En el Centro de
Estudios de Arte (CEdA) presenté en la
mañana del jueves 5 de abril el Boletín Nº 3, dedicado a dos obras de Gonzalo
Díaz y a un texto que escribí en febrero de 1990 sobre la coyuntura de
recepción de obras de intervención. Las
dos obras en cuestión pertenecen a colecciones privadas y poseen la ventaja de
hacer hablar de sí, de un modo que ha
determinado nuestro propio trabajo, en cuanto a estudiar “como se hacen las
cosas”. Diré que esta fue la consigna
bajo la cual conduje el trabajo de montaje de la web de Leppe (www.carlosleppe.cl) y lo que, a su vez,
determinó el sentido de las columnas que he escrito acerca de “La Biblia” (“La
Pietá”) de Juan Domingo Dávila.
Siguiendo el modo como se hacen las cosas, no pude dejar de advertir la omisión que hizo Leppe
al concebir la caja que tituló “La Pietá” en el 2014 (aprox.). Como
ya lo señalé, incluyó las fotos de Julia Toro de la acción corporal de mayo de
1981, luego el texto de su discurso impreso en un papel de acuarela muy
elegante, y en un cuadernillo, como si fuese edición de grabado, muy fina,
imprimió el texto que le escribió Patricio Marchant. Lo que faltó fueron dos cosas: el video y el
impreso con que Juan Domingo Dávila participó en dicha acción. En verdad,
fueron tres: tampoco hubo mención a los cibachrome en que se reproducía la
portada del impreso (“La Biblia”).
De este modo, me ocupé de trabajar la presentación (no
metafórica) del impreso de Juan Domingo Dávila, partiendo por la zona foto-novelesca;
es decir, donde hubo intervención directa de la fotografía en la construcción
paródica (diferida) de la pose y de la
cita vostelliana. Dejé para otra ocasión el relato visual constituido por la cita directa a los dibujos
de Tom of Finland. De hecho, pienso que debiera ser financiada una edición
facsimilar de “La Biblia”, antecedida por un pequeño estudio crítico.
Lo anterior estuvo ligado al cierre del proyecto sobre
Leppe, como ya he señalado en columnas anteriores. Sin embargo, mientras escribía estas columnas avanzaba la
impresión del boletín sobre papel, en que hacía un informe sobre la producción de dos obras de Gonzalo
Díaz; una, de 1985; la segunda, de 1989.
Agregué, como dije, un texto inédito, que guardé durante todos estos
años en mi archivo. Llegó el momento de publicarlo, justamente, para
proporcionar un contexto a la producción de obra posterior a “Lonquén 10 años”.
Y luego de este texto, a
sugerencia de Pedro Montes, que revisó la edición, publiqué una
fotografía en la que aparece Carlos Altamirano firmando un trabajo suyo,
realizado en 1989.
Pedro Montes le había solicitado a Inés Paulino, autora del
registro de esta acción, un retrato de Carlos Altamirano. Ella le entregó esta
copia. Pero sin decirle que se trataba de una acción que tuvo lugar, además, el
mismo fin de semana en que Rosenfeldt y Lemebel hicieron intervenciones en el Hospital metropolitano
desafectado/arruinado.
En este encuentro de presentación del boletín impreso
contamos con la participación del propio Carlos Altamirano, que hizo a los presentes el relato de su
intervención, como prolongación explicativa de la fotografía que había incluido
en la edición. ¿Cuál era la importancia
de todo esto? Algo muy simple: la aparición de la palabra Intervención y la
popularización de su uso. A treinta años
de estos acontecimientos, se piensa que la palabra existió desde siempre.
Habrá que imaginar qué significaba realizar “intervenciones”
en 1989, en esa extraña condición cultural de “entre-dos”, en que tiene lugar la post-Campaña del No y
el pre-gobierno de Aylwin. Y sobre todo,
en relación a un “intervencionismo cultural” francés que ya había obtenido sus
frutos en el teatro, la danza y el video. No así en las artes visuales.
