A propósito de la última columna, debo agregar
que Don Pedro del Río y el ciclista que encontré en el
camino iniciaron un viaje para realizar su trabajo de duelo. El primero
lo hizo en barco y en tren, mientras que
el segundo solo pudo hacerlo en
bicicleta. El primero regresó trayendo objetos de prueba y de reparación, depositándolos en un espacio para el goce de la comunidad; el segundo se
transporta consigo como prueba, llevando sus propias pertenencias en un dispositivo mecánico adaptado a su
resistencia corporal. El primero no se
tomó fotos y trajo objetos en sus
maletas; el segundo, prácticamente no transporta objetos y se saca fotos en el
camino. Es decir, se patrimonializa a si
mismo, haciendo de la imagen de su cuerpo en el paisaje, la
prueba de su propia deriva; pero al mismo tiempo, de la contención mínima que
hace de él un peregrino definido por el deseo de seguir, siempre, en el camino.
Mi amigo
Edgardo Neira me escribe desde Concepción después de la lectura de la columna y
me señala que ésta le hizo recordar dos cosas. La primera, un cuento de Andrés Sabella que leyó cuando
estaba en el colegio, en que una niña erraba eternamente en su bicicleta. La segunda cosa que recordó fue un cuento del
artista Albino Echeverría ( un tesoro
patrimonial vivo), en que le relataba
que en el manicomio de Concepción,
que funcionaba en el Parque Ecuador en unas cabañas de emergencia
construidas "por mientras" tras el terremoto del 39, hubo alguna vez
un patio interior en que se mantenía,
justamente, a los "locos de patio". Los numeroso orates penquistas eran en su
mayoría indigentes y se los vestía con
uniformes del ejército dados de baja. Eso comprendía capas de generales, gorras
sin visera, guerreras sin sus botones dorados; incluso polainas de cuero y pantalones de
montar.
El
ciclista de mi historia se parece a los indigentes del manicomio, pero ha
encontrado la manera de salir del patio y expandir su economía de traslado
hacia el camino, viviendo de pequeños trabajos, durmiendo en establos, en
retenes rurales, justo para reponer la fuerza de continuar, porque el futuro está “en el camino”. De ahí que mis raids solitarios en bicicleta
se convirtieron en una amenaza, porque cuando se comienza a
reproducir la figura del peregrino-semi-indigente,
se corre el riesgo de jamás regresar a casa.
Don Pedro
del Río Zañartu tenía casa. Regresó de sus viajes y contrajo de nuevo matrimonio. El ciclista sigue dando vueltas, pedaleando en su aparato
como un soltero. Ambos perdieron
a su esposa e hija en una zona cercana a Lota. La pérdida y el viaje los hace cercanos; sin embargo, las estrategias
de reparación los separa. Uno se repara, porque tiene
casa, mientras el otro permanece en la irreparabilidad, reproduciendo las
condiciones de la falta de casa, porque no tiene donde llegar (en términos simbólicos), recorriendo una y
otra vez el país, poniéndose razonablemente al margen, sin molestar a nadie, viviendo de
una especie de caridad institucional. Todo en él funciona en una escala de economía extremadamente reducida. Solo viaja con lo básico para su propia mantención en ruta.
Don Pedro del Río se ha establecido en la memoria local y su estrategia de
adquisición lo delata como un hombre que
carecía de lo que, en esa época, podría haber sido “buen gusto”. Era un empresario notable
de provincia al que le faltaba el roce mundano y dilapidador de ciertos latifundistas de la zona central. Si bien, el mobiliario de su casa denota un
gran sentido del habitar, aunque eso se lo podemos atribuir al encanto de su
segunda esposa, doña Carmen Urrejola.
Don Pedro, en sus viajes, compraba
“recuerdos”. En el fondo, eran un sustituto de la fotografía. La adquisición
era una prueba de “haber estado allí”. Creo
haber percibido entre los objetos, un cierto número de cosas contrahechas, de esas que se adquieren en mercados
populares de todo el mundo. Sea lo que sea, hasta lo más falso, tiene más de cien años. O sea, tienen un siglo dispuestos en la vitrina de un museo.
Entre ellos, una momia egipcia que inflamaba nuestra imaginación, porque en esa
época, a mediados de los años cincuenta, se publicaba una revista de
historietas donde aparecía un personaje que se llamaba “el hombre momia”.
En el comienzo del siglo XXI, el ciclista de fondo está más cercano al campo del arte contemporáneo y
comparte con el artista la
condición simbólica del indigente
limítrofe que vive como un peregrino; mientras que don Pedro del Río permanece en la patrimonialidad
renovada de unas artes populares recuperadas desde la
mirada caritativa de un mentor, que
busca legar a la ciudad lo auténtico de su pulsión recolectora. El ciclista reproduce la posición del garantizado por delegación, mientras que el notable de provincia impone el lugar
donde nace todo principio de delegación, ejerciendo sobre sus objetos la mirada
institucional que hace de ese lugar un “monumento social” significativo en la economía simbólica de la
ciudad.
Quisiéramos que los museos de provincia, no
importa su nombre ni su especialidad, sean algo así como unos monumentos
sociales activos, delimitadores de una
experiencia de patrimonialización local, anclada en la representación de corporalidad de unos
sujetos que luchan por tener casa y escapar de la amenaza de la indigencia
simbólica.
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