Regresemos
a las “internas” pictóricas de la Escuela, que se sustraían a las
determinaciones ministeriales de los profesores que se veían obligados a
“trabajar por fuera”, para validar unas obras que en la Escuela eran
invalidables. Tanto habían compartido, Adolfo Couve y José Balmes,
en el combate por desplazar la pintura de referencia amarillo limón, que al final termina siendo Balmes el que convierte
el color ocre en la cruda materialidad de una pintura de la desertificación.
Al
fin de cuentas, Adolfo Couve había
conservado la economía depresiva de una pintura de interior, donde la sequedad
del ocre podía ser reemplazada por la humedad de la putrefacción de la palta
partida a la mitad, depositada sobre un plato de loza ordinaria con una línea
azul en el borde, dejado en medio de una mesa de cocina mal iluminada, como
resto de unas onces estatuidas en emblema de la domesticidad chilena.
El
verde de la “palta pasada” era el mismo verde que Couve encontraba en las
reproducciones de la pintura de J.-L. David, Muerte de Marat. En ese
momento Iván Vial ejecutaba unas
lamentables pinturas geométricas, de un oportunismo extraordinario, solo
comparable al eclecticismo de Camilo Mori.
La abstracción, finalmente, permitía la neutralidad del juicio y “pasar
piola”. Por entonces, Matilde Pérez,
también geométrica, deja el país para no
tener que sufrir la proximidad de estas operaciones de las que se percibe como
una exilada, en el seno de la propia Escuela.
Su marido, Gustavo Carrasco, fiel representante del “antiguo régimen”,
es desplazado por Adolfo Couve, porque
refleja políticamente la eficacia del manchismo., si bien este era ayudante de
Eguiluz.
A
los responsables de Investigación de la Facultad de Chile, dispuesta a recomponer la “facultad” del
arte, habría que decirles que el manchismo estaba sostenido por una alianza
socialo-comunista, mientras que los artistas del “antiguo régimen” (tanto los
post-impresionistas como los greométricos)
opusieron tenaz resistencia conformando un frente contra-reformista
apoyado por la democracia-cristiana. Lo
que hay que estudiar es que el polo revolucionario en esa coyuntura era una
ficción académica que se valida, también, a partir de las fuerzas que lo
combatían.
Matilde
Pérez sobrevive como “minoría de la minoría”, opacada por el “machismo” de la
estructura de reconocimiento. Comienza a
ser reivindicada, a fines de los años noventa, entre otras cosas, por la
necesidad de no tener que subordinarse al discurso programático de Vergara
Grez. Milan Ivelic y Ramón Castillo
tienen la necesidad de disponer de una
heroína amable y moldeable, para reivindicar la existencia de un cinetismo
chileno al que, paradojalmente, no dejan
de subordinar formalmente a Vassarely. Pero
que encubre, para provecho de la escena interna, la presencia de las fuerzas
políticamente invisibilizadas por la hegemonía comunista en la coyuntura de los
70´s. En el fondo, hasta podríamos
sostener que los mencionados se proponen, ladinamente, a reconstruir una historia
demócrata-cristiana del arte chileno.
De
modo que, después de haber recuperado al geometrismo desde la derecha, termina
el MNBA en los 2000, “izquierdizando” sus referentes, para
finalmente otorgarle un peso en la reconstrucción de una polémica pictórica en
la que representaba una franja de obras de carácter secundario.
Esto
debe ser relacionado, a su vez, con la
apertura de un mercado pictórico ligado a la emergencia de un coleccionismo de
pintura abstracta que requiere que sus obras adquieran rápidamente precio. Lo que no han entendido es que la
patrimonialización de la pintura abstracta no pasa por la fijación de
precios. Es preciso hacer algo más. Pero ese algo más, está siendo mal hecho. La
ansiedad editorial y expositiva no han dado los resultados que algunos
esperaban.
