Si no tienen un proyecto explícito para el centro de arte
contemporáneo, menos tienen una política para el desarrollo de las escenas
locales. Hay iniciativas, en el seno del propio CNCA, que no perteneciendo al
área de artes de la visualidad, tienen efectos más consistentes en la
configuración de las escenas locales, allí donde estas pueden ser reconocidas
como tales. Veremos qué nos pueden decir al respecto. No en todas las regiones
hay escenas locales. En muchas de ellas solo tenemos tasas mínimas de
institucionalización. Ningún miembro del equipo que acreditará las
participaciones en el coloquio ceremonial conoce esa distinción, y menos, la
consistencia de su diferenciación.
He propuesto ponencias sobre estas dos cuestiones –escenas y
tasas mínimas- y pienso que son herramientas útiles para identificar problemas
y señalar iniciativas de desarrollo local. No es lo mismo analizar la situación
institucional de una escena local, a describir los obstáculos que existen en
otros lugares para constituirse en escena. Sin embargo, la ausencia de escena
no es una catástrofe, sino una singularización
de la fragilidad institucional en un territorio determinado, donde se
combinan formas diferenciadas de desarrollo y de transferencia informativa.
Hay lugares en que la ausencia de prácticas de arte
contemporáneo está resuelta mediante el desplazamiento de la producción de
efectos estéticos hacia prácticas sociales específicas, que tiene que ver con
prácticas rituales muy consistentes, que de paso le plantean al arte
contemporáneo unos desafíos frente a los cuáles éste no puede responder. Es el
caso de los efectos estéticos de la vida cotidiana de las comunidades
afro-descendientes del valle de Azapa y de los emplazamientos de los chullpas en la zona cercana a Colchane.
¿Cuál sería el lugar que tendría un concepto como el de
“lumbanga” en la reconfiguración del imaginario afro de Arica? Ese es un
concepto que descubrió Rodolfo Andaur escuchando al cantautor Osvaldo Torres,
sobre quien Bernardo Guerrero escribió un libro.
Me refiero a situaciones
de migración compleja que se remonta hasta la época colonial, en que
esclavos africanos huían de las minas de Potosi y bajaban hacia “este lado”
atravesando territorio aymara. O bien, a estas edificaciones funerarias que
tanto problema plantean a la escultura chilena de aseo y ornato. Sin dejar de mencionar el efecto estético del
cuerpo deportivo en Iquique, tal como lo ha abordado Bernardo Guerrero en un
libro sobre el boxeo local.
Pero ni en Iquique, ni en
Arica, ni en Antofagasta, hay escena. Solo existen tasas mínimas de
institucionalización de prácticas limítrofes (cultuales y rituales) que poseen
mayor consistencia que las fórmulas académicas de un arte contemporáneo
fallido. Lo cual es una ventaja
orgánica, ya que obliga a los consejos regionales de cultura a producir una lectura centrada en “relatos
locales” que definen las densidades de sus imaginarios y permiten jerarquizar
las iniciativas, sin tener que replicar los mandatos burocráticos de una
dirección nacional que no posee conocimiento de campo.
Si se piensa en Concepción, Temuco y Valdivia, que son
ciudades universitarias en las que existen algo más que rudimentos de enseñanza
de arte, la situación es distinta. Las
instituciones universitarias obstruyen
las transferencias y ponen en pie
burocracias académicas que replican de
manera defensiva modelos ya derrotados
en región metropolitana. Sin
embargo, en estas ciudades existen
grupos de artistas que manejan un tipo de información contemporánea suficiente, que les permite con
pocos recursos y mucha autonomía, montar experiencias ejemplares.
Hace algunos años, una iniciativa de Moira Délano, produjo
un giro en la percepción administrativa del paisaje, formulando la hipótesis de
existencia de un imaginario de secano-costero que se enfrentaba al dominio de
un imaginario de borde-costero. Esto significaba “penetrar”, remontar hacia la
fuente del Bío-Bío, de preferencia al estable explotación depresiva del borde
costero y de su catástrofe laboral. Pero lo que permanecía, al menos, era la
presión simbólica del “cementerio sin muertos” en San Vicente. Sin olvidar los
efectos de la aniquilación de la memoria minera, mediante la banalización consecuente de sus ruinas.
