sábado, 19 de marzo de 2016

MANCHISMO Y MACHISMO


Regresemos a las “internas” pictóricas de la Escuela, que se sustraían a las determinaciones ministeriales de los profesores que se veían obligados a “trabajar por fuera”, para validar unas obras que en la Escuela eran invalidables.   Tanto habían compartido, Adolfo Couve y José  Balmes,  en el combate por desplazar la pintura de referencia  amarillo limón, que al final  termina siendo Balmes el que  convierte  el color ocre en la cruda materialidad de una pintura de la desertificación. 

Al fin de cuentas,  Adolfo Couve había conservado la economía depresiva de una pintura de interior, donde la sequedad del ocre podía ser reemplazada por la humedad de la putrefacción de la palta partida a la mitad, depositada sobre un plato de loza ordinaria con una línea azul en el borde, dejado en medio de una mesa de cocina mal iluminada, como resto de unas onces estatuidas en emblema de la domesticidad chilena. 

El verde de la “palta pasada” era el mismo verde que Couve encontraba en las reproducciones de la pintura de J.-L. David, Muerte de Marat.  En ese momento Iván Vial ejecutaba  unas lamentables pinturas geométricas, de un oportunismo extraordinario, solo comparable al eclecticismo de Camilo Mori.  La abstracción, finalmente, permitía la neutralidad del juicio y “pasar piola”.  Por entonces, Matilde Pérez, también geométrica,  deja el país para no tener que sufrir la proximidad de estas operaciones de las que se percibe como una exilada, en el seno de la propia Escuela.  Su marido, Gustavo Carrasco, fiel representante del “antiguo régimen”, es desplazado por  Adolfo Couve, porque refleja políticamente la eficacia del manchismo., si bien este era ayudante de Eguiluz.
 
A los responsables de Investigación de la Facultad de Chile,  dispuesta a recomponer la “facultad” del arte, habría que decirles que el manchismo estaba sostenido por una alianza socialo-comunista, mientras que los artistas del “antiguo régimen” (tanto los post-impresionistas como los greométricos)  opusieron tenaz resistencia conformando un frente contra-reformista apoyado por la democracia-cristiana.  Lo que hay que estudiar es que el polo revolucionario en esa coyuntura era una ficción académica que se valida, también, a partir de las fuerzas que lo combatían.

Matilde Pérez sobrevive como “minoría de la minoría”, opacada por el “machismo” de la estructura de reconocimiento.  Comienza a ser reivindicada, a fines de los años noventa, entre otras cosas, por la necesidad de no tener que subordinarse al discurso programático de Vergara Grez.  Milan Ivelic y Ramón Castillo tienen  la necesidad de disponer de una heroína amable y moldeable, para reivindicar la existencia de un cinetismo chileno  al que, paradojalmente, no dejan de subordinar formalmente a Vassarely.  Pero que encubre, para provecho de la escena interna, la presencia de las fuerzas políticamente invisibilizadas por la hegemonía comunista en la coyuntura de los 70´s.  En el fondo, hasta podríamos sostener que los mencionados se proponen, ladinamente, a reconstruir una historia demócrata-cristiana del arte chileno.

De modo que, después de haber recuperado al geometrismo desde la derecha, termina el MNBA  en los 2000,  “izquierdizando” sus referentes, para finalmente otorgarle un peso en la reconstrucción de una polémica pictórica en la que representaba una franja de obras de carácter secundario. 

Esto  debe ser relacionado, a su vez, con la apertura de un mercado pictórico ligado a la emergencia de un coleccionismo de pintura abstracta que requiere que sus obras adquieran rápidamente precio.  Lo que no han entendido es que la patrimonialización de la pintura  abstracta no pasa por la fijación de precios.  Es preciso hacer algo más.  Pero ese algo más, está siendo mal hecho. La ansiedad editorial y expositiva no han dado los resultados que algunos esperaban.

