
fue cerrada haciendo caso omiso de las preferencias de los artistas
conceptuales. Así y todo, estos últimos fueron los que viajaron a representar
la oficialidad de la escena interna, porque tenían el monopolio del discurso, y
además, porque el viaje formaba parte de las compensaciones después de no haber
accedido a sus presiones.
Resulta sorprendente verificar en un mismo
encuadre fotográfico a gente como Díaz, Leppe, Brugnoli, Errázuriz, que en el
espacio interno apenas se saludaban. Lo único que tenían de común, en 1989, es
que estuvieron en una misma fotografía, en lo que parecía ser una cafetería del
museo. La legitimidad de la fotografía
en cuestión estaba determinada por la hospitalidad de “los alemanes” de la
NGBK. Los chilenos no podían evitar “ser tomados” en el mismo encuadre.
Ahora: ¿Quiénes eran “los alemanes”? Por lo que
recuerdo, había cuatro: Chris, Gunther, Ricardo y Darío. Empleo sus nombres de
pila. No tenían apellidos. Estaban omitidos como un signo de cercanía que
autorizaba una urgente familiaridad. Esta
es una consideración a tener en cuenta a la hora de precisar los términos de la
solidaridad política y artística manifestada[6].
Los dos primeros, apasionados, eruditos, buenos
discutidores, con una amplia cultura de izquierda extra-parlamentaria alemana.
Los dos últimos, hijos de exilados chilenos, que ya habían proseguido estudios
de arte en Alemania y que compartían características semejantes con los
primeros. Sin embargo, estaban autorizados y legitimados por lo que denominaré
“gestión del dolor del exilio”, que los llevaba a extremar su ansiedad de
conocimiento de la escena interna y de representar a “los artistas sin voz”. Una cosa era común:
aún en momento de máxima tensión, guardaban una amabilidad desarmante.
Fue hace dos años que, realizando una
investigación sobre las obras de Leppe, me puse en contacto con Matthias Reichelt.
Es curioso. Es el único que en la distancia pudo instalar su apellido. Eso no
quiere decir que no conociera los apellidos de los otros, sino que me sorprendió
que las familiaridades mantuvieran su intensidad y que la amabilidad en el seno
de la contradicción diera paso a la formalidad de la historiografía. Todos
ellos, finalmente, forman parte de una historia compleja, cuya reconstrucción
nos compromete. Sobre todo, porque a su regreso de Berlín, los artistas
chilenos no dijeron una sola palabra, fuera de anécdotas incompletas. Toda esa
historia ha sido omitida por ellos mismos. Algunos de ellos han explotado su
inclusión en el curriculum de carrera. Pero sigue siendo una extraña historia
que nunca fue abordada con rigor. La exposición fue inaugurada en el momento de
la caída del muro y ni aquí ni allá nadie la vio. Hay que pensar en las reseñas
alemanas. Hay que recuperar los comentarios en la prensa cultural de la oficialidad
cultural de la Oposición democrática. Prácticamente nada. Pero lo más grave, a
mi juicio, es que los artistas chilenos
no pensaron jamás en la singularidad de Berlín. Solo sabían ser víctimas
tardías de la guerra fría y eran incapaces de ponerse en el lugar del conflicto
interno de la izquierda mundial. Entonces, ni lo vieron venir ni lo
comprendieron. Pensando, por añadidura, que Berlin era sinónimo del mainsteam del arte contemporáneo, ya que
viajaron llevando en la cabeza en discurso de la revista Flash Art.
[1] El 23 de junio tendrá lugar en Berlín un pequeño coloquio
para celebrar las exposiciones organizadas por la NGBK, que fuera la
institución responsable de la organización de la exposición “Cirugía Plástica”,
que tuvo lugar en el Museo de Arte Contemporáneo de Berlín en septiembre y
octubre de 1989. Invitado a participar, he resuelto hacer entrega anticipada de
un conjunto de reflexiones tendientes a problematizar no solo el concepto de
solidaridad artística y política, en esa coyuntura, sino a reconstruir desde la
documentación efectiva y recursos orales, lo que fue una exposición de la que
en Chile prácticamente no hubo mención, por más de veinte años.
[2] La palabra resistencia fue de uso común en el ambiente de
exilados, que preferían su asociación a la lucha de la resistencia francesa,
pudiendo de este modo sugerir que las fuerzas armadas eran fuerzas de ocupación
en su propio país, lo que favorecía as llamadas “tareas de solidaridad”.
[5] Ciro Beltrán, Colectivo Royal de Luxe, por nombrar a
algunos. Lo sorprendente de este asunto es que en la escena interna, jamás
podría haber sido posible una exposición de este tipo. Los conceptualistas aceptaron
a regañadientes la selección de “os alemanes porque consideraban que no hacían
una correcta lectura de la escena interna. De este modo, “Cirugía Plástica” es
una exposición que solo pudo ser realizada fuera del país, obligando a
comparecer juntas, obras y artistas que en la escena interna no se reconocían.
Por ejemplo, la obra de Ciro Beltrán fue relevada por un carácter pop criollo,
que los conceptualistas ya habían desestimado como oportunismo estético,
mientras la obra del colectivo Royal de Luxe era totalmente desconsiderada
frente a la performatividad de Leppe. Sobre todo, que operaban en 1988,
mientras que Leppe había realizado sus acciones más importantes entre 1980 y
1987. De este modo, “los alemanes” ejercieron una intervención sin precedentes
en la escena interna, que redefinió temporalmente la visibilidad de unas
minorías artísticas. Y por otro lado, favoreció el trabajo de Leppe, en función
de la importancia de su trabajo anterior. De hecho, en Berlín, Leppe reprodujo
una acción que ya había realizado en dos ocasiones anteriores, haciendo caso
omiso de la singularidad berlinesa.
[6] Empleo sin ingenuidad el vocablo “los alemanes”, que debe
ser leído como una muestra de afecto. Durante la dictadura, decir en voz alta “los
alemanes” era hacer referencia a “otros alemanes”, ya que la percepción que
existía en el país era que la población de procedencia alemana, que se había instalado en el sur
desde la segunda mitad del siglo XIX, era en su gran mayoría partidaria de la
dictadura. Así las cosas, “los alemanes” de la NGBK eran estos “otros alemanes”,
no coloniales, que venían simbólicamente a buscarnos para conducirnos a la
gloria del arte contemporáneo. Ciertamente, no era el propósito de la NGBK.
Pero, en términos estrictos, tampoco los artistas entendían la posición minoritaria -en términos guattarianos-,
que la NBGK representaba en la escena alemana.
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