En el encuentro nacional realizado en el ex Congreso para
discutir de manera ceremonial sobre la factibilidad de una política de artes
(de la) visualidad, en el 2016, Pablo Chiuminatto lanzó una pregunta destinada a
provocar un gran estallido conceptual, sobre la distinción entre arte
moderno y arte contemporáneo. El interés no era académico, sino que exigía que
los encargados de gestión hicieran explícitas las razones que justificaban la
apertura de un centro de arte contemporáneo
en Cerrillos. El líder de semejante iniciativa no dijo palabra. Nunca
dijo palabra. No tiene palabra. Solo operó con la fuerza de los hechos
consumados.
Al punto de que hoy día, cuando el centro en cuestión ha
sido inaugurado, no se sabe todavía bajo qué concepto de “experimentalidad” se
sostiene, porque todo lo que ha mostrado ha sido lo que define a un simple
espacio de exhibición, de dimensiones acromegálicas. Eso no es un centro de
arte contemporáneo, sino tan solo un gran espacio al que le pusieron ese
nombre.
Nadie tomó la responsabilidad de responder a Chiuminatto,
porque no estaba en el cometido que les
habían encomendado a los ejecutores del encuentro. Pero su pregunta fue
respondido una año y medio después, cuando los vigilantes semióticos del CNCA
se vieron forzados a revisar sus fichas de lectura express y encontraron una cita de Andrea Giunta, extraída de un
libro suyo incluido en la bibliografía del documento: “Cuando empieza el arte
contemporáneo” (Buenos Aires, 2014).
La cita en cuestión aparece en la página 24 del documento de
políticas nacional. He puesto todo mi empeño por entender el por qué de su localización. No me ha sido posible. No existe dependencia
argumental con el párrafo precedente. Pensé, entonces, que se trataba del
encabezamiento del párrafo siguiente. Tampoco. Dichas líneas están destinadas,
probablemente, a abrir otra sección de problemas; a saber, la existencia de
“polos no formales” de formación, exhibición y conservación de las artes
visuales.
Sin embargo, la aparición de esta problemática no proviene
de la cita del fragmento de Andrea Giunta ni tampoco del párrafo que la
precede, que está dedicado a declarar
que en América Latina el discurso artístico ya logró una autonomía suficiente
respecto de los discursos dominantes en el arte de Occidente.
El documento ha
tenido la pretensión de ensayar algunas entradas en una discusión
historiográfica que no ha justificado tampoco en su desarrollo. ¿No es un poco
somero si no se identifica al menos, uno
de esos discursos? Por ejemplo, ¿se
refiere al discurso de Greenberg, de
Danto, de Krauss? , ¿O apunta al discurso del estructuralismo francés? ¡Ah, no!
Probablemente están pensando en los historiadores locales. ¿Cuáles? Porque lo que ocurre con las propias tesis de
investigadores, financiadas por fondos públicos, es que repiten sin distancia
mayor los presupuestos de los discursos dominantes que se denuncia.
Si los redactores pretendían ilustrar con esta cita la tesis del párrafo que la precede, entonces fracasaron rotundamente.
Lo que hace Andrea Giunta es de otro carácter, puesto que señala los estragos
que produce en el trabajo de historia el
uso de la categoría de la “analogía dependiente”. Lo
cual nos remite al título del artículo
que bajo el mismo título señalado le publica Artishock en mayo del 2014,
donde escribe: “La tesis de esta
exposición sostiene la invalidez del esquema de centros y periferias para el
estudio del arte contemporáneo. Por el contrario, propone la noción de
vanguardias simultáneas para analizar obras que se insertan en la lógica global
del arte”.
Perdón que se los pregunte: ¿quién es la principal defensora
en Chile del esquema centro/periferia?
Andrea Giunta interroga el arte contemporáneo
desde América Latina, que se inicia cuando se interrumpe la idea de arte
moderno. Pero en Chile, la idea de la
“efectuación” del arte moderno es un asunto en discusión. La respuesta a la pregunta de Chiuminatto ya
existía en la bibliografía disponible; solo que en el encuentro nacional del
2016, ningún funcionario estuvo en medida de definir la interrupción a la que
Andrea Giunta se refería.
Respecto de los problemas abordados por el documento, si de
citas a textos de Andrea Giunta se trataba, al menos podrían haber realizado el
esfuerzo de revisar sus trabajos más significativos, en relación a lo que el
documento aborda; como por ejemplo, cómo se realiza una política de
transferencia de las vanguardias, o bien, de cómo se organizó el espacio de
internacionalización del arte argentino en los años 60-70, como un estudio
comparativo que arroja interesantes enseñanzas.
Definitivamente, el
fragmento de Andrea Giunta no está en su lugar. Más hubiese funcionado en las
páginas relativas a la justificación de los fondos para investigación; pero ni
siquiera. Lo cierto es que al invalidar
el esquema centro y periferia le plantea
a los redactores un problema que el documento no toma a cargo; a saber, la
criterización para sostener la existencia de prácticas de simultaneidad compleja, en que iniciativas contemporáneas
comparten una escena con residuos tardo-modernos, promoviendo
desequilibrios abismantes entre las prácticas, que terminan por segregar
a centenares de artistas.
En esta simultaneidad de lo contemporáneo y lo
no-contemporáneo, resulta que los efectos estéticos de prácticas rituales y/o
sociales son más consistentes que muchas obras de artistas contemporáneos. Pero el documento de política parece sostener
solo a aquellos artistas que satisfacen
las regulaciones de los elementos lingüísticos que reproducen el poder de los
redactores. Dichos elementos no son más
que un inventario y combinación de palabras-clave que los redactores del
departamento de estudios han validado para garantizar el reduccionismo que
habilita su propia legitimidad en el sistema redaccional. En este sentido, el Anexo metodológico es una
joya en el género.
Entonces, el
documento de política no tiene tanto que
ver con el sistema de arte chileno, sino
con la ideología auto-reproductiva de
unos funcionarios especialmente
entrenados para modelar los discursos de otros, bajo la cobertura de una gran
operación de simulación que delimita el alcance compensatorio de la
“participación”, como un mito práctico destinado a sostener el goce de la autocomplacencia
disciplinar. En este terreno, el
capítulo de medidas y acciones resulta ser de antología: no es sino un
protocolo de intenciones.
Lo cierto es que muchos de los programas
involucrados, no están suficientemente descritos y la importancia de algunas de
sus iniciativas son literalmente rebajados. De este modo, el propio documento
desmantela aquello que la práctica de muchos programas señala como avance, como
si existiera, por un lado, un relato de los redactores del documento, y por
otro lado, un relato de los funcionarios
que en la primera línea de los problemas hacen que las cosas funcionen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario