En la panadería de la esquina envolvieron la baguette
en un saco de papel que tenía un impreso extraño. Era un manifiesto que hablaba
de que iría a consumir un producto que era confeccionado gracias a la alianza
del pequeño artesanado con la industria del pan adecuada. Esto quería decir que
la masa era probablemente congelada y que la panadería solo servía de punto
terminal de cocción. Al fin y al cabo, al parecer, esta era una plataforma de
producción que se situaba entre las panaderías estrictamente artesanales y las
nuevas fábricas que se han instalado en supermercados y que, sospechosamente,
tienen pan disponible durante todo el día. Lo que tenía entre manos era un
objeto emblemático que se hacía parte de un debate contra la mundialización,
desde la reivindicación del savoir-faire. El decreto sobre los ingredientes y
los procedimientos de factura de la masa no es algo con lo que se pueda jugar.
Más aún, cuando la confederación de productores artesanales de pan ha propuesto
postular a la baguette para ser inscrita en la lista de patrimonio inmaterial de
la Humanidad.
Todo lo anterior ya fue objeto de una larga
columna en el diario “Liberation” del 26 de septiembre del 2018. La convención
para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial, fue adoptada en el
2003 por más de 160 Estados para promover la diversidad cultural en el mundo. Establece
que solo pueden ser retenidas las prácticas, representaciones, expresiones,
conocimientos y savoir-faire, así
como los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son
asociados, que determinados grupos humanos e individuos reconocen como parte de
su patrimonio cultural.
La antropóloga Chiara Bartolotto, quien ha
escrito un libro sobre la materia, admite la existencia de un gran desafío
metodológico frente a la aparición de esta nueva categoría, poniendo el acento
sobre las condiciones que las comunidades deben cumplir con el objeto de
preservar, sobre todo, la transmisión
de las prácticas involucradas. En el caso de la baguette, el tema es delicado,
ya que la posibilidad de su inclusión en la lista de UNESCO no asegura de por
sí el futuro. Sin duda sería un símbolo y un gran golpe publicitario en favor
de los artesanos panaderos. Sin embargo, esto debe estar asociado a la
formulación de una política de
salvaguardia, sobre todo en el terreno de la formación, de manera a
asegurar una fabricación no industrial del pan, según las reglas del arte.
Existe un decreto de 1993 por el que los
panaderos están obligados a respetar una lista de ingredientes muy precisa y a realizar
un proceso de elaboración de pan muy estricto. Sin embargo, esto parece no ser
suficiente para mantener una tradición. El hecho es que las palabras
transmisión y política son claves. En el fondo, sin juegos de palabras, se
trata de una política de transmisión.
La exigencia debiera ser suficientemente esclarecedora. Me refiero, ahora, no
solo al caso de la baguette, sino a todo proceso de reivindicación de una
práctica inmaterial, que involucra elementos que se verifican en otros terrenos
simbólicos.
Recuerdo haber visto, a comienzos de los años
80, un film francés de Jean-Jacques Beinex, “Diva”, a partir de la novela
homónima de Daniel Odier. Una cantante lírica se niega a que su voz sea
registrada. Un joven empleado de correos que circula en su mobileta amarilla
realiza una grabación pirata. Una joven prostituta es asesinada a raíz de un
casette comprometedor. Antes de morir deja
caer la cinta en la alforja del joven cartero. Desde ese momento se hace
portador de dos registros comprometedores. El resto de la trama, como se podrán
imaginar, se presta para todo tipo de interpretaciones; sobre todo, pensando en
la situación chilena de 1981, a propósito del estatuto de la voz y del registro
de huellas. Ya hablaremos de eso. En lo inmediato, lo que importa es una escena
lateral. El joven es acogido por un magnífico “rasta” que se hace acreedor de
una de las escena más extrañas del film, que se puede ver en youtube
bajo el título de “ scène de la tartine”, el actor Richard Bohringer
enseña al joven Fréderic Andrei a untar una baguette con mantequilla.
Toma un pan de ochenta centímetros y 320 grs de
peso y lo abre por el costado con la ayuda de un afilado cuchillo de hoja corta
y ancha. Lo entierra desde arriba y lo baja, cortando la costra, produciendo un
sonido perturbador. Luego, la abre y pasa la mano por la miga, olorosa, fresca,
pero no suficiente. Entonces unta el cuchillo con mantequilla y comienza a
esparcirla, con extremada diligencia, mientras explica en dos palabras que el
“arte de la tartine” es algo semejante a un satori.
Ya no hay más cuchillo, ya no hay mantequilla, sino solamente un gesto que se
repite, un movimiento, y luego, el espacio, el vacío.
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