La
pintura de Matilde Pérez sirvió en la última década para que algunos agentes
hicieran un buen negocio externo, destinado -de paso- a
modificar su lugar en las historiografías reconstructoras. Confiados en que la Concertación/Nueva
Mayoría Cultural garantiza funcionariamente toda impunidad discursiva que
implique omitir las discontinuidades y
justificar los manejos para nuevas carreras, que respondan con leal rentabilidad
a la pregunta “¿Cómo voy ahí?” , estas operaciones institucionales han atravesado la década sin mayor objeción.
En
cambio, Adolfo Couve es una figura irrecuperable para la ejecución de
operaciones de recomposición de lugares subordinados. En el fondo, es el pintor a abatir, porque
desde su minoridad, representaba la
oficialidad de un continuum, respecto
del cual la pintura de José Balmes no
fue más que un momento perturbador
no-decisivo.
Al
pensar en la palta semi-podrida varada sobre ese plato blanco de la vajilla de
Ferrocarriles del Estado, no es posible dejar de asociarlo a ese bote flotando
sobre el óleo desertificado del agua estancada en una pintura de Jerónimo Costa
(Pinacoteca de Concepción), en una bahía
remota donde el ocre domina como una ominosa revelación deslavada. La estructura era compartida y establecía las
condiciones de homogeneidad para la sobrevivencia del abatimiento de las
cosas.
El
ocre de la desertificación precede al
verde del rencor republicano, como el color dominante de un anacronismo
de origen que sostiene, mal que mal, el sentido paródico de sus acciones, tanto
en la pintura como en la escritura, habilitando la figura de un “Frenhoffer de
pacotilla”. Salvo,
en la performance del reclamo a Balmes por haber habilitado una
contemporaneidad en la que él jamás tuvo lugar, sino como la permanencia
excéntrica que Balmes consideraba
necesario acoger para señalar su “novela
de origen”.
Pero,
sin duda, se trataba de un reclamo que acarreaba consigo desde hacía más de una
década. Si nos pusiéramos ladinos en el
manejo de los referentes, podríamos hasta sostener que la Acción de Adolfo Couve vendría a ser una anticipación del arte corporal, y que la
podríamos colocar como un polo
antagónico de la Acción de Eugenio Dittborn, fabricando la mancha
de aceite sobre el desierto en 1981.
Esto es lo que más detesta Dittborn. Ser asociado a Couve. Al menos,
aparecen, juntos, en el primer catálogo de pintura chilena de ese momento: 21 jóvenes pintores chilenos. Diseñado
por Nelson Leiva. Los de la Facultad,
hoy, ¿saben quien es Nelson Leiva? Partamos por ahí. En este catálogo, las
contraportadas son de papel carátula y de papel vegetal.
Couve,
en el texto de presentación tiene la “lucidez” de afirmar que lo único común
que hay entre esas pinturas, es que van en el mismo camión que las conduce a la
exposición en el museo. Estamos hablando de 1967, a lo menos. Hay una
reproducción en blanco y negro de una pintura de Dittborn, de 1965,
aproximadamente. Pero en la dinámica de los hechos pictóricos,
relativos a sus determinaciones inconscientes, Dittborn no se puede hacer el
desentendido de su dependencia arcaica balmesiana, siendo el representante de
mayor radicalidad de la desertificación de la pintura chilena y su principal
relevo.
Después
del golpe militar, mientras Matías Vial era designado decano, Adolfo Couve
regresó a dictar sus cursos a una Escuela en la que sin transición siguió formando parte de la nueva oficialidad
académica, combinando esta actividad con su ingreso como profesor a la Escuela de Arte de la Pontificia
Universidad Católica, donde ejerció entre 1974 y 1981, año en que renunció
solicitando expresamente ser reemplazado por
Claudia Campaña, que era en ese
entonces su ayudante.
Claudia
Campaña acaba de re/publicar –en tributo a su maestro- La
lección de pintura (Metales Pesados).
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