La pintura de Matilde Pérez  sirvió  en la última década para que algunos agentes hicieran  un buen  negocio externo, destinado -de paso- a modificar su lugar en las historiografías reconstructoras.  Confiados en que la Concertación/Nueva Mayoría Cultural garantiza funcionariamente toda impunidad discursiva que implique  omitir las discontinuidades y justificar los manejos para nuevas carreras, que respondan con leal rentabilidad a la pregunta “¿Cómo voy ahí?” , estas operaciones institucionales han  atravesado la década sin mayor objeción. 

En cambio, Adolfo Couve es una figura  irrecuperable para la ejecución de operaciones de recomposición de lugares subordinados.  En el fondo, es el pintor a abatir, porque desde su minoridad, representaba la oficialidad de un continuum, respecto del cual la pintura de  José Balmes no fue más que un momento perturbador no-decisivo.

Al pensar en la palta semi-podrida varada sobre ese plato blanco de la vajilla de Ferrocarriles del Estado, no es posible dejar de asociarlo a ese bote flotando sobre el óleo desertificado del agua estancada en una pintura de Jerónimo Costa (Pinacoteca de Concepción),  en una bahía remota donde el ocre domina como una ominosa revelación deslavada.  La estructura era compartida y establecía las condiciones de homogeneidad para la sobrevivencia del abatimiento de las cosas. 

El ocre de la desertificación precede al  verde del rencor republicano, como el color dominante de un anacronismo de origen que sostiene, mal que mal, el sentido paródico de sus acciones, tanto en la pintura como en la escritura, habilitando la figura de un “Frenhoffer de pacotilla”.   Salvo,  en la performance  del reclamo a Balmes por haber habilitado una contemporaneidad en la que él jamás tuvo lugar, sino como la permanencia excéntrica   que Balmes consideraba necesario  acoger para señalar su “novela de origen”.

Pero, sin duda, se trataba de un reclamo que acarreaba consigo desde hacía más de una década.  Si nos pusiéramos ladinos en el manejo de los referentes, podríamos hasta sostener que la Acción de Adolfo Couve vendría a ser  una anticipación del arte corporal, y que la podríamos colocar como un polo  antagónico de la Acción  de Eugenio Dittborn, fabricando la mancha de aceite sobre el desierto en 1981.  Esto es lo que más detesta Dittborn. Ser asociado a Couve. Al menos, aparecen, juntos, en el primer catálogo de pintura chilena de ese momento: 21 jóvenes pintores chilenos. Diseñado por Nelson Leiva.  Los de la Facultad, hoy, ¿saben quien es Nelson Leiva? Partamos por ahí. En este catálogo, las contraportadas son de papel carátula y de papel vegetal.

Couve, en el texto de presentación tiene la “lucidez” de afirmar que lo único común que hay entre esas pinturas, es que van en el mismo camión que las conduce a la exposición en el museo. Estamos hablando de 1967, a lo menos. Hay una reproducción en blanco y negro de una pintura de Dittborn, de 1965, aproximadamente.   Pero en la dinámica de los hechos pictóricos, relativos a sus determinaciones inconscientes, Dittborn no se puede hacer el desentendido de su dependencia arcaica balmesiana, siendo el representante de mayor radicalidad de la desertificación de la pintura chilena y su principal relevo.

Después del golpe militar, mientras Matías Vial era designado decano, Adolfo Couve regresó a dictar sus cursos a una Escuela en la que sin transición siguió  formando parte de la nueva oficialidad académica, combinando  esta actividad  con su ingreso como profesor a  la Escuela de Arte de la Pontificia Universidad Católica, donde ejerció entre 1974 y 1981, año en que renunció solicitando expresamente ser reemplazado por  Claudia  Campaña, que era en ese entonces su ayudante. 

Claudia Campaña acaba de re/publicar –en tributo a su maestro-  La lección de pintura (Metales Pesados).




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