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miércoles, 11 de abril de 2018

INCONSECUENCIAS DE UN DOCUMENTO

En el encuentro nacional realizado en el ex Congreso para discutir de manera ceremonial sobre la factibilidad de una política de artes (de la) visualidad, en el 2016, Pablo Chiuminatto lanzó una pregunta  destinada a  provocar un gran estallido conceptual, sobre la distinción entre arte moderno y arte contemporáneo. El interés no era académico, sino que exigía que los encargados de gestión hicieran explícitas las razones que justificaban la apertura de un centro de arte contemporáneo  en Cerrillos. El líder de semejante iniciativa no dijo palabra. Nunca dijo  palabra. No tiene palabra.  Solo operó con la fuerza de los hechos consumados. 

Al punto de que hoy día, cuando el centro en cuestión ha sido inaugurado, no se sabe todavía bajo qué concepto de “experimentalidad” se sostiene, porque todo lo que ha mostrado ha sido lo que define a un simple espacio de exhibición, de dimensiones acromegálicas. Eso no es un centro de arte contemporáneo, sino tan solo un gran espacio al que le pusieron ese nombre. 

Nadie tomó la responsabilidad de responder a Chiuminatto, porque  no estaba en el cometido que les habían encomendado a los ejecutores del encuentro. Pero su pregunta fue respondido una año y medio después, cuando los vigilantes semióticos del CNCA se vieron forzados a revisar sus fichas de lectura express y encontraron una cita de Andrea Giunta, extraída de un libro suyo incluido en la bibliografía del documento: “Cuando empieza el arte contemporáneo” (Buenos Aires, 2014).



La cita en cuestión aparece en la página 24 del documento de políticas nacional. He puesto todo mi empeño por entender  el por qué de su localización.  No me ha sido posible. No existe dependencia argumental con el párrafo precedente. Pensé, entonces, que se trataba del encabezamiento del párrafo siguiente. Tampoco. Dichas líneas están destinadas, probablemente, a abrir otra sección de problemas; a saber, la existencia de “polos no formales” de formación, exhibición y conservación de las artes visuales.

Sin embargo, la aparición de esta problemática no proviene de la cita del fragmento de Andrea Giunta ni tampoco del párrafo que la precede, que está dedicado a  declarar que en América Latina el discurso artístico ya logró una autonomía suficiente respecto de los discursos dominantes en el arte de Occidente.  

El documento  ha tenido la pretensión de ensayar algunas entradas en una discusión historiográfica que no ha justificado tampoco en su desarrollo. ¿No es un poco somero si no se  identifica al menos, uno de esos discursos?  Por ejemplo, ¿se refiere al discurso de  Greenberg, de Danto, de Krauss? , ¿O apunta al discurso del estructuralismo francés?  ¡Ah, no!  Probablemente están pensando en los historiadores locales. ¿Cuáles?  Porque lo que ocurre con las propias tesis de investigadores, financiadas por fondos públicos, es que repiten sin distancia mayor los presupuestos de los discursos dominantes que se denuncia. 

Si los redactores pretendían ilustrar con esta cita  la tesis del párrafo  que la precede, entonces fracasaron rotundamente. Lo que hace Andrea Giunta es de otro carácter, puesto que señala los estragos que produce en el trabajo  de historia el uso de la categoría de la “analogía dependiente”.   Lo cual  nos remite al título del artículo que bajo el mismo título  señalado  le publica Artishock en mayo del 2014, donde  escribe: “La tesis de esta exposición sostiene la invalidez del esquema de centros y periferias para el estudio del arte contemporáneo. Por el contrario, propone la noción de vanguardias simultáneas para analizar obras que se insertan en la lógica global del arte”.

Perdón que se los pregunte: ¿quién es la principal defensora en Chile del esquema centro/periferia?

Andrea Giunta interroga el arte  contemporáneo  desde América Latina, que se inicia cuando se interrumpe la idea de arte moderno.  Pero en Chile, la idea de la “efectuación” del arte moderno es un asunto en discusión.  La respuesta a la pregunta de Chiuminatto ya existía en la bibliografía disponible; solo que en el encuentro nacional del 2016, ningún funcionario estuvo en medida de definir la interrupción a la que Andrea Giunta se refería. 

