lunes, 30 de abril de 2018

LA IMAGEN ANHELADA


Al recibir la invitación para este congreso[1], recordé con gratitud la fecha de mi última conferencia en Guayaquil. Era en el 2001 y el objeto de mi ponencia fue “El curador como productor de infraestructura”[2].

Ahora se trata de indagar sobre “la constitución de los imaginarios que posee el artista en su construcción de mundo ideal”.  Lo que les propondré será una hipótesis sobre los imaginarios de la Obra-Dittborn,  anclados en su propia materialidad, en el entendido que “mundo ideal” es una abstracción operativa que define solo el diagrama sobre el que está montado el imaginario de obra.  Sin embargo, en el texto introductorio del programa de este encuentro, se hace una importante sinonimia entre imagen anhelada y mundo ideal,  porque al igual que, como sostiene Didi-Huberman, no hay forma sin formación, esa imagen en tanto forma es una plataforma de sustentación “de la carga cognitiva que ostenta, así como esa  posibilidad de contenido y conocimiento, pero sobre todo de poder político que tiene dicha imagen….”. 

Si el mundo ideal al que la introducción se refiere es el diagrama de obra, entonces debemos preguntarnos por  la cantidad  de carga  cualitativa que la imagen está dispuesta a sostener, por su materialidad.  De este modo, se verifica como el  momento anticipativo en que se produce lo que el propio Didi-Hiberman sostiene a partir de Benjamin. Si bien, cita a Rilke para introducir una hipótesis fulguratante: si la imagen poética arde, es verdadera. De ahí que Benjamin puede sostener, a su vez, como premisa, que la verdad no aparece en el desvelo, sino en el incendio del velo, que es un incendio de obra en la que la obra alcanza su mayor luz. Entonces, convengamos que la hipótesis funciona del siguiente modo: “la imagen arde en su contacto con lo real”.  

Habrá que saber en qué sentido, arder, para la imagen, se constituye como aquella condición paradójica que incluye su propia sintomatología, porque solo se admite como el momento de estallido en medio del cual se condensa un pensamiento.  Intento demostrarles que esto es lo que ocurre, justamente, cuando Dittborn emplea la imagen de un negativo para señalar la inversión de la paradoja referencial de la cultura como un malestar  inscriptivo, en el curso de una secuencia en la que hace descansar en la materialidad  de su transferencia la condición de  verdad de la imagen. 

Justamente, es en su transferencia material  que encontraremos la validación del inconsciente tecnológico que habilita la puesta en visibilidad de una obra que se asume a la vez como documento  y objeto de sueño; es decir, de trabajo del sueño, para abrirse paso como un monumento, cuya disposición produce el conocimiento sobre las condiciones de su propia impostura reproductiva.  Por cierto, Didi-Huberman  se reconoce en la disciplina inventada por Warburg, porque permite reconstruir “el lazo de connaturalidad entre palabra e imagen”. 

Sin embargo, Didi-Huberman  no prosigue abordando el carácter de este lazo, sino que regresa a plantear  la necesidad de hablar de lo real a partir de su incendio; es decir, de sus cenizas. Pero admito que me siento abrumado frente a la posibilidad  de pensar en que el lazo al que nos referimos, es un cuerpo; el cuerpo mismo como condición material de vínculo entre imagen y palabra. De modo que el incendio se produce en el terreno de la primera línea de defensa del yo; es decir,  sobre la piel. Vale decir, la piel en su extensión y en sus pliegues. Más todavía, en sus pliegues. No se puede, entonces, hablar de imágenes, sin hablar de la herida como efectuación de una inscripción, sobre una superficie dispuesta a acoger la sutura simbólica destinada a  escribir el nombre de una filiación narrable.  De este modo, me parece posible establecer un anclaje sobre el vínculo entre imagen y palabra, desde la potencia corporal de producir un enunciado, antes de leer y escribir.

“Leer y escribir” es una obra montada por Dittborn en una exposición colectiva, titulada “Con-Textos”, que tuvo lugar en abril de 1982 en Galería Sur de Santiago de Chile. En esa ocasión, Dittborn hizo copiar a un niño  con “mala letra”  el texto  de la carta que le  envió un condenado a muerte al presidente de la república para solicitar clemencia. El hombre era culpable de las muertes de una mujer y de sus hijos; crímenes cometidos cuando era un lumpen agrícola. Pero fue encarcelado y estuvo preso un tiempo antes de que se dictara sentencia; tiempo en el que aprendió a leer y escribir; en que fue educado, para poder acceder a la comprensión del crimen y así, poder disponer del tiempo de su ejecución.

