Los Cahiers
de Paul Valery son un objeto muy raro. En algún momento se podría pensar que
constituyen un objeto de pensamiento
en sí mismo. Pero en otros aparece simplemente como el soporte de un tipo de
escritura que no tendría formato preciso, entre fragmentos de intuiciones,
comienzos fulgurantes de ensayos, tentativas iniciales inacabadas de artículos
y conferencias, a medio camino entre el alba y la luminosidad terminal de la
noche, que sería donde emergen los pensamientos que estarían más cerca de la
fuente subterránea. En una segunda instancia, estos pueden adquirir la forma de
un discurso elaborado que será a su vez objeto de acoso, autónomo, fuera de sí.
Los Cahiers serían, de este modo, ese
lugar indeterminado cuasi clandestino que tendrá que hacer no pocos esfuerzos para ser
reconocido como laboratorio destinado
a formalizar la reserva de pensamiento.
No se expone la reserva, sino a título excepcional.
Habrá que haberlo entendido como programa regido por la pulcritud de un trabajo
que posee una retaguardia activo-defensiva.
Todo lo anterior es relativo a la lectura de la
página 54 del Dormeur eveillé, que se
puede traducir como su contrario, la vigilia del vigilante dormido. Pero
dejémoslo así, como el durmiente (recién) despertado o como el que duerme con un
ojo abierto, que dicho sea de paso es el objeto del discurso de J.-B Pontalis
en un pequeño capítulo titulado “la traza escrita”, que para efectos de lo que
me propongo terminará siendo declinada como “la traza cantada”, a propósito del
recuerdo que hago de las condiciones que enmarcaron mi educación sentimental y
política, en 1967 y 1968, en la proximidad enunciativa de las canciones de Ángel
Parra.
Al tener que pronunciar un saludo oficial en la
ceremonia de designación de un centro cultural[1]
para jóvenes con el nombre de Ángel Parra, me resonaba la letra de una canción
escrita para le celebración del primer año del gobierno de Salvador Allende, “Cuando
amanece el día”. Ya sabemos el resto: “cuando
amanece el día pienso / qué suerte tengo de ser testigo, / como se acaba con la
noche oscura / que dio a mi pueblo dolor y amargura”. Y de modo elusivo, el
residuo en mi memoria asume la merma del sentido y reproduce el imperativo por
el cual cada día pienso, qué suerte tuve de ser testigo de aquel momento de
enunciación de la canción de Ángel Parra, porque fui portador de la letra,
caminando hacia “el mitin de la seis en el centro / donde estaría todo el
pueblo gritando / pa´defender lo que se habría conquistado”.
Nada de lo que había en esa canción me podía
interpretar ni interpelar, como lo habían hecho las musicalizaciones de “En el
Tolima” y “El soldado”. La primera, siendo una letra que le había regalado A. Yupanqui,
para que le pusiera la música. El afecto
de esa letra ya me había planteado la imposibilidad de aceptar el efecto de letra de la canción de 1971. El
primero tenía que ver con las condiciones de afectación de un discurso, en el
que A. Yupanqui ponía los términos de lo sería para mí, el límite de lo
inaceptable: tirar el tiple al río.
En principio, todo estaba muy bien: era noche de
peligro. Entonces, ¿cuál fue la consigna?: “el que lleve tiple en mano, que
tire su tiple al río”. Allí estaba el principio de la fragilidad enunciada en
1971, porque el pueblo (solo) gritaría para defender la letra de su conquista,
por efecto de una derrota ya inscrita en la frontera simbólica que en 1967
distinguía el arte (el tiple) de la política (la noche de peligro).
El tiple es una guitarra pequeña que se conecta
en el diafragma de Ángel Parra, accediendo por contigüidad a la otra guitarra,
fabricada en la cárcel del pueblo, en que el artesano-preso duda qué cuerdas
ponerle si todavía no tiene clavijero. Pero esta es una canción en que la letra
y la música son del propio Ángel Parra, que reproduce la estructura pentafónica
que ya ha incorporado y elaborado desde que escuchara “El gavilán”, obra compuesta
por Violeta Parra en 1960.
La guitarra es una metonimia de la mujer. Por
cierto: “la guitarra y la mujer / se me figuran estrellas, / una no deja dormir
/ y la otra lo desvela”. Entre una y otra se sitúa la luz del alba en que emergen
los pensamientos cercanos a la fuente subterránea de la interpretación de la
historia, de la que hemos tenido la suerte de ser testigos, de cómo no solo no
se acabó con la noche oscura, porque ésta permanecería inscrita en la filigrana
distintiva de un programa que obligó a lanzar el tiple al río, dejando en
primera línea al grito, como única arma para enfrentar una amenaza que desde ya
no se podía conjurar.
De este modo, “Cuando amanece el día” fue
portadora de una normalización de la esperanza, mientras que “En el Tolima” y “La
guitarrita” tuvo lugar el delirio razonable de la duerme-vela, quedando a un
abismo de distancia entre la emancipación y el “policiamiento” del programa. El tiple es un instrumento de
cuerdas que fue lanzado al río. La guitarrita estaba descordada y reproducía la
arcaica industriosidad del arte carcelario. No había clavijero orgánico que
convirtiera el grito en materia. Entre estas canciones solo había cuatro o cinco
años de diferencia.
Pero allí estaba escrito el desmoronamiento de
una voluntad mantenida a la fuerza, a base de una ostentosa retórica de comité
central, que trasladaba la factibilidad metodológica de (otras) revoluciones improbables;
primero como tragedia y luego como farsa.
[1] El consejo municipal de la alcaldía de la catorceava
circunscripción de Paris decidió poner el nombre de Angel Parra a un centro
cultural para jóvenes perteneciente a una red de intervención social y cultural
denominada Paris Anim’. Este centro es sostenido por la voluntad de la alcaldía
y de la asociación CASDAL (Colectivo de Animación Sociocultural para una
Dinámica de Acciones Locales). Ángel Parra llegó a vivir al barrio del XIV en
1977 y no se movió nunca más de allí. Al cabo de un corto tiempo se convirtió
en n vecino eminente. Ya el hecho de ser quien era lo había situado en un
ámbito de reconocimiento ligado a la solidaridad con Chile. Pero su manera de
inscribir una personalidad en el barrio lo hizo ser reconocido como un
ciudadano que aportaba con su saber y experiencia al desarrollo de la vida
comunitaria. Ese fue el marco en que se realizó la ceremonia del 18 de mayo, en
el 183 rue Vercingetorix. Me atrevo a
sostener que en el XIVème, Ángel
Parra recuperó el pueblo incierto de su infancia. Es decir, ¿cómo pudo
recuperarlo si nunca lo hubo? Porque aquí logró instalar las condiciones de
desarrollo de su propia biografía como un mito.
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