En
un magnífico ensayo de cien páginas publicado en la revista “Textures”, en
el verano de 1968, el fenomenólogo y
poeta belga Max Loreau, realiza un análisis de las relaciones de
conflicto que se establecen entre arte y cultura, a partir de una frase
enigmática que a Jean Dubuffet le gustaba repetir: el arte es anticultura.
Max
Loreau trabajó, entre otras cosas, en el catálogo razonado de la obra de Jean
Dubuffet. Además, escribió sobre Alechinsky, Michaux, Asger Jons, y Dubuffet,
por cierto. En 1980, ediciones Gallimard incluyeron este ensayo en un volumen
que lleva por título “La pintura puesta en obra y el enigma del cuerpo”, que no
ha sido traducido todavía. Un ejemplar
llegó a Chile en 1981 y fue donado a un conocido profesor que luego me lo
obsequió, probablemente porque no era un autor de moda. Es decir, no era Barthes, que era profusamente leído en la escena
chilena. Tampoco era Derrida. De modo
que no podía interesar mucho. Y por añadidura, era fenomenólogo y escribía,
entre otras cosas, de pintura. Sin embargo, siempre he mantenido este libro en
reserva.
El título
inicial de esta ponencia proviene también de la coyuntura de 1968; es decir, de
los comienzos de la Reforma Universitaria y de mis primeras clases, en las que
un profesor nos introdujo en el léxico existencialista y, de paso, nos hizo
conocer el ensayo de Merleau-Ponty sobre fenomenología. Entonces, aprendimos
que “toda consciencia es consciencia de algo; de algo que no es ella”. Existencialismo precario que fue barrido por
la lectura de Althusser, por cierto.
Me
encontré con el libro de Loreau, entonces, y lo que me interesó de inmediato
fue esta reflexión sobre los límites del campo cultural, en que lo propio es
disociar y distinguir un más acá y un más allá en el que cada cual descansa en
si mismo, fuera del otro, que es como someterse a la hipótesis de que la
cultura se condenada a si misma si se pensaba más allá de la cultura, que, como tal, no sería cultura. Lo cual
sería absurdo puesto que el más allá de la cultura sería también cultura. Y la cultura es ese elemento más allá del
cual nada puede existir; por lo tanto, es la cultura es impotente de pensar la
existencia de un fuera de si.
Por
esto mismo,la afirmación “el artes es anticultural” adquiere un tono más
enigmático y paradojal todavía, ya que nos pone frente a la siguiente
consideración: por un lado, el arte es la experiencia de los límites de la
cultura; y por otra parte, la cultura es ilimitada.
He
aquí la contradicción: el arte dibuja el limite de un medio por esencia
ilimitado. Este es el tipo de cosas que podríamos encontrar en Bourriau y sus
disquisiciones sobre la insistencia de un arte relacional, que está tan de moda
entre los profesores y los gestores culturales.
Pero lo que permanece entre ambos autores es la vigencia de la
contradicción principal, que se ha vuelto hoy día el aspecto principal de la
contradicción, es la pregunta por el carácter de un límite que no de/limita y
que deja ilimitado aquello de lo que es límite.
Ahora
bien: el límite que nos intriga no sabría ser aquel que se sitúa en torno a,
sino que es reconocido en el adentro del campo.
El límite en cuestión está en aquello que define sin por ello privarlo
de su carácter de ser ilimitado. Es decir, aquí está planteada
el nudo crucial de la frase de Dubuffet; a saber, ¿qué es un límite que
está en lo que limita y no a su alrededor?
Me
sostengo en esta hipótesis para pensar en otra topografía del pensamiento, que
permita formular una distinción funcional, funcionaria, administrativa, presupuestaria
y jurídica. Es decir, es absolutamente
imperativo des/squellizar el concepto organizativo que se filtra a través de la
propuesta de ministerio que están diluyendo los parlamentarios en este momento
de distracción, que nos tiene realizando este rito de simulación participativa.
Y
como Barbara Negrón y su Observatorio, así como el Proyecto Trama, saben que
al tercerizar la pensabilidad de
la glosa llamada Cultura, el uso de la
definición Unesco resulta de un rigor
medianamente suficiente para completar minutas. Lo mas interesante del CNCA
tiene lugar fuera del CNCA. La cultura
es thesaurización, acumulación, acopio y
engranaje de una gran cantidad de productos recolectados. La cultura conserva y retiene.
