Algunos lectores cuya fidelidad ha logrado
conmover una equívoca y temporal complacencia me han preguntado por las razones
de por qué una columna titulada “Patrimonios”, después de haberme referido a
Jorge Lobos y Ángel Parra. La respuesta es simple: ambas personalidades caben
en la denominación de “tesoros humanos”. Es decir, patrimonio inmaterial, de
acuerdo a las clasificaciones de los formularios de gestión. De ahí, a declarar
que el patrimonio de Valparaíso reside en la corporalidad de sus habitantes,
hay que realizar una operación metodológica que acarrea consigo algunos
peligros nocionales. Al comienzo de todo, lo que hay es la gran puesta en valor
de un sitio que necesita desalojar las subjetividades arruinadas, como
condición inevitable de todo proceso de renovación urbana.
Finalmente, la arquitectura de emergencia de
Jorge Lobos no es más que el efecto de una decepción estructural. La
sobrevivencia de las corporalidades desplazadas en la reivindicación inicial de
un sitio “patrimonio de la humanidad” es el resultado de una negociación
compensada que ha demostrado que la temporalidad de la especulación ha sido
demasiado larga y se ha extenuado el capital simbólico inicial.
Mientras pensaba residualmente sobre estas
recurrencias, en el Grand Palais tenía lugar una gran feria de oficios de arte
destinados a recomponer la creatividad de la industria del lujo. La paradoja no
es menor, si sabemos que a pocas cuadras se reúnen los “gilets-jaunes” para
protestar, justamente, contra la indolente expresión de la riqueza. El
vandalismo dirigido hacia los emblemas de dicha riqueza toma los Champs Elysées
como objeto privilegiado de su malestar, que es sintomático de otra cosa.
La industria del lujo, por su parte, ha obligado
a los oficios de arte a conglomerarse para hacer valer el savoir-faire como soporte de una identidad europea que debe
recuperar su destino en el regreso a lo hecho-a-mano, de peligrosa deriva
nacionalista. Pero esa es una contradicción en la que la redefinición del interiorismo
precede transformaciones en el “exteriorismo” de unas ciudades que se
desarrollan como malas escenografías. El hecho es que se ha instalar el deseo de una re identificación
de lo local, sobre los residuos ejemplares de oficios que, capitalismo
neo-liberal mediante, no podrían dejar de existir. Solo puede haber reducción
del consumo en relación a prácticas directamente vinculadas a la ornamentación
del ejercicio del poder, a la par con la producción de objetos subordinados de
adquisición masiva asegurada mediante la industria de lo verosímil.
En la Avenue
de l´Opera hay vitrinas en las que se
exhiben zapatos ingleses en que ni siquiera está visible el precio. A dos
cuadras, en la rue des Petits Champs, un local ofrece los “mismos modelos” -dos pares por ciento sesenta euros-; pero son
made in Portugal. Cualquiera entiende
que en la rue des Petis Champs no está el exponente del Grand Palais. Lo cual
está muy bien: el calzado ha sido confeccionado no solo para cubrir los pies,
sino para instalar el principio de la separación política de la representación.
Antes de viajar, me preparé para enfrentar el
choque de las similitudes tomando
prestado de la biblioteca del Instituto Francés de Santiago el “Manual de
etnografía” de Marcel Mauss. Hay un pequeño capítulo donde escribe que es el
lujo el que hace avanzar la moda. Es decir, cuando se produce aquel momento de
despegue de la necesidad, que es la única manera que tengo para entender la
elegancia de las piezas de cestería yanomami que he podido coleccionar. La
paradoja es que solo en una feria como la del Grand Palais es posible dimensionar
el valor de piezas, certificadas en su
apelación de origen, generalmente indígena, para que puedan colaborar en la
apertura de nuevos nichos de mercado en la industria del lujo, que es siempre,
el efecto de privilegio de “los otros”, satisfechos de participar en proyectos
de comercio justo.
Agrego un tercer elemento a la paradoja
patrimonial: a cuatro cuadras del Grand Palais, en dirección inversa donde
tiene lugar la protesta de los “gilets-jaunes”, se exponen los principios de
una crítica decolonial convertida en éxito académico. Desde allí se le reprocha
al autor de “Tristes Trópicos” de no haber dicho una sola palabra sobre las
luchas anti-coloniales. El libro es publicado en 1955, como “libro de viajes” y
recibe el premio como libro-del-año en el rubro, meses después que tuviera lugar
la Conferencia de Bandung. Bueno. Hay que decir que siempre existe un décalage entre ciencia social y
política. Nadie sabe en qué momento la primera quedará en falta respecto de la
segunda, y si aquello que se considera emblema objetual de una comunidad (cultura
popular) atraviesa la frontera del exotismo razonable para ser absorbido por el
circuito de la exclusividad en el seno de una industria sobre cuyo desarrollo
depende el destino de los oficios finos de arte.
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