La palabra
Intervención tiene doble curso: intervención en la escena interna, de los
propios agentes de la escena, que montan un espacio “otro” que, en la ficción
de venir de fuera, infracta la escena. Esta palabra está asociada a la mitología
posterior que fue elaborada sobre la
inflación discursiva de las “infracciones”; es decir, una situación en la que
se definía casi por oficio el espacio de arte como una campo de infracciones. Pero también esconde la realidad de una
dependencia cultural, habilitada por los propios agentes locales, en el curso
de relaciones disimétricas, en que los franceses ponían el programa y los chilenos proporcionaban servicios para la recepción
local de artistas en viaje. Esa era la coyuntura terminal de 1989, cuando
se constituyeron las primeras comisiones binacionales destinadas a definir las
nuevas condiciones de la cooperación internacional.
Este tema ha resurgido con fuerza a propósito del libro
“Visiones laterales” escrito por Claudia Aravena e Iván Pinto, recientemente
publicado, en lo relativo a los
estertores terminales del Festival
Franco-Chileno de Video-Arte, en esa misma coyuntura. El festival puede ser leído como un acto de
intervención colonial básica, en la que los agentes locales esperaban un rédito
que jamás estuvo a la altura de sus expectativas. Fuimos nada más que el dispositivo receptor de un programa de
desarrollo internacional del video-arte
francés, que en los hechos no condujo a ningún programa de colaboración
con la industria audiovisual local. De
eso hay que hablar, para des/heroicizar los relatos míticos de quienes hoy día
sostienen la Bienal de Artes Mediales.
Es decir, a veinte años de distancia padecemos el efecto de una
desconstitución institucional
interminable, que se mantiene solo por la fuerza burocrática de una área
abierta en el CNCA para compensar un fracaso formal de sus principales sostenedores.
También, el destino programático del MAC y del MNBA estuvo
asociado durante dos décadas a la subordinación presupuestaria frente a las
iniciativas de colocación institucional de franceses y alemanes, que a través
de sus embajadas, definieron en los hechos los momentos más “pregnantes” de la
programación de ambos museos.
El Estado chileno no entendió jamás que debía producir
reciprocidad para mantener relaciones culturales dignas y equitativas. Sin embargo,
la paradoja es que sus principales instituciones museales siguieron
comportándose como si fueran ONG´s.
Este modelito comportamental ha permanecido como si fuese
una estructura determinante que
desconsidera la capacidad local instalada para producir iniciativas que debemos
“colocar” allí donde no nos esperan; pero doblamos fácilmente la cerviz para
aceptar -agradecidos- lo que nos
ofrecen.
El hecho es que Carlos Altamirano “intervino” en 1989 una casa en un barrio de La Florida,
días antes que esta fuera entregada a sus propietarios. Instaló
un dispositivo sonoro que consistió en la grabación de una “vida interior” de
familia, que se hacía escuchar durante todas esas horas, como si la morada
estuviese habitada. El arte chileno es
como la intervención sonora de Altamirano, que hace sentir el eco de su
agitación en el espacio vacío de un edificio del que no se es propietario (Eso
es todo).
A juzgar por la fecha, Altamirano realizó, entonces, una de
las primeras “intervenciones sonoras” en el espacio plástico.
¿Y por qué terminamos hablando de esta obra en la
presentación del boletín número tres del CEdA, destinado a trabajar sobre dos
obras de Gonzalo Díaz?
Simplemente, porque para cerrar el texto inédito escrito por mí en 1990 sobre la “no
realización” de una “intervención” de Gonzalo Díaz, puesta en contexto con
otras intervenciones, encontré una fotografía de dicho trabajo en la colección de
fotografías de Pedro Montes. Después me enteré, por el mismo Carlos Altamirano,
que esta era una copia que pertenecía a una serie de veinte fotografías que le
había tomado Inés Paulino. Nadie conoce
esta acción. La hemos puesto a
circular en este boletín.
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