martes, 5 de julio de 2016

POLÍTICAS LOCALES


Si no tienen un proyecto explícito para el centro de arte contemporáneo, menos tienen una política para el desarrollo de las escenas locales. Hay iniciativas, en el seno del propio CNCA, que no perteneciendo al área de artes de la visualidad, tienen efectos más consistentes en la configuración de las escenas locales, allí donde estas pueden ser reconocidas como tales. Veremos qué nos pueden decir al respecto. No en todas las regiones hay escenas locales. En muchas de ellas solo tenemos tasas mínimas de institucionalización. Ningún miembro del equipo que acreditará las participaciones en el coloquio ceremonial conoce esa distinción, y menos, la consistencia de su diferenciación.

He propuesto ponencias sobre estas dos cuestiones –escenas y tasas mínimas- y pienso que son herramientas útiles para identificar problemas y señalar iniciativas de desarrollo local. No es lo mismo analizar la situación institucional de una escena local, a describir los obstáculos que existen en otros lugares para constituirse en escena. Sin embargo, la ausencia de escena no es una catástrofe, sino una singularización  de la fragilidad institucional en un territorio determinado, donde se combinan formas diferenciadas de desarrollo y de transferencia informativa.

Hay lugares en que la ausencia de prácticas de arte contemporáneo está resuelta mediante el desplazamiento de la producción de efectos estéticos hacia prácticas sociales específicas, que tiene que ver con prácticas rituales muy consistentes, que de paso le plantean al arte contemporáneo unos desafíos frente a los cuáles éste no puede responder. Es el caso de los efectos estéticos de la vida cotidiana de las comunidades afro-descendientes del valle de Azapa y de los emplazamientos de los chullpas en la zona  cercana a Colchane. 

¿Cuál sería el lugar que tendría un concepto como el de “lumbanga” en la reconfiguración del imaginario afro de Arica? Ese es un concepto que descubrió Rodolfo Andaur escuchando al cantautor Osvaldo Torres, sobre quien Bernardo Guerrero escribió un libro.

Me refiero a situaciones  de migración compleja que se remonta hasta la época colonial, en que esclavos africanos huían de las minas de Potosi y bajaban hacia “este lado” atravesando territorio aymara. O bien, a estas edificaciones funerarias que tanto problema plantean a la escultura chilena de aseo y ornato.  Sin dejar de mencionar el efecto estético del cuerpo deportivo en Iquique, tal como lo ha abordado Bernardo Guerrero en un libro sobre el boxeo local.  

Pero ni en Iquique, ni en  Arica, ni en Antofagasta, hay escena. Solo existen tasas mínimas de institucionalización de prácticas limítrofes (cultuales y rituales) que poseen mayor consistencia que las fórmulas académicas de un arte contemporáneo fallido.  Lo cual es una ventaja orgánica, ya que obliga a los consejos regionales de cultura a  producir una lectura centrada en “relatos locales” que definen las densidades de sus imaginarios y permiten jerarquizar las iniciativas, sin tener que replicar los mandatos burocráticos de una dirección nacional que no posee conocimiento de campo. 

Si se piensa en Concepción, Temuco y Valdivia, que son ciudades universitarias en las que existen algo más que rudimentos de enseñanza de arte, la situación es distinta.  Las instituciones universitarias  obstruyen las transferencias y  ponen en pie burocracias  académicas que replican de manera defensiva  modelos ya derrotados en región metropolitana.  Sin embargo,  en estas ciudades existen grupos de artistas que manejan un tipo de información  contemporánea suficiente, que les permite con pocos recursos y mucha autonomía, montar experiencias ejemplares.

Hace algunos años, una iniciativa de Moira Délano, produjo un giro en la percepción administrativa del paisaje, formulando la hipótesis de existencia de un imaginario de secano-costero que se enfrentaba al dominio de un imaginario de borde-costero. Esto significaba “penetrar”, remontar hacia la fuente del Bío-Bío, de preferencia al estable explotación depresiva del borde costero y de su catástrofe laboral. Pero lo que permanecía, al menos, era la presión simbólica del “cementerio sin muertos” en San Vicente. Sin olvidar los efectos de la aniquilación de la memoria minera, mediante la banalización  consecuente de sus ruinas.  