Respecto de los problemas abordados por el documento, si de citas a textos de Andrea Giunta se trataba, al menos podrían haber realizado el esfuerzo de revisar sus trabajos más significativos, en relación a lo que el documento aborda; como por ejemplo, cómo se realiza una política de transferencia de las vanguardias, o bien, de cómo se organizó el espacio de internacionalización del arte argentino en los años 60-70, como un estudio comparativo que arroja interesantes enseñanzas.

Definitivamente,  el fragmento de Andrea Giunta no está en su lugar. Más hubiese funcionado en las páginas relativas a la justificación de los fondos para investigación; pero ni siquiera.  Lo cierto es que al invalidar el esquema centro y periferia  le plantea a los redactores un problema que el documento no toma a cargo; a saber, la criterización para sostener la existencia de prácticas de simultaneidad  compleja, en que iniciativas contemporáneas comparten una escena con residuos tardo-modernos,  promoviendo  desequilibrios abismantes entre las prácticas, que terminan por segregar a centenares de artistas.

En esta simultaneidad de lo contemporáneo y lo no-contemporáneo, resulta que los efectos estéticos de prácticas rituales y/o sociales son más consistentes que muchas obras de artistas contemporáneos.  Pero el documento de política parece sostener solo a  aquellos artistas que satisfacen las regulaciones de los elementos lingüísticos que reproducen el poder de los redactores.  Dichos elementos no son más que un inventario y combinación de palabras-clave que los redactores del departamento de estudios han validado para garantizar el reduccionismo que habilita su propia legitimidad en el sistema redaccional.  En este sentido, el Anexo metodológico es una joya en el género.


Entonces,  el documento de política  no tiene tanto que ver con el sistema de arte chileno,  sino con la ideología auto-reproductiva  de unos funcionarios  especialmente entrenados para modelar los discursos de otros, bajo la cobertura de una gran operación  de simulación que  delimita el alcance compensatorio de la “participación”, como un mito práctico destinado a  sostener el goce de la autocomplacencia disciplinar.  En este terreno, el capítulo de medidas y acciones resulta ser de antología: no es sino un protocolo de intenciones. 

Lo cierto es que muchos de los programas involucrados, no están suficientemente descritos y la importancia de algunas de sus iniciativas son literalmente rebajados. De este modo, el propio documento desmantela aquello que la práctica de muchos programas señala como avance, como si existiera, por un lado, un relato de los redactores del documento, y por otro lado,  un relato de los funcionarios que en la primera línea de los problemas hacen que  las cosas funcionen.  

martes, 10 de abril de 2018

COMENTARIO A UN EPÍGRAFE







(Fragmento de un texto del artista uruguayo Luis Camnitzer, que fue colocado como Epígrafe, para encabezar el documento de Política Nacional de Artes de la Visualidad, dic. 2017)

Hoy día he aprendido que la misión del artista debiera ser la de analizar la cultura circundante para identificar “que es lo que le falta”.  Está muy buena esa: el artista como identificador de las fallas de la cultura.

Si fuera docente “de la Chile” diría, “cultura de la falla”. Pero solo soy un modesto lector de un documento de política  nacional para las artes de la visualidad, que en una primera aproximación ya  puede percibir como se viene la mano: el artista deberá identificar la falla del Estado respecto de si mismo; digo, del artista.   En el sentido que el Estado no la sociedad  lo han reconocido como un profesional de la identificación de falla.  Imagínense ustedes que aparezca un diplomado universitario nuevo, que se llamara Diploma de Identificación de Falla, como adjunto a un Magister de Artes Visuales en alguna universidad “acreditada”.. 

Junto a esta nueva profesión tendría que estar señalada una ampliación de la falla, ya que un segundo aspecto de la misión sería  identificar los problemas que habría que resolver para mejorar las condiciones sociales.  En la misión, entonces, la “falta” (falla) estaría separada de los “problemas”.  Lo que puede querer decir que la primera es ontológica, mientras la segunda, fáctica.  Lo cual define  de inmediato una misión de doble régimen: en lo simbólico, el artista señala (indica) lo que (hace la) falta; y en lo práctico, decide qué es lo que hay que hacer como reverso de una política social.  

En verdad, no está nada de mal como propuesta inicializante en un documento de “política”.  Recuerdo siempre con mucha gratitud cuando Patricio Marchant hacía referencia al retablo de Issenheim.  Después, había que pensar en el dedo índice de Juan el Bautista señalando el cuerpo lívido de Cristo. 

