martes, 10 de abril de 2018

COMENTARIO A UN EPÍGRAFE







(Fragmento de un texto del artista uruguayo Luis Camnitzer, que fue colocado como Epígrafe, para encabezar el documento de Política Nacional de Artes de la Visualidad, dic. 2017)

Hoy día he aprendido que la misión del artista debiera ser la de analizar la cultura circundante para identificar “que es lo que le falta”.  Está muy buena esa: el artista como identificador de las fallas de la cultura.

Si fuera docente “de la Chile” diría, “cultura de la falla”. Pero solo soy un modesto lector de un documento de política  nacional para las artes de la visualidad, que en una primera aproximación ya  puede percibir como se viene la mano: el artista deberá identificar la falla del Estado respecto de si mismo; digo, del artista.   En el sentido que el Estado no la sociedad  lo han reconocido como un profesional de la identificación de falla.  Imagínense ustedes que aparezca un diplomado universitario nuevo, que se llamara Diploma de Identificación de Falla, como adjunto a un Magister de Artes Visuales en alguna universidad “acreditada”.. 

Junto a esta nueva profesión tendría que estar señalada una ampliación de la falla, ya que un segundo aspecto de la misión sería  identificar los problemas que habría que resolver para mejorar las condiciones sociales.  En la misión, entonces, la “falta” (falla) estaría separada de los “problemas”.  Lo que puede querer decir que la primera es ontológica, mientras la segunda, fáctica.  Lo cual define  de inmediato una misión de doble régimen: en lo simbólico, el artista señala (indica) lo que (hace la) falta; y en lo práctico, decide qué es lo que hay que hacer como reverso de una política social.  

En verdad, no está nada de mal como propuesta inicializante en un documento de “política”.  Recuerdo siempre con mucha gratitud cuando Patricio Marchant hacía referencia al retablo de Issenheim.  Después, había que pensar en el dedo índice de Juan el Bautista señalando el cuerpo lívido de Cristo. 

 Mal que les pese a algunas personas, la historia del arte se ha secularizado a tal punto que hoy día el carácter indicativo del dedo de San Juan no apunta a Jesús, sino que señala la sociedad  terrenal, digamos, con sus realidades  dramáticas. 

Habría algo de marxista en todo esto: el artista ya no estaría para indicar el cuerpo de Cristo, sino para identificar las llagas de lo real.  En el terreno de nombrar realidades, la misión del artista superaría toda expectativa.  Solo que en el Estado chileno, esta misión no habría sido suficientemente reconocida.  

Lo que importa,  a título reparatorio, es que el artista sea celebrado como un buen ciudadano. En verdad, a todos nos correspondería semejante exigencia. La buena ciudadanía sería una construcción en que cada profesión parecería determinar sus parámetros distintivos, conducentes a producir condiciones para una buena vida, en el sentido que Paula Honorato le da a su noción de “bien común”, para sostener la “versión oficial”  del MNBA.

Ahora bien: el artista poseería ciertas ventajas, unos parámetros, unas habilidades que lo harían distinguirse de otros oficios,  sosteniendo una preeminencia que definiría los límites de su acción.  

En la actualidad, ya es de sentido común institucional afirmar que el artista es reconocido como tal por otros artistas, en el seno de unos límites que solo pueden estar garantizados por éstos, y por los poderes públicos que sostienen  dichos límites.   Según esto, el artista no  debiera abandonar el terreno que le corresponde y desde el cual adquiere legitimidad para “indicar” el lugar de la “falta”(falla). 

A partir del marco previamente señalado, y abandonando el modo condicional, ser un buen ciudadano implica no traspasar los límites dentro de los cuáles el artista “hace (solo) lo que puede hacer”.  

Semejante admisión de la modestia del impacto de su acción define la esterilidad de su permanencia dentro de los límites en los que debe ser reconocido.

¿De qué modo podrá indicar la “falta” (falla) si no excede las condiciones de su acción? Es aquí donde aparece la sinonimia entre Estado y buena ciudadanía, puesta en contradicción con el éxito del mercado.  Lo curioso es que al  exponer semejante  antagonismo,  la misión del artista se somete al reconocimiento del primero  en desmedro del segundo.  Ahora, lo que deja  leer entrelíneas el fragmento es que en este sometimiento se verifica la posición política del artista.  Es decir, ser artista es tener, desde ya, una posición política, (pero) como artista.  Plegarse, en suma, al Estado, que garantiza la posición desde la cual el artista señala “lo que hace (la) falta”. ¿Y si no, cómo podría ser? Por ese motivo  se redacta un documento sobre “política”; para  fijan los rangos de uso de un léxico cuya eficacia ha sido “maquinada” por la redaccionalidad de un Departamento de Estudios que opera como vigilante semiótico.  

Lo anterior es un comentario al epígrafe  que  inspira la Política Nacional de Artes de la Visualidad.  Lo curioso del uso de este fragmento de un texto del artista   uruguayo Luis Camnitzer, cuya fuente no se revela, es que comienza como incitación a  la realización de una acción indicativa, para finalmente rebajar su espacio de acción al ejercicio de unas habilidades  cuya ejecución debe ser  garantizada por el Estado.

Lo cual,  para encabezar el cometido de una política resulta, a lo menos sorprendente,  ya que habilita una posición  en contra del mercado, cuando en el documento destina una gran cantidad de argumentos en favor de la participación  de los privados y del propio mercado en el éxito de la misma política.  El epígrafe, entonces, cumple la tarea de señalar en la presentación del documento, lo que se debe entender como subordinación del mercado a los imperativos de una política nacional. 

Pero es preciso regresar a las primeras líneas del epígrafe y preguntarse de qué manera se puede asegurar la misión del artista como indicador de “lo que hace falta”.   Sin embargo,  la petición de buena ciudadanía artística proclamada como condición, no es solo  puesta en tela de juicio  por el mercado, sino por el Estado que califica la tolerancia de su indicación.

Entonces, lo más razonable hubiese sido  que los redactores no señalaran en  epígrafe alguno el reconocimiento de su impotencia estratégica.



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