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sábado, 7 de septiembre de 2019

DE LLAU-LLAO A LOS VILOS




El diagrama es un dibujo arcaico que reproduce las intensidades de un problema y anticipa la representación de unas relaciones entre fenómenos que anticipan una conducta del pensamiento. Esta es la frase larga que daba comienzo al texto que debe ir impreso en el tarjetón de invitación para la exposición de Eduardo Vilches en el Centro Cultural El Bodegón de Los Vilos. Envié las trescientas palabras a Daniela Serani, su directora. La exposición se titula “DIAGRAMAS”.   Es el nombre que escogimos con Eduardo Vilches para concebir la exposición que realizamos en noviembre del 2018 en el Centro Cultural El Tranque (Lo Barnechea).  

Sabía  que en Los Vilos, en el bodegón, hay un gran jardín. Y que el bodegón es una edificación que se conecta con la tradición de la hacienda chilena clásica. Eduardo Vilches provendría desde su casa, en Llau-Llao (Chiloé), que se parece a un gran navío invertido. Lo que los conecta es la carpintería; es decir, la estructura del tórax, como si fueran las costillas de una ballena de museo de historia natural. Dos territorios, violentamente diferenciados. Los Vilos viene a ser el lugar de arribo de los aluviones culturales y económicos de las cordilleras transversales del interior. Minería y transhumancia. Extrema sequedad. Entre lo húmedo costero y lo desértico de un interior ominoso, que me hace recordar “Las brutas”, de Radrigán. La amenaza viene desde arriba y la huella del aluvión cubre la carretera que conduce hacia La Serena. No hay grafía para reproducir las tensiones del abandono en ese territorio. Sequía de la letra. 

Esta exposición en El Bodegón está pensada para conectar Chiloé y Los Vilos. La casa chilota de Eduardo Vilches reclama una complicidad material con el bodegón que alberga el centro cultural. Esta conexión se realiza a través del trabajo material realizado por Eduardo Vilches para intervenir el bosque como obra.  La naturaleza es indeterminada y no recibe determinaciones más que del arte. El país se convierte en paisaje solo bajo la condición de ser un paisart; y esto, según dos modalidades[1]: in visu e in situ. El país, en este sentido, corresponde al grado cero del paisaje y precede a su artialización. Es curioso (sic) que no haya pintura del gran norte. Tampoco la hay del gran sur. Solo fotografía y cinematografía: dispositivos coloniales, destinados a “medir” la monumentalidad de la maquinaria extractiva.

Pasemos. Eduardo Vilches hace fotografía porque desplaza, simplemente, los principios de la xilografía. Solo está comandado por la retórica de las sombras acarreadas.  En ella Eduardo Vilches aloja de manera primordial la mirada sobre el paisaje y construye unas relaciones que ya han sido la base de su obra, desde fines de los años cincuenta en adelante. Este trabajo realizado en el bosque de su casa en Chiloé lo traslada a Los Vilos, para establecer conexiones que se validan en la prolongación de un mismo gesto constructivo.

Tenemos, entonces, bosque y jardín. Falta un tercer elemento: la plaza de Ñuñoa, frente a su casa santiaguina. Aquí, el acontecimiento decisivo es la introducción de la ventana, que abre el cuadro hacia afuera. La ventana es el encuadre que al montarse en el  cuadro, instituye el país en paisaje. Y separa el afuera del adentro. Sin profundidad de campo. Para fijar la “vista” sobre la plaza como si fuera una pequeña escenografía. Por eso escogimos, para Lo Barnechea, la serie de las ventanas. Aparece una reproducción fotográfica de este montaje en El Mercurio, en la página de la edición del jueves 5 de septiembre destinada a relevar “opiniones” de expertos sobre la reciente atribución del Premio Nacional de Artes a Eduardo Vilches. Las “opiniones” están de más. La ventana miniaturiza la representación y fija el encuadre en el encuadre. En esta serie, lo principal, en verdad, es la ventana, que por lo demás, reproduce el modelo del retablo.  La vista sobre la plaza se incorpora al cuadro, que es “encuadrado” –a su vez- por la toma fotográfica. No existe la belleza natural.

