Hace muchos años, me encontré con Rolf
Foerster en la calle. Venía de regreso de uno de sus muchos viajes al Alto
Bío-Bío. Su semblante exultaba la pasión del conocimiento adquirido en
condiciones límites. Había estado varios
días con unos “viejos”, escuchándolos cada mañana interpretar los sueños de la
comunidad. Esta sería la base de su propio saber; reproducir el gesto teórico
implícito en esa práctica matinal, en torno a un fuego, en medio de la bruma.
Pensé en este encuentro cuando el viernes 15 de marzo terminé de ver la
proyección del documental de René Ballesteros, “Los sueños del castillo”, en la
41ª versión del Festival International de Films Documentaires, Cinéma du réel,
en la Biblioteca Pública del Centro Pompidou.
Una cárcel de jóvenes,
construida sobre un cementerio mapuche. La edificación regulada con que la
pertinencia del aparato ideológico del Estado opera en el control de la razón
ciudadana, contrasta con el dislocado relato de los sueños de los internos que
verifican, de este modo, una pre-determinación de su condición. Es entonces que
el relato del sueño anticipa el manejo de los cuerpos y define un horizonte fatalizado
que solo puede ser revertido como impreso ya habilitado en el contacto con la
fuente degradada. En el sentido que todo sueño es asumido por la autoridad
consecuente como una prueba de la destitución de un sujeto. Sabiendo, de
antemano, que está allí para gestionar la reducción de movimiento de sujetos
des/constituidos.
Por momentos, no se sabe a “ciencia cierta”, si
el relato corresponde a un sueño a un fragmento de lo real. Pero si el sueño
es, desde ya, un estrato de lo real. Más aún, en la zona en que la cárcel ha
sido levantada, perturbando el orden del espacio subterráneo que ya habían sido
investido por la cultura de la reparación funeraria. Los jóvenes, cuando
hablan, “son hablados” por los estratos inferiores que buscan su modo de
expresión, y sus voces se homologan a la de la joven machi que describe los
procedimientos de su propia elevación, en su rewe. Entonces, hay dos
voces: los jóvenes reclusos, los excluidos de los excluidos, un gitano y un
mapuche encarcelados por robo, que comparten sus temores nocturnos y ponen
nombre a las amenazas del mundo diurno. El problema es que sueñan estar en el
seno de otro sueño y que su distanciamiento les permite advertir la objetividad
de su destino. Es la Ley. La ley del
sueño. La ley de la sangre; sueños de sangre; delirios corto-punzantes que
marcan el ensañamiento sobre sí mismos, usando la palabra como el filo o la
punta de un arma, ejercida en sus propios cuerpos, en la celda de sus cabezas,
cuyo tiempo enmarañado está marcado por el reglamento interno que fija las
condiciones del encierro y del control de la luz.
Uno de los momentos más inquietantes del
documental es cuando un funcionario de gendarmería describe la zona de fuego y
señala abruptamente el cambio de estatuto del relato. El sueño es una forma de
salir a vagar. También es una herramienta para conjurar las amenazas simbólicas
que asolan el mundo de quienes logran pasar despiertos un día más, y que no
pueden conciliar el sueño sino a punta de neuralépticos. El punto crítico es
que no hay conciliación posible entre el pasado y el futuro; entre el mundo
diurno y la fatalidad del recuerdo. No hay conciliación por la imagen, entre el “adentro” y el “afuera”, sino enunciación por el sonoro, de la voz que (se) suspende
(en) todo conflicto, y termina por asegurar la continuidad del montaje, que
hacia el final, marca la dislocación, dando lugar a la degradación de la
palabra, mediante la aceleración del derrumbe.
Ya no hay más palabra; ya no hay más relato; solo recolección de residuos desagregados de (cine de) lo real.
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