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martes, 16 de octubre de 2018


LA NOCIÓN DE CASA

No es Matta lo que ocupa mi interés, sino la noción de regreso a casa. La conferencia de Talca ya tuvo lugar, en cierto sentido. Lo que importa es cómo se conecta este aparente interés en sus ediciones de grabado con mi propio trabajo de conjunto, relativo a la construcción de la casa del arte. Cuando me refiero a esto lo hago en relación a la “casa del arte chileno”, entendiendo por casa, su institución, que va más allá de las restricciones de la musealidad, si bien ese es el lugar en que toman forma reproductible los dos aspectos cruciales de la filiación y la residencia.

En una escena en la que se ha vuelto una costumbre la omisión de mi trabajo, no me queda otra que señalar el modo cómo rehago el camino de mis propias deudas con quienes han abierto los surcos. Nada más que hacer mención a la nota preparatoria de un curso que debía dar Levi-Strauss en 1976 sobre clan, linaje y familia y que aparece en Paroles données (1984), en el momento en que debo pasar del trato con Matta y sus ensoñaciones universales, al trabajo de curatoría de Eduardo Vilches, para una exhibición que tendrá lugar dentro de un mes en el Centro Cultural El Tranque (Lo Barnechea).

Eduardo Vilches y Alicia Vega construyeron la casa encima de una generosa explanada, sobre un terreno cercano a Llau-Llao, a kilómetros de Castro. Habían adquirido un predio con laderas ocupadas por un laberíntico bosque de árboles nativos que se terminaba en una quebrada fangosa. De este modo quedaba establecida una separación entre un mundo de arriba que acogía la edificación de lo hogareño, y un mundo de abajo que definía las condiciones de una extrañeza simbólica, en cuya disposición se resume y concentra la actitud formal que proporciona el carácter a su trabajo. La separación entre la cultura y la naturaleza viene a ser aquí el lugar de una excusa antropológica, en cuya articulación se verifica el diagrama de trabajo sobre el que se sostiene la obra. Siempre habrá un dibujo de origen que trazará las líneas de demandas efectivas que programan su imaginario.

Existe una cierta leyenda acerca de la semejanza estructural entre los galpones y las embarcaciones. Esto dice relación con dos cosas; primero, con el peso de la arquitectura vernacular en la arquitectura contemporánea de Chiloé; y segundo, en la función simbólica que distingue entre las cosas que se asientan y se edifican, por un lado, y por otro, con las cosas que flotan y navegan, de acuerdo a las reglas de la carpintería de ribera. Eduardo Vilches y Alicia Vega edifican y producen condiciones de habitabilidad, al tiempo que se desplazan entre Santiago y Llau-Llao transfiriendo sus imaginarios materiales. La consistencia de la hipótesis instala un hogar, porque la casa es una embarcación invertida que deja a la vista las condiciones de su consistencia, como si fueran las costillas de una ballena dispuestas en la playa, para proteger la disposición de los cuerpos que allí se cobijan.

Una vereda de tablones sobre la tierra húmeda permite la marcha hacia los descansos, en medio del bosque, ya sea a ras de tierra o a media altura, porque entre los árboles debe existir una huella domesticada. La plataforma unifica lo que es imposible de unificar y se instala como una construcción que desafía toda la topografía, allanando el acceso hacia lugares interiores cada vez más alejados, entre los cuáles Eduardo Vilches descubre unos claros en el bosque, donde planta unas flores exóticas para introducir el color en algunas extensiones y modificar las relaciones entre lo pleno y lo vacío, en el bosque. Las pasarelas permiten acceder al “otro jardín” que determina las ensoñaciones creativas de Eduardo Vilches, y que corresponde a la persistencia de la disposición del cementerio. Esta es una estructura que se imprime desde su infancia. Es un regreso al lugar de origen. A la infancia.

Los descansos aparecen en el camino como unas construcciones de intermediación, destinadas a detenerse y poder apreciar el follaje y los troncos a media altura, separándose un par de metros del suelo. De alguna forma, son una plataforma para percibir la dimensión retraída de la intervención en el paisaje.

El escritor norteamericano Ralph Waldo Emerson nos dice que debe haber huellas del hombre en los árboles. De hecho, nos ofrece una alegoría de los árboles como hombres en duelo. El árbol deviene signo de una nueva idea de cementerio. Sabemos cual es el poder simbólico que ejerce el cementerio como configuración de la cultura, como para entender que este bosque es el monumento que levanta Eduardo Vilches siguiendo las pautas de constructividad de su propia obra. En tanto figura de la genealogía y del parentesco, el árbol es también una imagen del archivo. En su libro “La imagen en ruinas”, Eduardo Cadava señala con justeza: “Como la fotografía, los árboles existen en relación al juego de luces y sombras: la luz del cielo que les permite sintetizar el alimento que reciben de las profundidades de la tierra, y la oscuridad de tales profundidades. Los árboles establecen una especie de comunicación entre el cielo y la tierra convirtiéndose en figuras de la fotografía misma”.




