El arte se ocuparía, entonces, de las latencias. Esta es la
frase con que pongo en relación las dos ponencias al Coloquio “Artes de la
visualidad y Política de Estado”. ¿Cómo es posible sostener que el arte es
anticultura, si al mismo tiempo postulo
que el arte es una práctica cuyos efectos estéticos más
significativos tienen lugar fuera de su campo? Es decir, en el campo de
la cultura. Lo que permite la relación de las dos ponencias es la hipótesis de
la latencia, porque remite a un “fondo acumulado” de experiencias locales
donde se ancla un imaginario que el arte
formaliza y que produce su acceso a la consciencia, como crítica.
La primera ponencia plantea un problema de distribución
institucional de poderes; mientras la segunda se refiere a un método de trabajo
en que la producción de arte se convierte en un recurso sub-versivo, en la
medida que al validar su propio diagrama se evade de la obligatoriedad
ilustrativa a que la somete la cultura funcionaria. Sin embargo, lo anterior es posible solo a condición
de conectarse con indicios de imaginario local que autorizan la existencia de
elementos extra-limitantes que aceleran
la puesta del arte en una “más allá” que abre perspectivas ilimitadas a la
creación.
La ilimitación es
registrada en su proceso por la determinación de macro-zonas simbólicas que, en proveniencia del limite interior del
campo cultural, sin embargo lo sobrepasan en intensidad, inscribiéndose como
prácticas rituales altamente formalizadas, como pueden ser la práctica
culinaria (cocina pobre), la práctica religiosa (bailes de chinos), la práctica funeraria (chullpas) o la práctica literaria (la décima
espinela). La posición anticultural del
arte se valoriza y se verifica en la construcción de un lugar
distante, conceptualmente negociado con los agentes de la formación
cultural, dando pie al respeto jurídico de las prácticas de gestión cultural en
general respecto de las prácticas de gestión de arte contemporáneo.
Las macro-zonas ponen en relación a las prácticas de arte
con las prácticas rituales, en el frente de contacto directo con la cultura entendida
como cuenca de acumulación y retención simbólica; pero en cuyo seno produce el
saber necesario para sostener la
distancia requerida que superar su propio
límite y promueve su embestida
sub-versiva, que consiste en formular preguntas destinadas a poner en cuestión
su estabilidad. Ahora bien: dicha puesta en duda es una condición de
regeneración interna de las propias condiciones de reproducción de si misma,
que de todos modos busca maltratar a las
prácticas artísticas subordinándolas
a proporcionar elementos de
consolación en el manejo de poblaciones
vulnerables.
Las macro-zonas no son entidades administrativas, sino
herramientas de pesquisa de los grados de insurreccionalidad contemplados en
los indicios de imaginarios locales que en su formalidad se abren hacia lo
ilimitado, porque de todos modos lo ilimitado tiene necesidad de límites para
ser una producción subversiva contra la cultura. El ejemplo más grave en este caso sería la
turistización patrimonial como complejo banalizador de lo memorial. Hay otros ejemplos más ilustrativos que
tienen que ver con la subordinación de la visualidad a los imperativos de las
artes de la representación en los centros culturales, que dominan el negocio de la catarsis
regulada y convierten la exhibitividad
en una tarea “escolar”, indigna, des/profesionalizante.
Pero lo más grave es que el modelo de gestión de la cultura
en general determina el modelo administrativo de las entidades, porque el Síndrome Squella consiste en satisfacer
la maquinalidad de los decretos internos del servicio, al punto que
perfectamente podría no existir un ministro-presidente, porque el aparato
funciona solo, gracias a la auto-regulación funcionaria. Más aún, cuando en
términos del desarrollo de las industrias, existe un fondo de la música, un
fondo audiovisual y un fondo del libro, que autonomizan de manera certera la
inversión en cada área, dejando a la visualidad sometida a la lógica
reparatoria del pequeño subsidio, a los fondos compensatorios de la miseria del
mercado y al maltrato ilustracional del triángulo
objetivo/fundamento/descripción.
Entonces, lo que propongo es el montaje de un dispositivo de
articulación de prácticas sub-versivas de arte contemporáneo, no sometidas a la
convención de la cultura, sino abiertas a la experiencia de la ruptura del
lenguaje establecido; es decir, como crítica
errante del lenguaje, poniendo en juego la inscripción que escapa de
toda apariencia y ejerce todo su saber
en la producción del limite ilimitado de las formas.
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