Ahora, una selección de la muestra de Lo Barnechea  es presentada en  Los Vilos. Un momento significativo de esta muestra está constituido por dos videos, en los que Eduardo Vilches da cuenta de su diagrama de trabajo; es decir, expone las bases de su pensamiento visual.

Termino esta columna con lo siguiente: el jardín del Bodegón es un espacio de reflexión que funda su propio gesto reflexivo, como centro que acoge decisiones formales que hacen del arte un espacio de organización simbólica donde el deseo de casa marca la conversión del territorio en paisaje. Esta es la contribución que la obra de Eduardo Vilches ofrece como ejercicio de una cómplice amabilidad formal.




[1] ROGER, Alain. “Court traté du paysage”, Essai Folio, Gallimard, 1997.

lunes, 22 de octubre de 2018

FILIACIÓN Y RESIDENCIA




El jueves de la semana pasada Hugo Robles, mi amigo, secretario y documentalista, me dice: Ha fallecido mi tía. En efecto, tuvo que trasladarse a Isla de Maipo, el viernes, para asistir a su entierro.

El jueves de Semana Santa de este año, esperando a nuestra amiga Paula del Sol en el aeropuerto de Pudahuel para dirigirnos a Llau-Llao (Castro, Chiloé) a entrevistar a Eduardo Vilches, Hugo Robles me hizo un comentario sobre el texto que yo había escrito sobre la obra de Gonzalo Díaz, Lonquén 10 años, para el boletín número tres del CEdA. En una conversación anterior, yo le había hecho el relato de cuán eficaz podía ser una fórmula de intervención en un coloquio, cuando uno comenzaba diciendo, por ejemplo, “y quien iba a pensar que en tal fecha (antigua) yo iba a estar aquí, hoy, en este mismo lugar, para referirme a estos mismos hechos, etc.” Lo cual es el tipo de imbecilidades eficaces con que se suele copar un espacio vacío. De modo que, haciendo la parodia de este tipo de intervenciones, mientras yo fumaba un cigarrillo en las afueras de aeropuerto, Hugo Robles comenzó: “¿Y quién iba a pensar que algún día yo te iba a mencionar que estaba biográficamente comprometido en esta obra de Gonzalo Díaz, a quien conocí en 1982 siendo mi profesor del taller de pintura?”. Luego, en 1987, Hugo Robles se encargaría de la edición compleja del ya histórico ejemplar de  Video porque TV (Catálogo Festival Downey).

¿De qué me estás hablando? –le pregunté. Y claro, me dice, uno de los asesinados que aparece mencionado en la lista de los quince ejecutados en Lonquén es mi primo. Gonzalo Díaz llega a pronunciar su nombre en la performance de cierre de la exposición en galería Ojo de Buey en 1989.  Pero te lo vengo a decir hoy día, en mayo del 2018, cuando estamos a punto de volar hacia Chiloé; solo porque has escrito un nuevo texto para el boletín del CEdA.

El primo de Hugo Robles había nacido el 5 de octubre de 1956.  Vivía en Isla de Maipo y era conocido por fumar algunos pitos, tomar más de la cuenta e insultar a la fuerza pública. Era lo que hacía con más frecuencia y por eso terminaba a menudo en un calabozo.  A veces, lo metían solo, y en otras ocasiones, junto a unos amigos de correrías. Tenían todos entre 18 y 20 años. En esos días de octubre, se les anduvo pasando la mano y agarraron a garabatos a los pacos. Terminan cuatro en el calabozo habitual del fondo. Estaban allí, cuando llegaron los once campesinos de la lista final; fueron introducidos a los otros calabozos de la comisaría, donde comenzaron a ser torturados. Al final de esta “sesión” los campesinos fueron sacados del recinto y conducidos a un camión. Entonces, en ese momento, el jefe de la comisaría se acordó que tenía a los cuatro detenidos en el calabozo del fondo y que habían escuchado todo. Los mandó a buscar y los subió a todos en el mismo camión. Desde ese día, los quince nombres quedaron inscritos en el registro de la infamia.