El niño “imitaba” al condenado, cuya caligrafía era similar a la suya.  El condenado “se hacía niño” para poder montar la plataforma de su inocencia cultural, puesto que gracias a la prisión, había abandonado su “estado de naturaleza”.  La imagen arde en su contacto con lo real de la palabra copiada y transcrita, como repetición de un gestus que asegura la reproducción de la connaturalidad entre imagen y palabra.



[1] 1er Congreso de Crítica, filosofía y teoría de Arte Contemporáneo:…La Imagen Anhelada…
(Por el día internacional de los museos), Museo Nahim Isaías, Guayaquil (Ecuador), 21, 22, 23 de mayo del 2018.

[2] Hace una década escribí un texto sobre una experiencia curatorial inquietante. Se trataba de Cartografías, el diagramático proyecto de Ivo Mesquita, realizado a fines de los años noventa. El texto alusivo fue leído en un coloquio en Guayaquil. Después, fue retomado por José Jiménez para una publicación que está actualmente en la imprenta. El hecho es que en dicho texto hice una distinción metodológica que ha tenido el valor de merecer una cierta atención crítica. Su título era El curador como productor de infraestructura. Debo hacer recordar que la noción de infraestructura estaba referida a la producción de insumos para el desarrollo de una crítica histórica de nuevo tipo.
Mi propósito apuntaba a resolver problemas dependientes de la ausencia de investigación histórica en forma; mucho antes de que algunos críticos ventrílocuos se pusieran a especular con el tema de los archivos, curiosamente, para legitimar las manipulaciones de los nuevos padres totémicos en crisis de reconocimiento. Cuando digo especulación no hablo de pensamiento, sino de operaciones de inflación. Las manipulaciones del pasado para servir a los acomodos del presente son un atributo de los comentaristas de glosa ya conocidos. (…)  Pues bien: mi hipótesis de la producción de infraestructura apuntaba a resolver una carencia analítica en el terreno de la escritura de historia. Para cumplir con este objetivo resolví realizar solo exposiciones que cumplieran con esta solicitud analítica, porque al menos me permitía mantener durante un número de meses determinado a un equipo de investigación trabajando en torno al tema de la exposición en cuestión, con la amenaza siempre presente -claro está- de la ilustración discursiva. (http://www.justopastormellado.cl/niued/?s=SOBRE+EL+CURADOR+COMO+PRODUCTOR+DE+INFRAESTRUCTURA)

jueves, 19 de abril de 2018

MONUMENTOS SOCIALES



A propósito de la última columna, debo agregar que Don Pedro del Río y el ciclista que encontré en el  camino iniciaron un viaje para realizar su trabajo de duelo. El primero lo hizo en barco y en tren,  mientras que el segundo  solo pudo hacerlo en bicicleta. El primero regresó trayendo objetos de prueba y de reparación, depositándolos en un espacio para el goce de la comunidad; el segundo se transporta consigo como prueba, llevando sus propias pertenencias en un  dispositivo mecánico adaptado a su resistencia corporal.  El primero no se tomó fotos y trajo objetos en sus maletas; el segundo, prácticamente no transporta objetos y se saca fotos en el camino.  Es decir, se patrimonializa a si mismo,  haciendo de  la imagen de su cuerpo en el paisaje, la prueba de su propia deriva; pero al mismo tiempo, de la contención mínima que hace de él un peregrino definido por el deseo de seguir, siempre, en el camino.

Mi amigo Edgardo Neira me escribe desde Concepción después de la lectura de la columna y me señala que ésta le hizo recordar dos cosas. La primera,  un cuento de Andrés Sabella que leyó cuando estaba en el colegio, en que una  niña erraba eternamente en su bicicleta.  La segunda cosa que recordó fue un cuento del artista  Albino Echeverría ( un tesoro patrimonial vivo),  en que le relataba  que en el manicomio de Concepción,  que funcionaba  en el Parque Ecuador en unas cabañas de emergencia construidas "por mientras" tras el terremoto del 39, hubo alguna vez un patio  interior en que se mantenía, justamente,  a los "locos de patio".  Los numeroso orates penquistas eran en su mayoría indigentes y  se los vestía con uniformes del ejército dados de baja. Eso comprendía capas de generales, gorras sin visera, guerreras sin sus botones dorados;  incluso polainas de cuero y pantalones de montar.  

El ciclista de mi historia se parece a los indigentes del manicomio, pero ha encontrado la manera de salir del patio y expandir su economía de traslado hacia el camino, viviendo de pequeños trabajos, durmiendo en establos, en retenes rurales, justo para reponer la fuerza de continuar, porque el  futuro está “en el camino”.  De ahí que mis raids solitarios en bicicleta se convirtieron en una amenaza, porque cuando se  comienza a  reproducir la figura del peregrino-semi-indigente, se corre el riesgo de jamás regresar a casa. 

