La exposición (en)clave
Masculino problematiza una hipótesis con que he forjado mi trabajo sobre
pintura chilena. He sostenido que la
pintura chilena le tiene fobia a la representación de la corporalidad. El trabajo de Gloria Cortés me obliga a
precisar los términos. Lo que ha exhibido del siglo XIX me demuestra que,
justamente, ¡hay mucha carne! Y que en
el fondo, la fobia comienza a construirse
con la universitarización de la enseñanza de arte (1932). Porque hay al menos un caso, que no es
recogido por la academia mítica post-hispana: Fossa Calderón. De ahí, la perversión en la mirada se diluye
en la metáfora flamígera del Matta de las Morfologías Psíquicas, que vienen a ser su manifiesto de
pintura eyaculatoria.
Matta abandona la representación de la carne, en disposición de superficie, para reproducir el
efecto cromático de los flujos
vaginales, en un intento por recoger literalmente
“la verdad interior” del cuerpo.
Aquí si, hay una gran inversión del explorador pictórico de la carne
como si fuera un matarife especializado en un carneo ritual, donde lo que exhibe es la representación del
interior de la carcaza toráxica, a la que se accede por sobredimensión de las
articulaciones y coyunturas de los miembros desmembrados.
Matta es el gran descuartizador del cuerpo y su odiosidad
solo puede ser calmada mediante la conversión de la pintura en oleada
oleaginosa que se metamorfosea en una
sígnica del deseo de dominio, en el momento que su clase de origen ha perdido hegemonía simbólica en la invención del país.
Lo que hace Matta no es “representar” la carne, sino seguir
la trayectoria del flujo pictórico convertida en marcación territorial interna,
como si “introyectara” con su miembro dominante lo que su clase de referencia
ha dominado en la superficie del latifundio.
En los 60´s, cuando Eugenio
Téllez lo conoce en Paris, lo que le dice Matta como gran enseñanza es que “hay
que dibujar con la punta del pico”.
En
este sentido, Matta sería un gran incomprendido de la oligarquía, que no habría
entendido que es el máximo exponente simbólico de su nostálgica hacendalidad patrimonial,
porque instala su bandera allí donde el patrón no ha podido mantener la fuerza del origen:
en el centro (interior) del cuerpo (del país). Primero,
buscando el “huevo” original perdido; luego, expulsando el fuego como el Sísifo
remodelado que Lira ha retratado; pero Matta
está dispuesto a disolver la piedra y reconducir la pintura a recuperar las
aguas matriciales de la figura arquetípica.
Por eso debía dejar el país.
En cambio, Fossa
Calderón navega sobre la ensoñación de una perversidad clase-mediana, en que
la pintura es la única herramienta para acceder a las corporalidades
limítrofes. El famoso retrato de la
madre que peina a su hija desnuda reproduce la escena de una preparación
iniciática, propia de una entrega. ¿Para
quién acicala, la madre a la hija? Lo
limítrofe es la amenaza de ruptura de la filiación. Es nada más que una hipótesis, mientras Plaza
Ferrant ejecuta desnudos de mujeres que carecen de la dignidad idealizada del
género; tan solo parecen amantes del pintor.
Respecto de esta narratividad, Matta re-invierte los términos y desplaza
la representabilidad del cuerpo.
Hay que pensar que Matta "se va" el 35. Estuvo en el taller de Gazmuri, en el edificio de La Nación. Los post-impresionistas de la Facultad
“destierran” el cuerpo. Inician lo
que he denominado “glacicación” de la Facultad. Hasta que en 1965 la "reforma" significó el fin del decanato de Pedraza.
Todo
esto no es nuevo. En diciembre del 2012
subí a www.justopastormellado.cl
una columna sobre una clínica que había realizado en Córdoba (Argentina). Luego
retomé este texto y lo publiqué en el
libro Escena Locales (Editorial Curatoría Forense, agosto del 2015). En esa ocasión
señalé que había encontrado en la pintura de Gracia Barrios un ejemplo
para una elaboración delirante. Se trata de la pintura Homenaje a Julian
Grimau.
Gracia Barrios y José Balmes
están en España cuando Franco fusila a Julián Grimau, en abril de 1963. Gracia
Barrios pinta este cuadro en el taller que ocupa en Barcelona, en el taller de
la plaza Del Pi.
Es un torso pintado con materia
pulcramente rebajada, permitiendo acoger una hendidura gráfica en el costado.
Es un cristo. Sin embargo, la herida, literalmente pintada de rojo oscuro,
clavada de manera invertida como una costilla es fácilmente asociada a una vulva. Es decir, de ese vacío provenía el relato de
una novela de origen de expresión absolutamente catolizada, en su determinación
mediterránea.
Siempre he pensado que este cuadro es el anverso de lo que
podemos llamar pintura viril. El
humor me conduce a trabajar sobre esta hipótesis. Pintura viril, aquí, equivale a la
colonialidad implícita en el pincel que esparce el grumo seminal cromatizado y que acomete libidinalmente la tela
convertida en mortaja, sobre la que el cuerpo deposita su última polución. Esto es puro picoanálisis de pacotilla aplicado
a la tecnología inscriptiva de la pintura, pero como efecto de una monocopia.
La “copia del mono” se desfigura por contacto directo de la
superficie de recepción con los bordes de la hendidura masculina. Nadie debe discutir el hecho de que la herida
en el costado fue realizada por la lanza de un guardia romano. Aquí hay dos
variantes. La primera se desliza hacia San Sebastián, mientras la segunda se
despliega hacia el gesto de la Verónica; o sea, a un momento previo de la muerte, cuando el
cristo avanza portando el madero y se le acerca una mujer que recoge los rasgos
del dolor, en su paño. Dicho de otro modo: le
pasó el trapo.
La artista lleva consigo su
trapo y se lo pasa para recoger los residuos que permiten estudiar la edad de
la humanidad. No sé si me explico. Una
buena mañana, una mujer al levantarse se
sienta primero sobre el borde de la cama y descubre que ha manchado la sábana. ¿Para qué recibir los efectos de una
concepción espermática de la pintura si se puede acudir a la recepción
diagramática del flujo? ¿Acaso R. Krauss
no escribió un sorprendente artículo sobre el falo-cromatismo de Pollock?
De
este modo es posible definir y reconocer la tela en su condición de apósito
absorbente y atribuirle la función simbólica de un dispositivo de primeros
auxilios, a nivel de la piel, entendida como la primera línea de defensa del
yo. ¡Que duda cabe! Esta pintura apela a una especie de sobredeterminación conyugalizante,
que reproduce, en el lecho del debate cultural de los cuerpos, los reclamos de
Ulises al recomponer –para si- el tejido púbico de Penélope. Con esto quiero decir que para hablar de
pintura, siempre, hay que hablar de la guerra de Troya. La pintura como trapo
reglero se cobija en los pliegues del vestido de Atenea, porque está
manchada con la sangre de Clitemnestra.
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