viernes, 6 de abril de 2018

INTERVENCIONES E “INTERVENCIONES”.

En el  Centro de Estudios de Arte  (CEdA) presenté en la mañana del jueves 5 de abril el Boletín Nº 3, dedicado a dos obras de Gonzalo Díaz y a un texto que escribí en febrero de 1990 sobre la coyuntura de recepción de obras de intervención.  Las dos obras en cuestión pertenecen a colecciones privadas y poseen la ventaja de hacer hablar de sí,  de un modo que ha determinado nuestro propio trabajo, en cuanto a estudiar “como se hacen las cosas”.  Diré que esta fue la consigna bajo la cual conduje el trabajo de montaje de la web de Leppe (www.carlosleppe.cl) y lo que, a su vez, determinó el sentido de las columnas que he escrito acerca de “La Biblia” (“La Pietá”) de Juan Domingo Dávila. 

Siguiendo el modo como se hacen las cosas,  no pude dejar de advertir la omisión que  hizo Leppe  al concebir  la caja que  tituló “La Pietá” en el 2014 (aprox.). Como ya lo señalé, incluyó las fotos de Julia Toro de la acción corporal de mayo de 1981, luego el texto de su discurso impreso en un papel de acuarela muy elegante, y en un cuadernillo, como si fuese edición de grabado, muy fina, imprimió el texto que le escribió Patricio Marchant.  Lo que faltó fueron dos cosas: el video y el impreso con que Juan Domingo Dávila participó en dicha acción. En verdad, fueron tres: tampoco hubo mención a los cibachrome en que se reproducía la portada del impreso (“La Biblia”).

De este modo, me ocupé de trabajar la presentación (no metafórica) del impreso de Juan Domingo Dávila, partiendo por la zona foto-novelesca; es decir, donde hubo intervención directa de la fotografía en la construcción paródica (diferida) de la pose  y de la cita vostelliana. Dejé para otra ocasión el relato visual  constituido por la cita directa a los dibujos de Tom of Finland. De hecho, pienso que debiera ser financiada una edición facsimilar de “La Biblia”, antecedida por un pequeño estudio crítico.

Lo anterior estuvo ligado al cierre del proyecto sobre Leppe, como ya he señalado en columnas anteriores. Sin embargo,  mientras escribía estas columnas avanzaba la impresión del boletín sobre papel, en que hacía un informe  sobre la producción de dos obras de Gonzalo Díaz; una, de 1985; la segunda, de 1989.  Agregué, como dije, un texto inédito, que guardé durante todos estos años en mi archivo. Llegó el momento de publicarlo, justamente, para proporcionar un contexto a la producción de obra posterior a “Lonquén 10 años”.  Y luego de este texto,  a  sugerencia de Pedro Montes, que revisó la edición, publiqué una fotografía en la que aparece Carlos Altamirano firmando un trabajo suyo, realizado en 1989.

Pedro Montes le había solicitado a Inés Paulino, autora del registro de esta acción, un retrato de Carlos Altamirano. Ella le entregó esta copia. Pero sin decirle que se trataba de una acción que tuvo lugar, además, el mismo fin de semana en que Rosenfeldt y Lemebel hicieron   intervenciones en el Hospital metropolitano desafectado/arruinado.

En este encuentro de presentación del boletín impreso contamos con la participación del propio Carlos Altamirano, que  hizo a los presentes el relato de su intervención, como prolongación explicativa de la fotografía que había incluido en la edición.  ¿Cuál era la importancia de todo esto? Algo muy simple: la aparición de la palabra Intervención y la popularización de su uso.  A treinta años de estos acontecimientos, se piensa que la palabra existió desde siempre.

Habrá que imaginar qué significaba realizar “intervenciones” en 1989, en esa extraña condición cultural de “entre-dos”,  en que tiene lugar la post-Campaña del No y el pre-gobierno de Aylwin.  Y sobre todo, en relación a un “intervencionismo cultural” francés que ya había obtenido sus frutos en el teatro, la danza y el video. No así en las artes visuales.  

