Hace muchos meses asistí a un asado en casa de un descreído
operador del socialismo chileno, que se
divertía con unos compañeros suyos
comparando el último año de la Presidenta Bachelet con situaciones complejas ocurridas durante
la Unidad Popular. Como era de esperar, el juego consistía en
tomar algunos roles del pasado para atribuirlos a personalidades del presente. De modo que en un momento, al
buscar similitudes forzadas, uno de los presentes preguntó quien encarnaría hoy día el papel
que jugara en ese entonces,
Altamirano. Lo realmente extraordinario fue que todos gritaron, al
mismo tiempo: “¡Ella misma!”. Se
referían a la Presidenta, por cierto.
El mal gusto del chiste reunía todos los elementos para
forjar la exactitud de su referencia marxiana. En el análisis que Marx hace de
las luchas de clases en Francia se pregunta por esta extraña actitud de la
burguesía de vestirse con ropajes de una época pretérita para cumplir la misión
de su tiempo. Una vez me contaron que Miguel Enríquez y el comité central del MIR leían las memorias de Manuel Azaña
para estudiar la caída de la república española, pero en plena
crisis de la Unidad Popular, para explicarse la inminente derrota de Allende a
partir de los errores cometido por el propio Azaña, en un contexto de inmadurez
de las condiciones objetivas.
Pero el rol asignado a la Presidenta Bachelet en cuanto a
ser su propio Altamirano me hizo pensar en un modelo de comportamiento político
que le calza a cabalidad, por cuanto pasa a encarnar la figura de la
des/constitución de lo ya
constituido. De este modo, en el seno
del Estado, el propio Ejecutivo se juega a realizar gestos de
contra-estatalidad que debiéramos analizar en detalle; todo esto, claro está,
en la perspectiva anticipativa del deseo de
una nueva constitución. Para
legitimarlo, en suma, ha sido preciso asegurar la anticipatividad de un gesto
contra-constituyente que se conecta, efectivamente, con el viejo texto de Lukacz sobre la
“actualización” de la revolución. En suma, hacerla presente, en el seno de lo
ya constituido. No creo que Peñailillo haya sido un lector de Lukacz, sin
embargo, expresó la voluntad de presentificación de algo que había quedado en
el olvido de la UP -de la UP como olvido de una política-, para representar la “actualidad de
Altamirano” como instancia de aceleración del imaginario de la re/constitución.
El carácter simbólico de esta contra-estatalidad ha sido uno
de los atributos del funcionariato de Cultura, a todo lo largo de esta
década. Resulta excepcional la dimensión
que ha alcanzado el CNCA como el gran espacio de contra-cultura al interior
mismo del Estado. Es decir, que ha
llevado al paroxismo la figura de la fisuración institucional y de la
producción de alternativa disponible para colmar una falla incolmable, que lo
ha convertido en el gran laboratorio del “altamiranismo” institucional, con que este gobierno ha necesitado vestirse
para “cumplir la misión de su tiempo”.
En esta misma lógica se planteó el envío de Bernardo Oyarzún
a Venecia. Lo genial de todo este asunto es que el envío no es más que un
síntoma distintivo de (todo) este significante político anticipativo
contra-constituyente. La confirmación de
esto la pude obtener de la crónica
suscrita por Alejandra
Villasmil en Artishock, cuando señala que el envío oficial del Estado de Chile consistió en
llevar el “estado de guerra” a
Venecia, en el mismo momento, como lo señalé en la columna pasada, que la
Presidenta presenta el Plan Araucanía.
De ahí que podamos imaginar que “el estado de guerra”, aunque fuera
nominativo, adelantaba a través del discurso del arte lo que el discurso
manifiesto de la política no podía sostener bajo el techo del Palacio; con lo
cual, la Presidenta daba muestras de su carácter no solo conspirativo, sino
para-insurreccional, jugándose a declarar Venecia como figura a través de la
cual, su gesto contra-estatal se hacía ver como anticipación de un deseo
constituyente.
Lo dramático de toda
esta situación es que los dirigentes del movimiento mapuche no supieron leer la
“contra-constituyencia” de este gesto presidencial, porque de lo contrario
hubieran entendido que la propia Presidenta estaba validando conceptual y
políticamente la noción de zona
liberada, no en términos de un “territorio”, sino de un “paisaje”.
¿Dónde estuvo la falla, en (toda) esta operación? En que la
noción de zona liberada no se pudo desprender de su determinación museográfica
y pasó a ilustrar el discurso museológico de un proyecto de “ministerio de las
culturas”, que es la “instancia Altamirano” que la Presidenta deposita como pragmática contra-instituyente en el programa
del próximo gobierno.