Don Pedro del Río Zañartu tenía casa. Regresó de sus viajes y  contrajo de nuevo matrimonio.  El ciclista sigue dando vueltas, pedaleando en su aparato como un  soltero.  Ambos  perdieron a su esposa e hija en una zona cercana a Lota.  La pérdida y el viaje los hace cercanos; sin embargo, las estrategias de  reparación los separa. Uno se repara, porque tiene casa, mientras el otro permanece en la irreparabilidad, reproduciendo las condiciones de  la falta de casa,  porque no tiene donde llegar (en términos simbólicos),  recorriendo una y otra vez  el país, poniéndose razonablemente al margen, sin molestar a nadie, viviendo de una especie de caridad institucional. Todo en él funciona en una escala de economía extremadamente reducida. Solo viaja con lo básico para su propia mantención en ruta. 

Don Pedro del Río se ha establecido en la memoria local y su estrategia de adquisición lo delata como un hombre que carecía de lo que, en esa época, podría haber sido buen gusto. Era un  empresario notable de provincia al que le faltaba el roce mundano  y dilapidador de ciertos  latifundistas de la zona central.  Si bien, el mobiliario de su casa denota un gran sentido del habitar, aunque eso se lo podemos atribuir al encanto de su segunda esposa, doña Carmen Urrejola.  

Don Pedro, en sus viajes, compraba “recuerdos”. En el fondo, eran un sustituto de la fotografía. La adquisición era una prueba de “haber estado allí”.  Creo haber percibido entre los objetos, un cierto número de cosas contrahechas, de esas que se adquieren en mercados populares de todo el mundo. Sea lo que sea, hasta lo más falso, tiene más de cien años. O sea, tienen un siglo dispuestos en la vitrina de un museo. Entre ellos, una momia egipcia que inflamaba nuestra imaginación, porque en esa época, a mediados de los años cincuenta, se publicaba una revista de historietas donde aparecía un personaje que se llamaba “el hombre momia”.

En el comienzo del siglo XXI,  el ciclista de fondo está más cercano al campo del arte contemporáneo  y comparte con el artista  la condición  simbólica del indigente limítrofe que vive como un peregrino; mientras que don Pedro del Río permanece en la patrimonialidad renovada  de  unas artes populares recuperadas desde la mirada caritativa  de un mentor, que busca legar a la ciudad lo auténtico de su pulsión recolectora.  El ciclista reproduce la posición del  garantizado por delegación, mientras  que el notable de provincia impone el lugar donde nace todo principio de delegación, ejerciendo sobre sus objetos la mirada institucional que hace de ese lugar un “monumento social”   significativo en la economía simbólica de la ciudad.

Quisiéramos que los museos de provincia, no importa su nombre ni su especialidad, sean algo así como unos monumentos sociales activos,  delimitadores de una experiencia de patrimonialización local, anclada en la  representación de corporalidad de unos sujetos que luchan por tener casa y escapar de la amenaza de la indigencia simbólica.


miércoles, 18 de abril de 2018

VIAJE Y REPARACIÓN (1) [1]



La casa de don Pedro del Río Zañartu fue edificada para tener un vista sobre la ciudad (hacia la izquierda) y otra sobre la desembocadura del Bio-Bio (a la derecha). Era este emplazamiento un atributo de poder sobre la política y la naturaleza, puesto que a sus pies había diseñado un parque “a la chilena”, solo con especies criollas. En la misma época, doña Isidora Goyenechea se había hecho diseñar por un experto inglés, los jardines del Parque de Lota. Mientras don Pedro del Río se establecía como un notable regional, empresario avanzado en la economía regional, articulador de los primeros mitos de desarrollo local, el Parque de Lota se verifica como un enclave, producto de la ensoñación ordenadoramente decorativa de quien debía hacer el trabajo de la compensación pública. La mina está ordenada en estratos, pero sobre la superficie, el Parque satisface la representación de una construcción que localiza el ocio en la primera franja de visibilidad, dejando al Chiflón del Diablo como un remedo literario. Me refiero a los efectos de reconstrucción del imaginario que hoy día mismo, ambas instalaciones siguen ejerciendo en la memoria local.

