He buscado en los blogs de crítica o en alguna revista
autorizada si ha sido publicada alguna
reseña sobre el libro de Claudia Aravena e Iván Pinto, “Visiones laterales”. Es
así como me he enterado que habrá el lunes próximo una sesión de presentación
oficial del libro en la Cineteca Nacional. De todos modos, re/leo el libro y sostengo que
está hecho de “varios libros” y que le sobra, al menos, uno.
Promuevo la idea de considerar dicho libro -capitulo III- prescindible, porque admite la
falta de pensar en la historia de unos problemas relativos a la recepción
formal de las prácticas referidas. Esa es una historia que falta y que los
autores han resuelto tomar la táctica defensiva de consultar “la palabra viva”
de unas “personalidades” a las que le han atribuido una posición superlativa. Pero eso es otra dimensión desconocida en la
historia institucional de la imagen, en el Chile de los excluidos-de-la-industria.
Por cierto, accedí a ser entrevistado por los autores y
responder a todas sus preguntas; pero no pensé jamás que irían a transcribir el
encuentro. No porque no estuviera de
acuerdo en que se publicara, sino porque lo hice como una contribución al
desarrollo de su trabajo y que a partir de ello irían a polemizar sobre lo que sostenía. En el fondo, contribuí al montaje de unas
hipótesis y consideré que era un momento
generativo de (para su propia) escritura.
Mi entrevista no tenía destino, comparada frente a la de los
demás entrevistados, respecto de los cuáles, ni siquiera hubo “diálogo de
sordos”. Ni se puede pensar en una secuencia de desarrollo
discursivo, porque con Néstor Olhagaray, al menos, somos contemporáneos, y es a
él a quien le debo la primera reflexión sobre video-arte, cuando intentó
construir la filiación de éste con el cine experimental de Richter. De hecho, en
ese momento, siempre tomé con agrado esa
posibilidad. Pero después, ya dejó de interesarme como problema; a saber, la
disputa por definir el canon de una
especificidad video in/encontrable porque in/definible.
Encontré que esas entrevistas transcritas no contribuían a
la unidad del libro. Al decir que “Variaciones laterales” es un libro hecho de “varios libros” me refiero al hecho que
Claudia Aravena e Iván Pinto levantan
problemas que requieren continuarse y celebro que lo hayan hecho. Repito lo que
he sostenido en las columnas anteriores: la exactitud del libro está en su
proyectividad y en la construcción del entramado sobre el que establece sus
fundamentos. Finalmente, en nuestro medio,
no se acostumbra a que una artista escriba,
de manera pertinente. No es común que un crítico entre en relación
colaborativa con una artista. De este modo,
produjeron un libro que viene a
cerrar un ciclo de trabajos de clínica y de exhibiciones críticas anteriores.
(Ver http://www.lafuga.cl/visiones-laterales/602).
Otra cosa es si estamos total o parcialmente de acuerdo en
las listas elaboradas en los capítulos I y II. A todas luces, ese no es el tema. Lo que hay que entender es la lógica interna de sus elaboraciones,
porque es allí que está de manera
implícita, “explicada/explicitada”
la noción de experimentalidad con que
trabajan y que “los trabaja”.
El capítulo III, como lo he sugerido, me parece totalmente
in/necesario. Solo contribuye a reproducir un mito cuya historicidad es no solo
problemática, sino vergonzosa.
Justamente, en mi
última columna -6 de abril- recordé los términos en que se dio la disolución del concepto de cooperación
internacional, con el advenimiento de la democracia. Ahora, toda la ayuda “solidaria” debía tomar
nuevos cauces; y en el terreno audiovisual esto significaba convenios para una
inversión en la que la escena audiovisual local jamás estuvo dispuesta a
responder con reciprocidad.
Los franceses tampoco buscaban algo preciso, pero abrigaban
la esperanza de haber instalado algo, hasta que se dieron cuenta que todos sus
esfuerzos habían sido en vano. El
festival famoso no fue sino una tapadera para
hacer viajar a un clan de amigos a realizar “diarios de viaje”, como si
estos fueran un género compensatorio ante el fracaso de su reconocimiento en
las artes visuales.
Ninguno de los videastas franceses que nos visitaron
tuvieron un lugar significativo en la
escena de “artes de la visualidad”.
Salvo Thierry Kuntzel. Y no fue por su
obra sino por su pensamiento. Pero en
general, nada significativo, fuera del combativo entusiasmo que ponía Jean-Paul Fargier, que siempre fue un crítico
literario y de cine que realizó algunas obras en video interesantes. Me gustaba más
escucharlo como hablaba que ver su obra.
Nada grave.
Robert Cahen, sin duda, ha sido el que más se ha acercado al
espacio de las artes visuales. De modo
que tiene razón Néstor Olhagaray cuando
señala que mi interés era defender a los artistas en desmedro de los
jóvenes videastas. Es que los jóvenes videastas aparecieron
cuando el festival fenecía. Siempre
trabajé con “viejos” artistas. Lo único
que me interesaba eran las obras de Dittborn y de Downey. En este punto me permito hacer un reclamo
vindicativo y fraterno a los autores, por no
haber recurrido al texto sobre la videografía de Dittborn, que escribí en 1987
y que aparece en el catálogo del Séptimo festival, cuya producción editorial estuvo a mi
cargo. Tampoco accedieron a los dos ensayos que ese mismo
año “retiré” de dicho catálogo para publicarlos en “Textos Residuales”. Esa
lectura podría haberles sido más útil que mi entrevista.
En cuanto a las Memorias de Campo, los autores se hacen
responsable de los referentes que declaran. Sobre eso puedo tener mi posición.
Pero es un capítulo que pretende, al menos, delimitar un campo, en cuyo seno
fue posible levantar una hipótesis de experimentalidad que ha dado curso a un “frente de obras” que,
paradojalmente, rompe con el determinismo de una historia y re/hace las
filiaciones del video, separándola de la vertiente dominante de las artes
visuales para inscribirla en una historia autónoma de la imagen-movimiento,
pero en los bordes de la industria, sosteniendo una plataforma formal
iconoclasta, que sería el mejor apelativo para no tener que usar el término
“iconofóbica”, que probablemente era lo que buscaban.
Lo anterior se ve reflejado en el cierre del libro; es
decir, en el texto de Guillermo Cifuentes, que opera como un homenaje
manifiesto a su memoria. Se trata de un
texto escrito en el 2007 y lo considero como
cimiento del “deseo de libro” de los autores, porque es sobre esta
plataforma que sostienen la hipótesis que plantean en la introducción; es
decir, una cierta búsqueda de
filiaciones, una in/cierta ceguera
sobre los márgenes de la imagen y una preceptual prospectiva destinada a
recomponer el mapa de la pensabilidad de estas obras, fuera de las “artes
mediales”. No necesitan su dudosa garantía, ya que la sola retórica de la
contigüidad que han construido gracias al libro los hace constituir el
“frente de obras” que debiera definir el futuro de un campo nuevo.
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