En el Festival Internacional de Fotografía de Valparaíso,
que partió como una iniciativa de apertura crítica que asumiría una cierta
especificidad autoral de la fotografía chilena y que ha pasado a ser un
“chiringuito” vorazmente exclusivo de Gómez-Rovira, una de sus manifestaciones
más interesantes fue aquella en la que prácticamente la exposición de
fotografía fue una exposición de libros
de fotografía. Fue el momento en que
la noción de “foto-libro” comenzó a circular en medio de un relativo consumo de
monografías de fotógrafos de los que no se tenía conocimiento en la escena
chilena. Más bien, los libros autorales
eran muy pocos y lo que mas seducía al público eran los catálogos de
exposiciones eminentes. De este modo,
quedó claro que había que distinguir entre monografías, catálogos y
“foto-libros”. Al fin y al cabo, sale
más rentable para un fotógrafo editar un libro que hacer una exposición. Pero
de inmediato, queda en claro la ausencia de criterio editorial de los
fotógrafos, que terminan por hacer libros promocionales, que de todos modos son
más eficaces para circular en los bordes de la industria editorial. Los
catálogos, en cambio, se someten al circuito de las artes visuales, ya sea en
el formato museal o en el de un centro de arte contemporáneo, que proporciona
más rédito que hacerlo solo en un centro de fotografía, por prestigioso que
éste fuera.
En la escena chilena, algunas editoriales han publicado
libros de fotógrafos, pero han sido más que nada ediciones cuasi-catalogales
que buscaban abrirse paso como emprendimiento formal subordinado. Hay algunos
fotógrafos que han editado libros vinculados a una que otra exposición
innecesaria. Pero son monografías relativamente autoritarias. Distan mucho de ser “foto-libros”. La
paradoja es que uno de los especímenes que
estaría más cercano a un “foto-libro” es el que hizo el propio Gómez
Rovira, narrando con fotografías la historia del exilio familiar, a través de
la recuperación de lo hubiera sido el “archivo paterno”. Pero suele ocurrir que las impertinencias de
gestión convierten a los fotógrafos en personas bastante más detestables que
las imposturas de muchos artistas visuales, que están programadas para dominar
una escena como condición de manejo académico. La fotografía chilena todavía no logra
levantar su propia academia. Es la misma
historia de siempre, sobre lo que Mario Fonseca ya ha escrito, lo
suficiente. Pese a los esfuerzos de
administración referencial que con el
poco presupuesto de que dispone, Felipe Coddou se ha convertido en
un “promotor” de las gestiones de sus
amigos del FIFV y a eso le ha denominado “política”.
La fotografía es mucho más que eso, ¿no? Y el magister que
Andrea Josch armó en la Finisterrae lo demuestra. Pero sigue siendo una
plataforma académica. A lo que se agrega la “operación MAPFRE”, que tanto
colaboró con la inscripción internacional, de nicho, de la obra de Paz
Errázuriz, convertida en tránsfuga artista visual para acompañar a Rosenfeldt
en un envío híbrido a una bienal de Venecia que pasó con más pena que con
gloria.
Agrego a lo anterior la animadversión que produce la
editorialidad fotográfica de Luis
Poirot, que no es reconocido por el canon
del “foto-libro” latinoamericano que ha fijado con mucha astucia formal Horacio
Fernández, cuyo libro ya circula desde hace algunos años y que fuera el
“chiche” de algunas versiones del FIFV. Pero
nadie se encarga, siquiera, de criticar, de objetar, alguno de esos libros y/o
catálogos. Pienso que Luis Poirot no
debiera exhibir, sino simplemente, editar libros. Porque me inclino a sostener
la hipótesis de que la fotografía fue hecha para ser impresa. Admito que esta hipótesis no es compartida
por muchos. En tal caso, cada día me parecen cada día mas insoportables las
exposiciones de fotografía de fotógrafos.
Algunos de ellos han aumentado los formatos para “pasar piola”, como si
fuesen “artistas visuales” de segunda línea.
Pero éstos últimos han “asumido” la fotografía como el soporte dominante
en las actuales condiciones de validación del arte contemporáneo, de un modo
similar a como se desarticuló la denominación “artista-video” y/o “video-arte”,
en el momento en que los artistas contemporáneos, que no se hacían llamar
“videastas”, “ocuparon” el soporte video como su materia y vehículo –cuando no
herramienta- de trabajo en la especulación de las imágenes; mas bien, en la
especulación “con” imágenes.
Entonces, en este punto ha sido posible recuperar la
noción inespecífica de “foto-libro”, en la medida que se autoriza como
una “especulación” sobre la narratividad de las imágenes fotográficas, afirmada
sobre la autoralidad de un discurso que debe demostrar la coherencia de la
secuencia comprometida. Los criterios no me parecen decisivos, sin embargo
permiten trabajar. Al final, la
narración visual y la consistencia de la secuencia son el punto de no retorno,
que permite distinguirlo de una monografía y de un catálogo.
Sin embargo, en el libro de Horacio Fernández no es posible
entender cómo recupera materiales tan disímiles y epistémicamente diversos como
“El rectángulo en la mano” de Sergio Larraín y “Fallo Fotográfico” de Eugenio
Dittborn, pasando por “Autocritica” de Marcela Serrano y “El infarto del alma” de
D. Eltit/P. Errázuriz. Ninguna de estas
obras me parece un “foto-libro”, en sentido estricto. Todos parecen monografías. Salvo el de Marcela
Serrano, que es un soporte de acción referencial y el de Eugenio Dittborn.
Todos los demás, ilustran una “tesis”. Incluso, el un sentido más específico, el libro
de Ditborn sería el “único” especímen que admitiría tal denominación; me
refiero a “Fallo fotográfico”, realizado
como “edición de grabado” en julio de 1981. Porque hay que hacer lugar a la distinción
epistémica, lo repito, entre la problemática de 1960, como argumento de Sergio
Larraín en un debate que no existe como tal en una escena determinada, y la problemática
recogida por Dittborn veinte años después, en el curso de un debate ya legitimado
sobre las mermas de transferencia de la imagen.
Entonces, ¿en qué quedamos?
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