Pero regreso, por ahora, a don Pedro del Río, que era un hombre de negocios cuya sola historia como empresario debiera ser objeto de mayor estudio, sin desmerecer, por cierto, lo que se ha escrito sobre su biografía. Pienso en la necesidad de organizar una historia del empresariado penquista en los albores del siglo XX, en lo que significa la apertura de un espacio de desarrollo local que tiene lugar en el momento de pleno funcionamiento de las minas de Lota. Necesidad, simplemente, de buscar indicios de desarrollo local en competencia con enclaves tecnológicos que permitieron la constitución de un modo específico de conciencia laboral. Lo que me importa, por el momento, Es un momento biográfico duro en la historia de don Pedro del Río: el fallecimiento de su esposa y de su hija, a manos de la difteria. El hombre quedó en tal estado de tristeza que emprendió un viaje alrededor del mundo para trabajar su duelo.
De hecho, realizó varios viajes. Pero en concreto, en cada sitio que visitaba, adquiría un objeto. Es así como llenó sus baúles de muñecas bolivianas, zapatos chinos, babuchas turcas, dagas malayas, máscaras amazónicas, sombreros, bastones, piezas de arte popular, joyas, tonteritas, hasta una armadura veneciana del siglo XV, un traje de samurai, ¡y una pequeña momia egipcia! Todo eso, lo trajo a Concepción, lo instaló en su casa y lo donó a la ciudad. La ciudad se hizo cargo y armó este museo. Resulta necesario, hoy día, rehacer la historia de esta institucionalización, porque señala un marco para la reconstrucción de las fuentes de la historia local. Otra tarea. Pero lo que debe ser retenido, por el momento, Es el hecho de que este señor, aristócrata regional, se construye algo así como su propio “gabinete de curiosidades”. Siempre me ha sorprendido la ausencia de fotografías del viaje. Es probable que existan. Pero no las he visto. Lo que me sugiere la siguiente idea: ¿para qué iba a fotografiarse en esos lugares, si ya tenía en su poder objetos que señalaban la prueba de su paso? Pero hay otra cosa: fotografiarse solo era una prueba de la ausencia de su mujer y de su hija. Adquirir objetos implicaba hacerse de un objeto reparatorio, probablemente. Quizás esa sea la razón de nuestra fascinación infantil por esa colección; saber que es el producto de un duelo.
La última vez que visité el Museo Hualpén fue en enero del 2002. De regreso a Santiago, en plena carretera, en una estación de servicio cercana a Los Angeles, encontré a un ciclista, completamente varado. No era un ciclista cualquiera. El vehículo tenía alforjas delanteras y traseras. Era un ciclista de fondo. No era un ciclo-turista. Estaba vestido con una camisa y con pantalones de carabinero, dados de baja, muy bien conservados. O sea, presentaban cuidadosos remiendos. Llevaba puesta una gorra deportiva con insignias de diversos origen. Era un hombre delgado, moreno, la piel curtida. Pero estaba varado. En el suelo, había ordenado los restos del piñón y tenía la rueda trasera desarmada.
De inmediato, por complicidad ciclista, entablé conversación con el hombre. Había recorrido el país como unas cuatro veces. Vivía en la ruta. Vivía para pedalear. Dormía en comisarías. No molestaba a nadie. Solo pedaleaba. Hacía algunos trabajos para comer y seguía en la ruta. No era un indigente, sino un rutero de fondo que se había perdido en el pedalear. Era un “principe” del camino. Esperaba, en esa estación de servicio, a un tipo que lo llevaría en camión hasta un pueblo cercano donde conocía a alguien que le repararía la bicicleta, porque debía seguir su camino en los próximos días, para asistir a las festividades del aniversario de la Comuna de Lota.
Como decía: llevaba toda sus pertenencias en las alforjas. Sobre una de ellas, advertí un álbum de fotografías. Le pedí autorización para hojearlo. Eran sus pruebas. Efectivamente, había fotos suyas pedaleando en medio de una ruta cubierta por la nieve, en Puerto Williams, como también, parado junto a su bicicleta, en un paisaje andino, cercano a Putre. Hasta que entre las páginas del álbum encontré un trozo de periódico local, en que se le hacía una crónica. El hombre había perdido a su esposa y a su hija en un accidente automovilístico, en las cercanías de Lota, hacía como diez años. El hombre, para hacer su trabajo de duelo, ¡emprendió un viaje!




[1]   En la última columna hice referencia al Museo Hualpén, en el contexto de  un comentario sobre la noción de “museo mestizo”, sostenida por un equipo de trabajo del Museo Histórico Nacional.
En marzo del 2005 escribí dos columnas en www.justopastormellado.cl que titulé “Viaje y reparación (1)” y “Viaje y reparación (2)”.  He recuperado ambos textos y los presento en el formato de escenaslocales.blogspot.cl  trece años después, sin cambiar una coma.  En el imaginario penquista el Museo Hualpén ha sido un fondo de referencia ineludible, que explica en parte la sujeción simbólica que tengo por las inquietantes ensoñaciones vinculadas a la topografía de una desembocadura como  la del rio Bío-Bío.