viernes, 13 de diciembre de 2019

BUTOR (2)


La historia de toda sociedad hasta nuestros días, no ha sido más que la historia de la lucha de clases. Opresores y oprimidos han desarrollado una lucha constante, han conducido una guerra ininterrumpida, tanto abierta como disimulada. En el caso que abordaré, se trata de trabajar sobre esta noción de lucha disimulada, que aparece planteada por Marx en el primer párrafo del “Manifiesto”. De este modo, no me aparto de la referencia a la comunicación de Butor del año 1961, que ya he mencionado en una columna anterior, donde sostiene que la epopeya medieval pertenece a una sociedad de antiguo régimen, fuerte y claramente jerarquizada, en la que existe una nobleza. En el conjunto de individuos que componen la sociedad, destaca un sub-conjunto perfectamente delimitado, que aparece como evidente para todos y que ejerce la autoridad. Aquellos que no están en este grupo son los oscuros.

Esto es muy interesante. ¿Quiénes son los oscuros, para Butor? Aquellos que no son conocidos más que por sus prójimos; por sus cercanos del barrio. Por el contrario, el noble es saludado como tal por todos aquellos que lo reconocen en como sinónimo de su país y de los países vecinos. La autoridad del noble descansa a tal punto en su ilustratividad, que nuestra tierra se solo se hace conocida en el exterior gracias a él.  Sin él, caemos en la oscuridad; es decir,  no se nos toma en cuenta.  De manera que para ser vistos debemos pertenecer a otro noble.

Como se podrá apreciar, la jerarquía del antiguo régimen no es solamente política, sino semántica. Las relaciones de fuerza y de dominio están sometidas a relaciones de representación. El noble es un nombre. Estas son palabras de Butor, con las que arma una argumentación que lo va a conducir a otro lugar. Por el momento, bástenos la utilidad de este fragmento en el movimiento del discurso. La fuerza bruta no otorga nobleza.

Para que la fuerza del nombre pueda expandirse es necesario una escena donde la ilustración pueda ser ejercida; por ejemplo, un campo de batalla.

El relato de Butor es magistralmente simple en este sentido, porque describe que en el combate, aquel que golpea con más fuerza puede ayudar a aquellos que están alrededor suyo, que será la cabeza de un pequeño cuerpo que se disolverá si este es abatido. Basta con saber que alguien tient bon, para saber que el grupo de sus compañeros tient bon también. No hay manera de designar al grupo más que por su nombre[1].

Hay que seguir al detalle el movimiento que hace Butor. Desde el momento que un noble pronuncia un nombre, todo lo que designa aparece detrás suyo, como su sombra acarreada, configurando un fondo sobre el que su figura se destaca, luminosa. Sin embargo, todo lo que se despega de dicho fondo, que es lo que se ilustra y puede ser identificado, produce una segregación del conjunto. La luz que el individuo proyecta sobre sí mismo reaparece iluminando a aquellos que lo rodean. ¡Aquí aparece la clave! Esta diferencia no es puramente individual, sino que corresponde a la diferenciación de un grupo que todavía no aparecía. El noble, en consecuencia, debe continuar ilustrando su nombre, ya que su vida y sus éxitos deben alimentar constantemente la circulación metafórica que lo vincula con aquello que designa.

Todo lo anterior se justifica para comprender cuál es el rol de la epopeya en el equilibrio del antiguo régimen. Porque si ocurriera que durante un tiempo largo, la “enseña” del duque, del conde o del marqués, no hiciera hablar de sí en las regiones vecinas, es todo su pueblo el que sufre. Si sus vasallos dejan de hablar de él entre sí, ya no puede depositar en él su confianza. ¡Y esto es lo más importante! Van a ir a preguntarse si no habría otro que pudiera designarlos de mejor manera. Porque cuando en la historia de las luchas entra a faltar la palabra; cuando ya no hay cómo hacer el relato de actos heroicos, el poeta entra a ejecutar el trabajo de reemplazo.

Frente al vacío de ser, las palabras van a adquirir solidez sustituta y la familia caída en desgracia recibirá la garantía del trovador de servicio. De este modo, habrá que comprender que en los momentos en que la organización feudal corre el riesgo de disolverse por la incapacidad de ciertos nobles, la epopeya puede salvar de la oscuridad a una familia en desgracia, que amenazaría con acarrear en su caída al conjunto del pueblo y sumir a la sociedad en el caos.

¿Qué termina diciendo Butor en los párrafos finales de la página 118 de este cuaderno de marzo de 1962? Simplemente, que “Jerusalem libertada” (Tasso) viene a ser el último y no menos genial esfuerzo para intentar devolver a las familias nobles el lustro que en ese momento están comenzando a perder.




