He recibido quejas curiosas sobre mi columna anterior. No
debiera referirme de ese modo a la escena de artes visuales. No sería justo. Por otro
lado, ¿por qué defiendo tanto a los arquitectos, se habrían vendido al mercado? De modo que mis aproximaciones
serían arbitrarias y odiosas.
Vamos por parte. El tipo de justicia reclamado
no tiene que ver con la analítica sino con la promoción y la defensa de unos
intereses corporativos. La fragilidad endémica de la escena no es una invención
mía sino una realidad que me precede. En
cuanto a la arquitectura y el mercado, es un capítulo ya sancionado en los
debates internos de la arquitectura chilena, con bastante mayor crueldad y
perspectiva que las aproximaciones moralistas. Ya abordaré este asunto.
La
debilidad estructural de la escena artística local es un tema sobre el que hay
que hacer, todavía, más precisiones. Nótese que hice una distinción, que
parecen no haber advertido mis censores, entre artes visuales y artes
plásticas (como artes des/fondarizadas).
Por otro lado, está ese famoso catálogo en cuya
presentación el propio Raúl Zurita instala el tema y señala con toda justeza que es la poesía la que inventa el paisaje en
Chile, y no la pintura. Y agrega que no hay en pintura ni en artes visuales un
equivalente a los cuatro grandes de la poesía chilena. Entonces, vayan a
reclamar a Raúl. No se atreven. Pero igual, su texto no ha querido ser leído. Y
eso que data de 1987, aproximadamente. Por lo que recuerdo, es el catálogo
UAB-C, para una exposición en Amsterdam. Hay que buscar. Muy interesante.
Demasiado interesante, diría. No hago más que citar los trabajos de otros que
han escrito antes que yo, sobre algunas cuestiones que me parecen decisivas.
Solo quiero insistir en un punto: después de mi
visita a Mauthausen, no volví a mirar con los mismos ojos una instalación de
arte contemporáneo. Fue en el curso de una visita a Austria. Viaje en que la mayor parte de mis
acompañantes prefirieron ir a dar una vuelta por la montaña y admirar un
paisaje de tarjeta postal. Lo curioso es que ese día, cuando regresé al hotel,
todas mis pertenencias estaban en el hall. Había sido lanzado de mi habitación.
La excusa era que la embajada no había mantenido mi reserva. Lo que era falso.
De hecho, hubo un reclamo inmediato de nuestra parte y la habitación me fue
restituida. Pero el gesto del hotelero era una respuesta a mi insistencia por
querer saber cómo llegar a Mauthausen.
Si no hubiese sido por un chileno de
Chillán con el que me encontré esa mañana, no hubiese podido llegar. Cada vez que preguntaba, nadie me decía nada. Todo era muy raro. Había una
extraña voluntad de impedirme llegar. Tomé un taxi. El chofer me preguntó la dirección. Cuando supo que era el campo, hizo un gesto de incomodidad. Hubiese preferido no tomar la carrera. Pero me llevó.
Entonces, pude tener una
dimensión de la (cierta) obscenidad del arte contemporáneo. Todo me pareció muy fútil. Escenográficamente memorializante. De un modo análogo, después de ver “Shoah” (Lansmann), es
imposible volver a soportar una representación hollywoodense de los campos de
exterminio.
Más aún, cuando pude percibir que en Chile,
muchas prácticas rituales tenían efectos estéticos más consistentes que muchas
manifestaciones de arte contemporáneo. Por eso, desde hace un cierto tiempo, solo
me dedico a trabajar obras que denotan la pulcritud y la modestia programática
apegada a la existencia de unas etnografías
que redefinen el carácter incisivo de
ciertas obras incidentes en un contexto de producción dominado por la ostentación
perversa-polimorfa que ha hecho del victimalismo una política de venta.
Este es el contexto en que una preocupación como
la de Jorge Lobos me hace sentido. Lo pienso en relación al efecto del trabajo
de Juan Román en Talca. Lo lamento. El arte no es un derecho humano, sino directamente
una condición humana. La arquitectura es un derecho, porque está ligada a la
historia de los asentamientos humanos. Lo que ocurre hoy día es que han
aumentado las zonas de des/asentamiento.
El nomadismo de catálogo, al que se podría
subordinar una mirada nostálgica sobre una antropología exotizada, ha sido
brutalmente sustituido por la catástrofe migratoria. Sin embargo, los artistas
que ilustran esta catástrofe, al lado de los arquitectos que trabajan en medio
de ésta, pasan a ser escenógrafos de la emergencia, garantizados por un espacio
museal que hace negocio con experiencias de sub-alternidad financiadas (cada
vez menos) por agencias de gobiernos europeos.
Ahora, todo esto no es nuevo. Ya desde hace años
hay suficientes sitios web que se han dedicado a reseñar y exponer trabajos de
arquitectos que operan en zonas de conflicto social catastrófico.
Admito la hipótesis de que estos arquitectos
realicen prácticas que se aproximan a la intervención social sustituta y que se
hayan convertido en facilitadores de programas gubernamentales en zonas de
riesgo. Aun así, esto tiene un valor humano. Humanitario. Humanístico. Al
menos, proponen soluciones para hacer que la vida de otros sea menos miserable.
Ciertamente, hay algo católico, al estilo techo-para-chile,
como pastoral de exportación. Pero se trata de una intervención efectiva en
medio de una catastrofización progresiva de la vida cotidiana de la “ciudad
normal”.
Lo anterior quiere decir que las formas de
arquitectura de la sobrevivencia se convierten en algo permanente y que se
sustrae de la normal indolencia de las instituciones de gestión de crisis.
Frente de esto, las disputas de la escena
artística (siempre) me han parecido refriegas de agentes que hacen efectivo el
reconocimiento de “carecer de todo poder”. Por ejemplo, el poder intervenir
para que la vida de otros sea, como he dicho, menos miserable. En Chile, en el campo artístico como síntoma,
la lucha por la inclusividad se ha convertido en la disputa de cuotas presupuestarias de los representantes de los
des/incluidos. Una nueva profesión que ha permeado la pragmática de las
ciencias humanas.
La arquitectura de emergencia, por su
parte, ha señalado una zona de
recomposición en que las suturas y los ejemplos de re/hechura, provenientes de
la academia del corte y confección no pueden ser reducidas a metáforas, porque
de su eficacia precaria depende la vida de miles de personas.
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