jueves, 19 de abril de 2018

MONUMENTOS SOCIALES



A propósito de la última columna, debo agregar que Don Pedro del Río y el ciclista que encontré en el  camino iniciaron un viaje para realizar su trabajo de duelo. El primero lo hizo en barco y en tren,  mientras que el segundo  solo pudo hacerlo en bicicleta. El primero regresó trayendo objetos de prueba y de reparación, depositándolos en un espacio para el goce de la comunidad; el segundo se transporta consigo como prueba, llevando sus propias pertenencias en un  dispositivo mecánico adaptado a su resistencia corporal.  El primero no se tomó fotos y trajo objetos en sus maletas; el segundo, prácticamente no transporta objetos y se saca fotos en el camino.  Es decir, se patrimonializa a si mismo,  haciendo de  la imagen de su cuerpo en el paisaje, la prueba de su propia deriva; pero al mismo tiempo, de la contención mínima que hace de él un peregrino definido por el deseo de seguir, siempre, en el camino.

Mi amigo Edgardo Neira me escribe desde Concepción después de la lectura de la columna y me señala que ésta le hizo recordar dos cosas. La primera,  un cuento de Andrés Sabella que leyó cuando estaba en el colegio, en que una  niña erraba eternamente en su bicicleta.  La segunda cosa que recordó fue un cuento del artista  Albino Echeverría ( un tesoro patrimonial vivo),  en que le relataba  que en el manicomio de Concepción,  que funcionaba  en el Parque Ecuador en unas cabañas de emergencia construidas "por mientras" tras el terremoto del 39, hubo alguna vez un patio  interior en que se mantenía, justamente,  a los "locos de patio".  Los numeroso orates penquistas eran en su mayoría indigentes y  se los vestía con uniformes del ejército dados de baja. Eso comprendía capas de generales, gorras sin visera, guerreras sin sus botones dorados;  incluso polainas de cuero y pantalones de montar.  

El ciclista de mi historia se parece a los indigentes del manicomio, pero ha encontrado la manera de salir del patio y expandir su economía de traslado hacia el camino, viviendo de pequeños trabajos, durmiendo en establos, en retenes rurales, justo para reponer la fuerza de continuar, porque el  futuro está “en el camino”.  De ahí que mis raids solitarios en bicicleta se convirtieron en una amenaza, porque cuando se  comienza a  reproducir la figura del peregrino-semi-indigente, se corre el riesgo de jamás regresar a casa. 

Don Pedro del Río Zañartu tenía casa. Regresó de sus viajes y  contrajo de nuevo matrimonio.  El ciclista sigue dando vueltas, pedaleando en su aparato como un  soltero.  Ambos  perdieron a su esposa e hija en una zona cercana a Lota.  La pérdida y el viaje los hace cercanos; sin embargo, las estrategias de  reparación los separa. Uno se repara, porque tiene casa, mientras el otro permanece en la irreparabilidad, reproduciendo las condiciones de  la falta de casa,  porque no tiene donde llegar (en términos simbólicos),  recorriendo una y otra vez  el país, poniéndose razonablemente al margen, sin molestar a nadie, viviendo de una especie de caridad institucional. Todo en él funciona en una escala de economía extremadamente reducida. Solo viaja con lo básico para su propia mantención en ruta. 

Don Pedro del Río se ha establecido en la memoria local y su estrategia de adquisición lo delata como un hombre que carecía de lo que, en esa época, podría haber sido buen gusto. Era un  empresario notable de provincia al que le faltaba el roce mundano  y dilapidador de ciertos  latifundistas de la zona central.  Si bien, el mobiliario de su casa denota un gran sentido del habitar, aunque eso se lo podemos atribuir al encanto de su segunda esposa, doña Carmen Urrejola.  

Don Pedro, en sus viajes, compraba “recuerdos”. En el fondo, eran un sustituto de la fotografía. La adquisición era una prueba de “haber estado allí”.  Creo haber percibido entre los objetos, un cierto número de cosas contrahechas, de esas que se adquieren en mercados populares de todo el mundo. Sea lo que sea, hasta lo más falso, tiene más de cien años. O sea, tienen un siglo dispuestos en la vitrina de un museo. Entre ellos, una momia egipcia que inflamaba nuestra imaginación, porque en esa época, a mediados de los años cincuenta, se publicaba una revista de historietas donde aparecía un personaje que se llamaba “el hombre momia”.

En el comienzo del siglo XXI,  el ciclista de fondo está más cercano al campo del arte contemporáneo  y comparte con el artista  la condición  simbólica del indigente limítrofe que vive como un peregrino; mientras que don Pedro del Río permanece en la patrimonialidad renovada  de  unas artes populares recuperadas desde la mirada caritativa  de un mentor, que busca legar a la ciudad lo auténtico de su pulsión recolectora.  El ciclista reproduce la posición del  garantizado por delegación, mientras  que el notable de provincia impone el lugar donde nace todo principio de delegación, ejerciendo sobre sus objetos la mirada institucional que hace de ese lugar un “monumento social”   significativo en la economía simbólica de la ciudad.

Quisiéramos que los museos de provincia, no importa su nombre ni su especialidad, sean algo así como unos monumentos sociales activos,  delimitadores de una experiencia de patrimonialización local, anclada en la  representación de corporalidad de unos sujetos que luchan por tener casa y escapar de la amenaza de la indigencia simbólica.