 Mal que les pese a algunas personas, la historia del arte se ha secularizado a tal punto que hoy día el carácter indicativo del dedo de San Juan no apunta a Jesús, sino que señala la sociedad  terrenal, digamos, con sus realidades  dramáticas. 

Habría algo de marxista en todo esto: el artista ya no estaría para indicar el cuerpo de Cristo, sino para identificar las llagas de lo real.  En el terreno de nombrar realidades, la misión del artista superaría toda expectativa.  Solo que en el Estado chileno, esta misión no habría sido suficientemente reconocida.  

Lo que importa,  a título reparatorio, es que el artista sea celebrado como un buen ciudadano. En verdad, a todos nos correspondería semejante exigencia. La buena ciudadanía sería una construcción en que cada profesión parecería determinar sus parámetros distintivos, conducentes a producir condiciones para una buena vida, en el sentido que Paula Honorato le da a su noción de “bien común”, para sostener la “versión oficial”  del MNBA.

Ahora bien: el artista poseería ciertas ventajas, unos parámetros, unas habilidades que lo harían distinguirse de otros oficios,  sosteniendo una preeminencia que definiría los límites de su acción.  

En la actualidad, ya es de sentido común institucional afirmar que el artista es reconocido como tal por otros artistas, en el seno de unos límites que solo pueden estar garantizados por éstos, y por los poderes públicos que sostienen  dichos límites.   Según esto, el artista no  debiera abandonar el terreno que le corresponde y desde el cual adquiere legitimidad para “indicar” el lugar de la “falta”(falla). 

A partir del marco previamente señalado, y abandonando el modo condicional, ser un buen ciudadano implica no traspasar los límites dentro de los cuáles el artista “hace (solo) lo que puede hacer”.  

Semejante admisión de la modestia del impacto de su acción define la esterilidad de su permanencia dentro de los límites en los que debe ser reconocido.

¿De qué modo podrá indicar la “falta” (falla) si no excede las condiciones de su acción? Es aquí donde aparece la sinonimia entre Estado y buena ciudadanía, puesta en contradicción con el éxito del mercado.  Lo curioso es que al  exponer semejante  antagonismo,  la misión del artista se somete al reconocimiento del primero  en desmedro del segundo.  Ahora, lo que deja  leer entrelíneas el fragmento es que en este sometimiento se verifica la posición política del artista.  Es decir, ser artista es tener, desde ya, una posición política, (pero) como artista.  Plegarse, en suma, al Estado, que garantiza la posición desde la cual el artista señala “lo que hace (la) falta”. ¿Y si no, cómo podría ser? Por ese motivo  se redacta un documento sobre “política”; para  fijan los rangos de uso de un léxico cuya eficacia ha sido “maquinada” por la redaccionalidad de un Departamento de Estudios que opera como vigilante semiótico.  

Lo anterior es un comentario al epígrafe  que  inspira la Política Nacional de Artes de la Visualidad.  Lo curioso del uso de este fragmento de un texto del artista   uruguayo Luis Camnitzer, cuya fuente no se revela, es que comienza como incitación a  la realización de una acción indicativa, para finalmente rebajar su espacio de acción al ejercicio de unas habilidades  cuya ejecución debe ser  garantizada por el Estado.

Lo cual,  para encabezar el cometido de una política resulta, a lo menos sorprendente,  ya que habilita una posición  en contra del mercado, cuando en el documento destina una gran cantidad de argumentos en favor de la participación  de los privados y del propio mercado en el éxito de la misma política.  El epígrafe, entonces, cumple la tarea de señalar en la presentación del documento, lo que se debe entender como subordinación del mercado a los imperativos de una política nacional. 

Pero es preciso regresar a las primeras líneas del epígrafe y preguntarse de qué manera se puede asegurar la misión del artista como indicador de “lo que hace falta”.   Sin embargo,  la petición de buena ciudadanía artística proclamada como condición, no es solo  puesta en tela de juicio  por el mercado, sino por el Estado que califica la tolerancia de su indicación.

Entonces, lo más razonable hubiese sido  que los redactores no señalaran en  epígrafe alguno el reconocimiento de su impotencia estratégica.