[1] Es preciso recordar que el título del texto de Butor es “Individuo y grupo en la literatura…”. El ejemplo medieval es muy significativo si se piensa en que en esos años sesenta los historiadores como Duby y Le Goff instalan una lectura sobre los “intelectuales del siglo XIV”, sus compañeros en la polémica. De ese modo, Butor acude “al domingo de Bouvines” para hablar de los nombres.

viernes, 6 de diciembre de 2019

MADRID


Mientras la prensa madrileña comenta el otorgamiento del Premio Velásquez a Cecilia Vicuña, en el Reina Sofía se ha montado una retrospectiva de Jörg Immendorff, que bajo el título “La tarea del pintor” me hizo recordar la obra de un artista cuya vocación era la de alguien que se concebía como parte de una sociedad en transformación. Frases como éstas son las que me dejan petrificado. No hay sociedad que no experimente transformaciones profundas. Lo cual, en los años ochenta, era bastante fácil de llevar a cabo como programa, en Chile. Bastaba compartir al enemigo común. Todo el resto era equívoco.  

Es preciso recordar  la frase de Sartre cuando afirma que jamás (se) había sido más libre que bajo la Ocupación. Y agregaba: porque éramos perseguidos, cada uno de nuestros gestos tenía el peso de un compromiso. Por ese entonces, durante la dictadura chilena, las obras parecían ser portadoras de señales, difundían informes y propagaban consignas. Todo indicaba que, corriendo los riesgos que había que correr, el compromiso era la inversión con que los artistas aseguraban su futuro. Cuál no sería mi estupor cuando en el texto de presentación, impreso en el folleto de rigor, se deja en claro que los primeros cuadros de Immendorf, en torno a 1966, denotaban desde ese momento un interés marcado, tanto por el aspecto corriente de los objetos cotidianos como por el cariz artesanal de la práctica pictórica. Era obvio que después habría que decir que estaba interesado en el análisis de la historia de la pintura, así como en el desarrollo de su tradición técnica. Es decir, ¡no hacía más que cumplir con la tarea! Pero sostener eso en Santiago, en 1976, era un anatema.  En 1966, José Balmes, ya había cumplido lo suyo: en 1965 ya había pintado la serie de Santo Domingo. Compartía, entonces, con Immendorf, el compromiso formal que articulaba la historia individual con la historia general. En 1967 pintará “Homenaje a Lumumba”, cuadro que hoy día está perdido.

Nada de esto escapaba al artista cuya obra pasó a representar el espiritu oficial del siglo, que en 1984 se caracterizaría por recomendar a sus alumnos ir a leer las revistas de arte que llegaban a la biblioteca del chileno-norteamericano, porque era la mejor manera que tenía para sacárselos de encima. Estos últimos se tomaban en serio la consigna y terminaban arrancando las páginas, para regresar a la escuela a pegar los recortes en los ángulos de las planchas aglomeradas que les servían de soporte en aquellas flojas clases de dibujo. Gran parte de la pintura neo-expresionista que cubrió el horizonte de la pintura ascendente de esos días provino de dicha degradación editorial.

Sin embargo, el momento más perturbador de la experiencia de recorrer la retrospectiva madrileña de Immendorf tuvo lugar cuando abrí al revés el folleto de sala, en el que se reproducía una pintura cuyo título me resultó inquietantemente ejemplar: “¿Donde te sitúas con tu arte, compañero?”(1973).



Es preciso describir el cuadro: mientras un pintor trabaja en su taller, al interior de una vivienda, protegido por una lista de palabras (por-art, realismo, arte conceptual, land art, etc) y las huellas seminales realizadas con la ayuda de un pincel sobre una tela, un trabajador le abre la puerta -lo interrumpe- y le formula la pregunta que dará origen al título, mientras afuera, en la calle -que ocupa la otra mitad del cuadro-, tiene lugar una manifestación obrera gráficamente densificada.

En alguna ocasión, escuché que Augusto Boal, el dramaturgo brasileño, contaba que luego de una función de teatro en el nordeste, donde al final de la pieza los oprimidos se rebelaban contra los coroneles, se le acercó un grupo  de campesinos que le manifestaron su aprobación por la representación y le indicaron que tenían las armas listas para ir a deshacerse de los coroneles de la región. Los campesinos no habían entendido que el teatro solo estaba para instalar en lo real (de las dramaturgias de la opresión), las reglas de una consolación que no les estaba destinada.

La pregunta del cuadro de Immendorf se había trasladado de sitio.  Su escenografía estaba planteada para saber cómo, desde la pintura como simulación de segundo orden, era posible responder esta misma pregunta, hoy día, en diciembre del 2019, sabiendo que toda la inversión orgánica se resolvía en la construcción de una distancia crítica, que dejaba a la objetualidad conceptual de los años ochenta en una posición de oportunísima y necesaria ingenuidad.