jueves, 19 de abril de 2018

MONUMENTOS SOCIALES



A propósito de la última columna, debo agregar que Don Pedro del Río y el ciclista que encontré en el  camino iniciaron un viaje para realizar su trabajo de duelo. El primero lo hizo en barco y en tren,  mientras que el segundo  solo pudo hacerlo en bicicleta. El primero regresó trayendo objetos de prueba y de reparación, depositándolos en un espacio para el goce de la comunidad; el segundo se transporta consigo como prueba, llevando sus propias pertenencias en un  dispositivo mecánico adaptado a su resistencia corporal.  El primero no se tomó fotos y trajo objetos en sus maletas; el segundo, prácticamente no transporta objetos y se saca fotos en el camino.  Es decir, se patrimonializa a si mismo,  haciendo de  la imagen de su cuerpo en el paisaje, la prueba de su propia deriva; pero al mismo tiempo, de la contención mínima que hace de él un peregrino definido por el deseo de seguir, siempre, en el camino.

Mi amigo Edgardo Neira me escribe desde Concepción después de la lectura de la columna y me señala que ésta le hizo recordar dos cosas. La primera,  un cuento de Andrés Sabella que leyó cuando estaba en el colegio, en que una  niña erraba eternamente en su bicicleta.  La segunda cosa que recordó fue un cuento del artista  Albino Echeverría ( un tesoro patrimonial vivo),  en que le relataba  que en el manicomio de Concepción,  que funcionaba  en el Parque Ecuador en unas cabañas de emergencia construidas "por mientras" tras el terremoto del 39, hubo alguna vez un patio  interior en que se mantenía, justamente,  a los "locos de patio".  Los numeroso orates penquistas eran en su mayoría indigentes y  se los vestía con uniformes del ejército dados de baja. Eso comprendía capas de generales, gorras sin visera, guerreras sin sus botones dorados;  incluso polainas de cuero y pantalones de montar.  

El ciclista de mi historia se parece a los indigentes del manicomio, pero ha encontrado la manera de salir del patio y expandir su economía de traslado hacia el camino, viviendo de pequeños trabajos, durmiendo en establos, en retenes rurales, justo para reponer la fuerza de continuar, porque el  futuro está “en el camino”.  De ahí que mis raids solitarios en bicicleta se convirtieron en una amenaza, porque cuando se  comienza a  reproducir la figura del peregrino-semi-indigente, se corre el riesgo de jamás regresar a casa. 

Don Pedro del Río Zañartu tenía casa. Regresó de sus viajes y  contrajo de nuevo matrimonio.  El ciclista sigue dando vueltas, pedaleando en su aparato como un  soltero.  Ambos  perdieron a su esposa e hija en una zona cercana a Lota.  La pérdida y el viaje los hace cercanos; sin embargo, las estrategias de  reparación los separa. Uno se repara, porque tiene casa, mientras el otro permanece en la irreparabilidad, reproduciendo las condiciones de  la falta de casa,  porque no tiene donde llegar (en términos simbólicos),  recorriendo una y otra vez  el país, poniéndose razonablemente al margen, sin molestar a nadie, viviendo de una especie de caridad institucional. Todo en él funciona en una escala de economía extremadamente reducida. Solo viaja con lo básico para su propia mantención en ruta. 

Don Pedro del Río se ha establecido en la memoria local y su estrategia de adquisición lo delata como un hombre que carecía de lo que, en esa época, podría haber sido buen gusto. Era un  empresario notable de provincia al que le faltaba el roce mundano  y dilapidador de ciertos  latifundistas de la zona central.  Si bien, el mobiliario de su casa denota un gran sentido del habitar, aunque eso se lo podemos atribuir al encanto de su segunda esposa, doña Carmen Urrejola.  

Don Pedro, en sus viajes, compraba “recuerdos”. En el fondo, eran un sustituto de la fotografía. La adquisición era una prueba de “haber estado allí”.  Creo haber percibido entre los objetos, un cierto número de cosas contrahechas, de esas que se adquieren en mercados populares de todo el mundo. Sea lo que sea, hasta lo más falso, tiene más de cien años. O sea, tienen un siglo dispuestos en la vitrina de un museo. Entre ellos, una momia egipcia que inflamaba nuestra imaginación, porque en esa época, a mediados de los años cincuenta, se publicaba una revista de historietas donde aparecía un personaje que se llamaba “el hombre momia”.

En el comienzo del siglo XXI,  el ciclista de fondo está más cercano al campo del arte contemporáneo  y comparte con el artista  la condición  simbólica del indigente limítrofe que vive como un peregrino; mientras que don Pedro del Río permanece en la patrimonialidad renovada  de  unas artes populares recuperadas desde la mirada caritativa  de un mentor, que busca legar a la ciudad lo auténtico de su pulsión recolectora.  El ciclista reproduce la posición del  garantizado por delegación, mientras  que el notable de provincia impone el lugar donde nace todo principio de delegación, ejerciendo sobre sus objetos la mirada institucional que hace de ese lugar un “monumento social”   significativo en la economía simbólica de la ciudad.

Quisiéramos que los museos de provincia, no importa su nombre ni su especialidad, sean algo así como unos monumentos sociales activos,  delimitadores de una experiencia de patrimonialización local, anclada en la  representación de corporalidad de unos sujetos que luchan por tener casa y escapar de la amenaza de la indigencia simbólica.


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