Siempre me gustó la artesanía. En
casa, en Concepción, en un medio clase mediano modesto ascendente, la cerámica
de Quinchamalí era un emblema de progresismo social y ético. Y luego, la
cestería de totora y de diversas fibras sureñas cuyo nombre desconozco, pero
puedo distinguir a simple vista, que por lo demás, nunca es “simple”. Cuando me
dediqué de manera sistemática a recorrer algunas partes del territorio en
bicicleta –la soledad del ciclista de fondo- lamenté no saber de flora ni de pájaros.
Tuve que lamentar no poder nombrar los elementos residuales del universo sonoro
y visual de mi infancia, de la que podía tener unos estallidos gracias a la
velocidad corporal-mecánica con que me desplazaba. Nunca he podido sobreponerme al efecto monumental
del canto de centenares de ranas reproduciendo amplificada en el paisaje la
angustia fisurada de los pliegues más íntimos del cuerpo, solo comparable a la
demolición de la consciencia, asociada al ruido que producen los bloques de
hielo de un ventisquero al momento de separarse de la masa y desplomarse en el mar.
En relación a lo anterior, la
vertiente vitalista de mi ideología-de-vida me permitió localizar la “consciencia de si” en la zona que recorre el esternón y hasta la
boca del estómago, mientras que la base de la comunidad residía en los
artificios que provenían de las artes pobres
del fuego; es decir, la cerámica negra de Quinchamalí. Así, entonces,
podía inventar la historia de mi asentamiento psíquico; entre la cestería y la
alfarería, como operaciones de delimitación del territorio y de su conversión
en paisaje, en Concepción, entre la cultura del Andalién (maicillo) y la
cultura del Bío-Bío (trumao).
La narrativa política que permitiría
enmarcar estas ensoñaciones de base estaría hilada por la pintura mural
realizada en una farmacia. Francesca Lombardo me decía que la Farmacia Maluje
era como la-farmacia-de-Platón-de-los-pobres. Chiste
para derridianos. Pero toda esa estantería que sostenía la clasificación de los
remedios estaba montada sobre una arquitectura de las transferencias diferidas
de la modernidad regional. En ese entonces, la cerámica negra y la cestería
formaban parte de un sistema simbólico completo, que (se) clausura con la
arquitectura del sur, cumpliendo un ciclo que solo es posible en el Estado
anterior.
La paradoja inevitable es que el
Estado de la post-dictadura sanciona la continuidad del derrumbe de la
comunidad deseada. La arquitectura como derecho humano dejó de estar en las preocupaciones
de los proyectos conmemorativos del Bicentenario, porque se produjo a
consciencia la sustitución de lo real por una escenografía. Al fin y al cabo, el
derrumbe de un modelo industrial vinculado a la epopeya de la arquitectura
metálica dio paso a una representación compensatoria de la cultura, inaugurando una nueva fase en
la ornamentalidad de la política, acarreando consigo la banalización de la
patrimonialidad.
Alguien tuvo –durante la era laguista- la idea de convertir todos
los galpones asociados a estaciones rurales desafectadas en centros culturales.
Sin embargo, eso suponía poner en valor la derrota de una imagen-de-país, que
ya había sido advertida en el modelo simbólico implícito ya inscrito en la
novela de José Donoso, “El lugar sin limites” (1966). De este modo fue posible sellar
mediante la cultura lo que la dictadura no había podido lograr. Es decir,
disolver la “punta de rieles” que había sostenido la unidad oligarca de la
Nación. Siendo ésta, una nueva paradoja historiográfica, en que una estación de
trenes debía ser reconvertida en sala de espectáculo plebeyo para sancionar el
derrumbe de un imaginario social.
Desde aquí emerge una proposición
sobre la combinación entre acontecimiento singular y estructura de larga
duración; a saber, de cómo una oligarquía mandata a la fuerza armada para
resolver su crisis interna, haciendo pagar el costo a los sub-alternos. Sin
embargo, los agentes de la fuerza cometieron el error estratégico de no
entender a tiempo que solo fueron requeridos para ejercer tareas policiales de
rigor.
Reordenada la escena quedaba
recomponer el cuerpo dislocado de la Nación, mediante la
sobre-patrimonialización de lo que estuvo en peligro de perder(se) a manos del
fantasma del socialismo. No es necesario abundar en detalles. La historia ya
estaba escrita. Los vencidos aparentes negociaron la infraestructura en
provecho de un emprendimiento simbólico supraestructural que los convirtió en
vencedores jurídico-políticos, especializados en temas de memoria y de inclusión.
Emergió, entonces, un auspicioso mercado de fetiches que prontamente ocuparon
el interiorismo chileno como espacio sintomático del pacto etnográfico sobre el
que se sustenta la industria del lujo.
Para el manejo masivo del ocio, en
cambio, el cierre del ciclo carbonífero debía quedar sancionado por la
conversión de un pique en emprendimiento de turismo local, montando sobre un
guión disney-gráfico del relato de
Baldomero Lillo. Mientras, al borde del río Imperial un parque de locomóviles
debía ser puesto en exhibición para celebrar una modernidad agraria fallida,
sin olvidar que la “civilización” del sur del país se realiza gracias a la
puesta en funcionamiento del complejo tecnológico de la cocina-de-hierro, que
permite inventar un modelo hogareño sobre cuya humanidad se forjarán, tanto
prácticas de inclusión como de exclusión social y política que definirán las
formas de tenencia y propiedad de la tierra a todo lo largo del siglo XX.
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