En el libro de Jorge Semprún[1]
hay un relato que tiene lugar después de la liberación del campo de Buchenwald.
Junto a un camarada le cabe recorrer por una última vez la zona del Petit Camp,
donde se acumulan cadáveres que las autoridades del ejército aliado deciden
reunir, identificar, enterrar en una fosa común para impedir una epidemia.
Entonces, ingresan al sitio sin esperanza de encontrar a nadie con vida. Pero
de pronto se escucha un susurro. Es apenas un hilo de voz que estremece el
recinto. Se acercan y descubren que un hombre emite un sonido en el límite de
lo humano. Es efectivo, dice Semprún, era la voz de la muerte. Y cuando acercan
sus orejas a la boca del agonizante, perciben que éste repite una plegaria en yidish.
La muerte hablaba yidish. Era la plegaria de los muertos. A los pocos minutos pudieron
extraerlo de la ruma de cadáveres. Lo rescatan porque recita el hilo inaudible
de una canción. El hombre mantenía los ojos cerrados, pero nunca dejó de
cantar, dibujado en el borde de la ininscripción.
Semprún nunca había visto una figura humana que
se pareciera tanto a un crucificado. Pero
no a esos sufrientes cristos románicos,
sino a la figura atormentada de los cristos góticos españoles. Lo único
que hacía oír el agonizante era la fatiga extrema de su voz.
Lo tomó en brazos, lo más ligeramente posible,
para que la vida no se le escapara entre los dedos recogidos como unas patitas
de pájaro, y lo trasladó a la nueva enfermería, donde un médico francés declaró
que no sería imposible que lo lograra. Era un judío de Budapest que había
llegado en un tren cualquiera en medio de la debacle.
La frase que Semprún repite, como una plegaria,
le permite recordar la doble escena de otra pose, en la que toma en brazos a
otro agonizante. Estaba tendido en la litera de en medio y su cabeza le quedaba
a la altura de su pecho. Entonces pudo introducir sus brazos por debajo de sus
hombros y levantarlo; acercarlo a su pecho, a su boca, para comenzar la ceremonia
inversa, de tener que hablarle a quien ya no tiene fuerza siquiera para hablar.
Y lo primero que se le viene a la cabeza es un poema de Baudelaire. No importa
que cosa fuera. Lo único que le interesaba era que escuchara su voz; la voz de
otro cuyo murmullo le acompañara reiterando en su lugar la plegaria de los
agonizantes: ô mort, vieux capitaine, il
est temps, levons l´encre… Era su profesor, en la Sorbonne, Maurice
Halbwachs[2].
La frase queda fijada en la matriz de los
relatos que se asemejan a los del descendimiento. Ya dije en otro lugar que
parte de la discursividad de las obras chilenas claves de los años ochenta no
eran más que la declinación de una disputa bíblica. Una manera de reconocer que
el autocompasivo conceptualismo crítico de la coyuntura no era más que una
expansión narrativa ilustrativa, bajo nuevas condiciones de subordinación representativa,
accediendo a los efectos de un “método escolástico” que (a)tomistizaba la
“teoría de la significancia”, aplicada como patrón de medida para obras que
habían sido creadas bajo el régimen de otras epistemes.
En un debate registrado en el “Memorial de la
Shoah”, una sobreviviente confiesa que no regresó a Auschwitz sino treinta años
después y que encontró una escenografía; nada comparable a lo vivido.
Ciertamente. En Mauthausen hice ingreso al barracón de los republicanos
españoles. La disposición del lugar se asemejaba a una instalación. Quizás ese
haya sido el momento en que se (me) diluyó la escasa credibilidad y respeto que
tenía por el arte contemporáneo de hoy. Digo, de ayer. Esa estética
calculadamente povera, de ropa
europea usada, con la pátina de dramática extrañeza, encubriendo el olor a
desinfectante, ha sido la base para promover el floreciente mercado de arte político. Ahí reside su obscenidad.
En el suplemento de valor de la imagen de la pérdida, impresa (ojalá) en blanco
y negro (con algo de grano), incluyendo la cita del fragmento de Adorno que
ustedes ya conocen.
La frase: “lo tomó en sus brazos”. Esa es
la cita de Semprún que me permite recuperar el valor de la obra de Dittborn
como expansión del grano impreso en el límite de la aglutinante cohesión de una
figura apenas visible. Lo tomó en sus brazos, como el árbitro que se acerca a
Ben “Kid” Paret y reproduce el gesto de la madre, sentada, con su cabeza
apoyada en una mano, cuidando el sueño de su hijo enfermo. Esa era la frase
residual de la última columna que me señaló el camino para repetir el gesto de
quien debe acercarse de ese modo, para vestir un cadáver. Pasar la mano por
detrás, sostenerlo, y poder colocar su chaqueta. Esa es la matriz del
descendimiento en el arte chileno de la era post-dittborniana. No ya respecto
de Miguel Angel, que era una pista falsa, sino de Rubens, en el Descendimiento que se encuentra en el
Ermitage. Ese es el mito de origen
del arte chileno contemporáneo de ayer. Por eso, siguiendo a Stéphane Lojkine[3],
en la estructura del mito originario hay que distinguir tres momentos; de esos
que jamás serán abordados en ninguna escuela. Primero, el momento del choque, en que se narrativiza la muerte del Hijo; segundo, el momento de la reparación que instituye en el propio mito
de origen el tótem, como suplemento de la muerte; y tercero, el momento de la repetición, en el curso de la cual dicha
reparación es conmemorada, socializada y ritualizada, en el (de)curso de una
historia del arte chileno.
[2] Alumno de Lévi-Bhrul y Durkheim, fue profesor en
Caen, en Strastbourg y en Paris, terminando su carrera en el Collège de France,
en el que fue nombrado poco antes de su muerte en deportación en Buchenwald. La paradoja es que su obra de
conjunto se caracteriza por haberla articulado en torno a la noción de
consciencia social, manifestada de manera particular a través de na memoria
colectiva que obedece a sus propias, reglas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario