Hace algunos años nos encontramos Gianfranco Foschino y yo
en Bogotá. El estaba en una residencia
de arista y yo dictaba unas conferencias en la Universidad Central. Nos encontramos algunas veces y nos fuimos a
recorrer el centro de la ciudad, para comer en unos restaurantes populares de
gastronomía paisa. En ese trance,
caminamos por unas veredas atiborradas de vendedores ambulantes, hasta
que nos detuvimos en un vendedor de libros que ocupaba una gran extensión. Fue
ahí que Gianfranco Foschino tuvo un encuentro con la literatura de los mares
australes. Recogimos viejas ediciones de Edgar A. Poe, de H. Melville y de Julio Verne. Todo era una
pequeña justificación para sostener la narrativa de lo que sería su próximo
proyecto. Había viajado a Bogotá a
presentar parte de su trabajo, centrado principalmente en la construcción de
tomas de situaciones insulares. En el sentido que, incluso, las tomas de
escenas urbanas, están construidas siguiendo la lógica de la insularidad, del
autoabastecimiento y de la recuperación de los signos más elementales del
clima.
Por ese entonces, me hizo ver un video que consistía en el
recorrido de circunvalación de una isla desierta en medio de los canales del
sur. Lo que hasta ese entonces había
caracterizado su trabajo era el registro perverso de situaciones apenas perturbadas por el movimiento de un
elemento que irrumpía en el cuadro. En
el caso, es la ya famosa pieza en que
instala la cámara delante de una casa de campo que permanece fija y que de súbito es cruzada por unas gallinas
que picotean. En definitiva, todo lo que buscaba Gianfranco
Foschino era reproducir una escena en que unas gallinas perturbaran la sólida
estabilidad del encuadre, señalando una especie de herida en la cuenca misma de
la imagen fija, en apariencia.
En el fondo, eran falsas instantáneas, amenazadas por un
principio de rendimiento cero de la imagen.
Así, de fijar la cámara, se sube a un dispositivo flotante y realiza el
contorno de la isla, justamente, para fijar en el movimiento, su in/abordabilidad. Lo que buscaba era un lugar imaginario entre
la Isla Mocha y la Isla de la Esfinge entre los hielos. Es decir, una especie
de literal centro magnético para fijar todas las variaciones posibles. El contorno de la isla sería solo un indicio
para reproducir el estado pánico de la endogamia; es decir, aquel estado
definido por la ausencia de
alteridad. Lo cual nos hace
pensar que en esa isla ni siquiera sería posible reproducir un mito “robinsoniano”, porque lo
que ha puesto en condición es el principio
mismo de la inhabitabilidad.
Sin embargo, las novelas polares que encontramos en la
vereda exigían de nuestra parte una correspondencia geográfica. Finalmente, lo que siempre está en juego en
esas novelas es el deseo de lo inconmensurable, de la conquista de un espacio
más allá del clima. Porque si una cosa es segura, es que la navegabilidad es la
otra condición para le representación del abandono, cuando la realidad se
resume en la permanencia inestable sobre un navío que indefectiblemente va a
zozobrar y que su forma de presentarse, siempre, es bajo la forma desplazada de
la barca de Caronte.
Entonces, pensamos –desde ya en ese momento- en la
concepción de esta exposición para el Museo de Artes Visuales. Lo cual suponía pasar a otro estadio en su
búsqueda. Digamos, en su insistencia insularizante.
De modo que de las islas de los canales del sur, apegadas al continente, debía
pasar a las islas de los mares del sur austral.
¡Que duda cabía! Su próximo
destino sería la Isla Rey Jorge, en el
grupo de las Shetland del Sur. El
comienzo del extremo de los extremos.
Solo en los extremos puede, Gianfranco Foschino, cumplir con todos los requisitos que supone
el montaje de una obra extremadamente
personal, donde deja los indicios para la reconstrucción de un arriesgado punto
de vista, en el borde externo de un deseo de materialización límite de lo
sensible, en lo que a definición del paisaje se refiere. En efecto,
“el paisaje no es naturaleza: es cultura proyectada en las montañas, en
los océanos, en los bosques, en los volcanes y en los desiertos”[1].