La  palabra Intervención tiene doble curso: intervención en la escena interna, de los propios agentes de la escena, que montan un espacio “otro” que, en la ficción de venir de fuera, infracta la escena. Esta palabra está asociada a la mitología posterior que  fue elaborada sobre la inflación discursiva de las “infracciones”; es decir, una situación en la que se definía casi por oficio el espacio de arte como una campo de infracciones.  Pero también esconde la realidad de una dependencia cultural, habilitada por los propios agentes locales, en el curso de relaciones disimétricas, en que los franceses ponían  el programa y los chilenos  proporcionaban servicios para la recepción local  de artistas en viaje.  Esa era la coyuntura terminal de 1989, cuando se constituyeron las primeras comisiones binacionales destinadas a definir las nuevas condiciones de la cooperación internacional. 

Este tema ha resurgido con fuerza a propósito del libro “Visiones laterales” escrito por Claudia Aravena e Iván Pinto, recientemente publicado,  en lo relativo a los estertores terminales del Festival  Franco-Chileno de Video-Arte, en esa misma coyuntura.  El festival puede ser leído como un acto de intervención colonial básica, en la que los agentes locales esperaban un rédito que jamás estuvo a la altura de sus expectativas.  Fuimos nada más que  el dispositivo receptor de un programa de desarrollo internacional del video-arte  francés, que en los hechos no condujo a ningún programa de colaboración con la industria audiovisual local.  De eso hay que hablar, para des/heroicizar los relatos míticos de quienes hoy día sostienen la Bienal de Artes Mediales.  Es decir, a veinte años de distancia padecemos el efecto de una desconstitución institucional  interminable, que se mantiene solo por la fuerza burocrática de una área abierta en el CNCA  para compensar  un fracaso formal  de sus principales sostenedores.  

También, el destino programático del MAC y del MNBA estuvo asociado durante dos décadas a la subordinación presupuestaria frente a las iniciativas de colocación institucional de franceses y alemanes, que a través de sus embajadas, definieron en los hechos los momentos más “pregnantes” de la programación  de ambos museos.

El Estado chileno no entendió jamás que debía producir reciprocidad para mantener relaciones culturales dignas y equitativas.  Sin embargo,  la paradoja es que sus principales instituciones museales siguieron comportándose como si fueran ONG´s.  

Este modelito comportamental ha permanecido como si fuese una estructura determinante  que desconsidera la capacidad local instalada para producir iniciativas que debemos “colocar” allí donde no nos esperan; pero doblamos fácilmente la cerviz para aceptar  -agradecidos- lo que nos ofrecen.  

El hecho es que Carlos Altamirano “intervino”  en 1989 una casa en un barrio de La Florida, días antes que esta fuera entregada a sus propietarios.   Instaló un dispositivo sonoro que consistió en la grabación de una “vida interior” de familia, que se hacía escuchar durante todas esas horas, como si la morada estuviese habitada.  El arte chileno es como la intervención sonora de Altamirano, que hace sentir el eco de su agitación en el espacio vacío de un edificio del que no se es propietario (Eso es todo).   

A juzgar por la fecha, Altamirano realizó, entonces, una de las primeras “intervenciones sonoras” en el espacio plástico. 

¿Y por qué terminamos hablando de esta obra en la presentación del boletín número tres del CEdA, destinado a trabajar sobre dos obras de Gonzalo Díaz?


Simplemente, porque para cerrar el texto inédito  escrito por mí en 1990 sobre la “no realización” de una “intervención” de Gonzalo Díaz, puesta en contexto con otras intervenciones, encontré una fotografía de dicho trabajo en la colección de fotografías de Pedro Montes. Después me enteré, por el mismo Carlos Altamirano, que esta era una copia que pertenecía a una serie de veinte fotografías que le había tomado Inés Paulino.  Nadie conoce esta acción.  La hemos puesto a circular  en este boletín.


No hay comentarios:

Publicar un comentario