A lo que me refiero es que cada “macro zona” posee unas relaciones diferenciadas que definen su trato con las prácticas de arte. Pensemos en el “acuarelismo” valdiviano. Pero también, en los concursos de pintura realista de Punta Arenas, como anomalías tardomodernas que terminan promoviendo una pintura que traslada a la tela los signos que ya aparecían en las fotos de Gusinde y que los diseñadores locales han convertido en “marca local”.

Frente a la imposibilidad de disponer de un centro de arte contemporáneo en el Bío-Bío, los artistas se esforzaron en  montar experiencias editoriales sustitutas, algunas de las cuáles demostraron que las formas   de exhibición conservadora  podían ser superadas por prácticas “débiles” que  tomaban como plataforma la fotografía impresa.  Muchos antes de que apareciera en Chile la hipótesis del “foto-libro”, existían en Concepción iniciativas impresas como Animita y las fotonovelas de Huachistáculo.

Ahora, en términos de experiencias desarrolladas en torno a “arte y comunidades” (desarrollo de memorias barriales)  me resultan ejemplares las experiencias de Oscar Concha y sus “talleres” de fotografía familiar realizados en Chiguayante.  Y eso que ni he mencionado la existencia de Casa Poli. Ni  tampoco he hablado de las iniciativas de Leslie Fernández y Natascha de Cortillas. Solo por mencionar algunas experiencias que no omiten la existencia de una “tradición local” problemática, que pasa necesariamente por poner en perspectiva la trayectoria de la Escuela de Artes de la Universidad de Concepción y de su compleja formación, a mediados de los años setenta.    Allí hay una historia que merece ser reconstruida y que debe reconsiderar el rol que ha jugado un artista como Edgardo Neira en la enseñanza de pintura. Y sin ir más lejos, no se puede dejar de mencionar a Eduardo Meissner y su rol en la transferencia informativa local, en el terreno de la arquitectura, del grabado, de la escritura,  de la abstracción pictórica, de la historia del arte, por mencionar algunas de sus actividades.

Por ejemplo, si hay algo que hacer en el Bío-Bío, ello pasa por la promoción de investigación sobre la trayectoria de Eduardo Meissner, porque es fundamental reconsiderar el rol de los “héroes locales”.  ¿No debiera haber una política de archivos? ¿Conoce Simón Pérez o Camilo Yáñez a Eduardo Meissner? ¿Han visitado el mural de la Farmacia Maluje? ¿Cómo van a conocer si no leen las realidades locales.  Meissner, Escámez,  esos son casos  de “heroísmo” plástico local.   ¿Qué saben Brodsky o Coddou de todo esto?  ¿Desde donde se puede formular una política de recuperación de archivos plásticos locales junto a una política de promoción de las experiencias de arte y comunidades, que tome como un elemento decisivo el rol de los “ojos de agua” en la designación del territorio?  ¿Sabrán de qué estoy hablando?

Todo esto no es más que la enumeración de unos indicios de escena local, frente a la cual, las políticas nacionales no tienen ninguna palabra, ni para reivindicar lo que existe, ni para proyectar un futuro. ¿Qué saben –por ejemplo- de lo  que representa para la nueva Región de Ñuble, la posibilidad efectiva de montar residencias internacionales de arte en el territorio contemplado por la Reserva de la Biosfera del Nevado de Chillán?  El punto es sostener iniciativas que pongan en directa relación las producciones más puntudas de arte contemporáneo relacional con zonas de tasa mínima de institucionalización en arte contemporáneo. Es tan solo un ejemplo de las potencialidades que tienen las escenas locales en la redefinición del rol del arte contemporáneo en la formación artística chilena.

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