A lo que me refiero es que cada “macro zona” posee unas
relaciones diferenciadas que definen su trato con las prácticas de arte.
Pensemos en el “acuarelismo” valdiviano. Pero también, en los concursos de
pintura realista de Punta Arenas, como anomalías tardomodernas que terminan
promoviendo una pintura que traslada a la tela los signos que ya aparecían en
las fotos de Gusinde y que los diseñadores locales han convertido en “marca
local”.
Frente a la imposibilidad de disponer de un centro de arte
contemporáneo en el Bío-Bío, los artistas se esforzaron en montar experiencias editoriales sustitutas,
algunas de las cuáles demostraron que las formas de exhibición conservadora podían ser superadas por prácticas “débiles”
que tomaban como plataforma la
fotografía impresa. Muchos antes de que
apareciera en Chile la hipótesis del “foto-libro”, existían en Concepción
iniciativas impresas como Animita y las fotonovelas de Huachistáculo.
Ahora, en términos de experiencias desarrolladas en torno a
“arte y comunidades” (desarrollo de memorias barriales) me resultan ejemplares las experiencias de
Oscar Concha y sus “talleres” de fotografía familiar realizados en Chiguayante. Y eso que ni he mencionado la existencia de
Casa Poli. Ni tampoco he hablado de las
iniciativas de Leslie Fernández y Natascha de Cortillas. Solo por mencionar
algunas experiencias que no omiten la existencia de una “tradición local”
problemática, que pasa necesariamente por poner en perspectiva la trayectoria
de la Escuela de Artes de la Universidad de Concepción y de su compleja
formación, a mediados de los años setenta.
Allí hay una historia que merece ser reconstruida y que debe
reconsiderar el rol que ha jugado un artista como Edgardo Neira en la enseñanza
de pintura. Y sin ir más lejos, no se puede dejar de mencionar a Eduardo
Meissner y su rol en la transferencia informativa local, en el terreno de la
arquitectura, del grabado, de la escritura,
de la abstracción pictórica, de la historia del arte, por mencionar
algunas de sus actividades.
Por ejemplo, si hay algo que hacer en el Bío-Bío, ello pasa
por la promoción de investigación sobre la trayectoria de Eduardo Meissner,
porque es fundamental reconsiderar el rol de los “héroes locales”. ¿No debiera haber una política de archivos?
¿Conoce Simón Pérez o Camilo Yáñez a Eduardo Meissner? ¿Han visitado el mural
de la Farmacia Maluje? ¿Cómo van a conocer si no leen las realidades
locales. Meissner, Escámez, esos son casos de “heroísmo” plástico local. ¿Qué saben Brodsky o Coddou de todo
esto? ¿Desde donde se puede formular una
política de recuperación de archivos plásticos locales junto a una política de
promoción de las experiencias de arte y comunidades, que tome como un elemento
decisivo el rol de los “ojos de agua” en la designación del territorio? ¿Sabrán de qué estoy hablando?
Todo esto no es más que la enumeración de unos indicios de escena local, frente a la
cual, las políticas nacionales no tienen ninguna palabra, ni para reivindicar
lo que existe, ni para proyectar un futuro. ¿Qué saben –por ejemplo- de lo que representa para la nueva Región de Ñuble,
la posibilidad efectiva de montar residencias internacionales de arte en el
territorio contemplado por la Reserva de la Biosfera del Nevado de
Chillán? El punto es sostener
iniciativas que pongan en directa relación las producciones más puntudas de
arte contemporáneo relacional con zonas de tasa mínima de institucionalización
en arte contemporáneo. Es tan solo un ejemplo de las potencialidades que tienen
las escenas locales en la redefinición del rol del arte contemporáneo en la
formación artística chilena.
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