Según
Max Loreau: “cuando el arte se proclama como anticultura, realiza un acto de
retracción instantáneamente comprensible (…) que pone de manifiesto que no es
acumulación, y que, sea cual sea el tratamiento que le impone la cultura, no
entra en el proceso de thesaurización de las riquezas”.
La
cultura se asocia a un fondo a transmitir.
La cultura proporciona la prueba de lo que es, fijando un precio al acto de transmitir, que
en términos estrictos, significa asegurar la permanencia y la subsistencia del
pensamiento y proteger a la cultura de todo aquello que pudiera significar una
ruptura de su régimen interno; es decir, de todo lo in/forme, lo in/acabado,
in/perfecto, que no encuentra lugar en este régimen homogéneo de las formas y
que inaugura la era de las formas de lo visible.
El
arte se ocuparía, entonces, de las latencias.
Es por eso que en mi ponencia de mañana, la palabra que pongo como
límite interno de l práctica artística es una palabra desde ya acosada por
ambigüedades; razón por la que he optado por recurrir a una especie de
comodidad nocional.
Hablar
de latencia, en mi economía, permite desterrar el arte del imperio de la teoría
de la visión. Cuando el arte se
subordina a la visión y a la imagen se deja abusar por la cultura. La cultura
maltrata al arte porque lo reduce a ser su ilustración. Pasamos a padecer la existencia de un arte
cultural. Y ocurre que el arte se las juega, para no devenir un juguete de la
cultura, en la separación, en el más allá del límite. A
propósito de esto, lo diré en voz baja, el título de Ronald Kay para uno
de los libros más pregnantes de la
escena chilena, deja en suspenso presente la noción del “espacio de allá”, como
la existencia prefigurada de una cultura
respecto de la que la práctica artística sería su condición crítica, como
crítica, por ejemplo, puede ser la diagramaticidad de la obra de Eugenio
Dittborn en relación a la determinación metafísica de la historia de las transferencias
tecnológicas y de sus efectos en la condición de los soportes. Y esta separación, continúo, entre cultura y
arte no podría, sino, ser de carácter insurreccional; es decir, destinada a
violentar el lenguaje establecido de una época determinada.
Termina
sosteniendo Louriau: “La posibilidad radical de un arte no cultural implica una
acción en cadena: un trabajo de sapa sistemático que, por aproximaciones
sucesivas reúne en una misma malla todos los elementos que constituyen el campo
cultural, que dibuja el contorno de este
último, elevando a un nivel tal que pueda de un solo gesto
negar en bloque todo lo que es cultura”.
Mediante
este acto el arte se lubera de la cultura y se evade del lenguaje recibido para
producirse como el no-lenguaje in/comunicable, lo que conduce a una salida
destinada a inscribir el no-lenguaje en el lenguaje, a provocar la experiencia
del no-lenguaje que es el límite mismo del lenguaje y que se dibuja en él. Esto es lo que produce
el arte anticultural por la sola pronunciación de su nombre y que pone en juego
la ruptura con el pensamiento instituido.
Toda
la existencia de un arte no cultural descansa sobre la posibilidad de eyacular
un gesto no pensado, que en su propia progresión se presenta como un gesto sin
finalidad que avanza en el no-ver del más allá que procede sin pre/visión (sin
tener nada delante de si), como la traza de una aventura, de una errancia, como
un devenir significante de la insignificancia, dibujando la singularidad de un
trabajo que define, delimita y traza en el curso de un trayecto in/terminado,
el contorno exterior del pensamiento cultural tradicional sometido a la universalidad
de la mediación y de la comunicación.
Entonces, se trata de una insurgencia contra las formas que se ve obligada
a ir más allá de si misma llevando consigo la impronta de su origen incierto,
comprometiéndose en el surco de un grafismo original que ha inaugurado la
condición de trazabilidad del arte no cultural,
desmantelando la ilusión de transparencia patrimonial (subordinada al
Padre edificador) mediante un trabajo de de/culturación desconcertante, tomando
la cultura “por debajo” de la cintura, por así decir, en una sub-versión que
repudia la estética, ya que ésta es el arte convertido en cultura, pero sin
dejar de conservar la propia estética y la propia cultura como bases de su gesto
de repudio, porque la evasión del arte
no puede sino realizarse desde el fondo de la cultura misma, porque el verdadero más allá de la cultura
está en la misma cultura, comprometiendo
las nociones del adentro y del afuera, a condición de ser desmantelada por el gesto de un arte que se realice como su
consciencia crítica.
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