Los romanos, como lo recuerda Bodei, hacían esa clásica
distinción entre loci horribili y loci amoeni. ¿Acaso Gianfranco Foschino
convierte a los primeros en los segundos? ¿Desde cuando produce este vuelco?
Desde el comienzo de su trabajo, sin duda, pero en sentido inverso. Ahora, hace que un lugar horrible se transforme en
un “lugar sublime”. Hasta entonces, la separación entre lo bello y lo sublime
demostraba que lo bello no era capaz de provocar esa “carne de gallina”
escalofriante. La plataforma de
transferencia fue la novela polar, que encubría, por lo demás, los indicios de
un rito funerario.
Lo que va a exhibir Gianfranco Foschino en el Museo de Artes
Visuales serán piezas decisivas y distintivas de este método profundo que hace
surgir la imaginación material. El
agua, sustancia de la vida, es también una sustancia de la muerte mediante una
ensoñación ambivalente. El héroe del mar es un héroe de la muerte. El primer
trupulante es el primer hombre vivo que fue tan valiente como un muerto. Es así como recurro al análisis realizado por
Gaston Bachelard en El agua y los sueños,
traduciendo el ejemplar de la veinticincoava reimpresión de esta obra,
publicada por vez primera en 1942, para elaborar una hipótesis sobre el
carácter de Gianfranco Foschino como un “niño maléfico”.
Me explico: citando a
Marie Delcourt, Bachelard señala que cuando se quería condenar a los vivos a
una muerte segura se les abandonaba en el mar. Marie Delcourt descubrió bajo el
camuflaje racionalista de la cultura tradicional, cual era el sentido mítico de
estos niños, a los que en muchos casos se les impedía tocar la tierra porque
podrían “mancharla”, perturbando su
fecundidad. De este modo, para impedir
la propagación de la peste es preciso devolverlo de inmediato a su elemento; es
decir, a la patria de la muerte total que es el mar infinito o el río
mugidor. ¡Por eso Gianfranco Foschino
desembarcó en las islas del extremo sur!
Porque sabía que podría ocupar el lugar del “salvado de las aguas” y así poder
rehacer un mundo.
Lo anterior solo se podía convertir en programa de trabajo,
si las piezas reproducían las condiciones de formación de una gran río; la
vertiente que daría lugar a una gran cuenca, con su historia sedimentaria. Faltaba el primer viaje que es un viaje de
muerte; y no se muere realmente más que siguiendo el hilo del agua. Todos los
ríos conducen hacia el Gran Río de los Muertos.
Se puede entender que todas las almas, sea cual sea la forma de sus
funerales, deban subir a la barca de Caronte.
Esta es la leyenda estricta del barco de los muertos, mil veces renovada
en el folklore.
En esta exposición , la pieza central recoge la proyección de las aguas turbulentas
de un fragmento diminuto del río
Futalelfú. Estamos en Aysén, cerca de la costa de los grandes canales. Gianfranco Foschino se convirtió en el
tripulante de la nave de los muertos para poner un pie a tierra como si fuera
un niño milagroso. Descender para instalar la cámara fue el
primer acto cultural; es decir, de colonización técnica, mediante el cual se
manifestará su psiquismo hidrante.
Luego, las otras dos imágenes decisivas recuperan la
monumental presencia de las montañas. En un caso, las montañas fijan la
movilidad inmóvil de un cielo cargado de nubes extremadamente negras. Solo
sirven, en un caso, como escala inferior
de referencia para sostener la epopeya de la suspensión corpuscular. En otro, como horizonte en altura marcado por
las ranuras formadas por los nacientes cursos de agua que fijan la gravedad
poética de las creaturas nacidas para morir en las aguas.
Justo Pastor Mellado
Curador
Santiago, abril 2016
[1]
Bodei, Remo. Paisajes sublimes. El hombre
ante la naturaleza salvaje, Ediciones Siruela, 2011, pág. 24.
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