Su madre lo buscó por todas partes. El relato de su calvario ha sido suficientemente documentado. Esto tuvo lugar en octubre de 1973. Diez años más tarde, Hugo Robles fue alumno de Gonzalo Díaz, que lo invitó a exponer en Los hijos de la dicha, en Galería Sur, en 1985. En esta muestra Hugo Robles exhibió un diagrama de la hacienda chilena como soporte de socialidad fundante. Pero fue en 1988 que Gonzalo Díaz leyó el libro que en 1980 había escrito Máximo Pacheco (Lonquén, Editorial Aconcagua).  El objeto de éste fue describir el crimen de unos campesinos que se habían rebelado contra el modelo de la hacienda. Fueron asesinados por carabineros rurales, demasiado cercanos. Habían jugado a la pelota, todos juntos. Pero unos desafiaron al patrón. Hugo Robles pensó en el “patrón” edificatorio de la hacienda para habilitar el carácter de un diagrama. En mayo de este año, después de habernos encontrado en el funeral de Francesca Lombardo, Hugo Robles me acompañó para grabar una entrevista a Eduardo Vilches, que su a vez, ya había dibujado e impreso en su retina, el diagrama de una obra  que colocaba la cuestión de la filiación y de la residencia en el horizonte de nuestra espera.

El viernes pasado, Hugo Robles tomó el autobús a Isla de Maipo para asistir al entierro de su tía.  



martes, 16 de octubre de 2018


LA NOCIÓN DE CASA

No es Matta lo que ocupa mi interés, sino la noción de regreso a casa. La conferencia de Talca ya tuvo lugar, en cierto sentido. Lo que importa es cómo se conecta este aparente interés en sus ediciones de grabado con mi propio trabajo de conjunto, relativo a la construcción de la casa del arte. Cuando me refiero a esto lo hago en relación a la “casa del arte chileno”, entendiendo por casa, su institución, que va más allá de las restricciones de la musealidad, si bien ese es el lugar en que toman forma reproductible los dos aspectos cruciales de la filiación y la residencia.

En una escena en la que se ha vuelto una costumbre la omisión de mi trabajo, no me queda otra que señalar el modo cómo rehago el camino de mis propias deudas con quienes han abierto los surcos. Nada más que hacer mención a la nota preparatoria de un curso que debía dar Levi-Strauss en 1976 sobre clan, linaje y familia y que aparece en Paroles données (1984), en el momento en que debo pasar del trato con Matta y sus ensoñaciones universales, al trabajo de curatoría de Eduardo Vilches, para una exhibición que tendrá lugar dentro de un mes en el Centro Cultural El Tranque (Lo Barnechea).

Eduardo Vilches y Alicia Vega construyeron la casa encima de una generosa explanada, sobre un terreno cercano a Llau-Llao, a kilómetros de Castro. Habían adquirido un predio con laderas ocupadas por un laberíntico bosque de árboles nativos que se terminaba en una quebrada fangosa. De este modo quedaba establecida una separación entre un mundo de arriba que acogía la edificación de lo hogareño, y un mundo de abajo que definía las condiciones de una extrañeza simbólica, en cuya disposición se resume y concentra la actitud formal que proporciona el carácter a su trabajo. La separación entre la cultura y la naturaleza viene a ser aquí el lugar de una excusa antropológica, en cuya articulación se verifica el diagrama de trabajo sobre el que se sostiene la obra. Siempre habrá un dibujo de origen que trazará las líneas de demandas efectivas que programan su imaginario.

Existe una cierta leyenda acerca de la semejanza estructural entre los galpones y las embarcaciones. Esto dice relación con dos cosas; primero, con el peso de la arquitectura vernacular en la arquitectura contemporánea de Chiloé; y segundo, en la función simbólica que distingue entre las cosas que se asientan y se edifican, por un lado, y por otro, con las cosas que flotan y navegan, de acuerdo a las reglas de la carpintería de ribera. Eduardo Vilches y Alicia Vega edifican y producen condiciones de habitabilidad, al tiempo que se desplazan entre Santiago y Llau-Llao transfiriendo sus imaginarios materiales. La consistencia de la hipótesis instala un hogar, porque la casa es una embarcación invertida que deja a la vista las condiciones de su consistencia, como si fueran las costillas de una ballena dispuestas en la playa, para proteger la disposición de los cuerpos que allí se cobijan.

Una vereda de tablones sobre la tierra húmeda permite la marcha hacia los descansos, en medio del bosque, ya sea a ras de tierra o a media altura, porque entre los árboles debe existir una huella domesticada. La plataforma unifica lo que es imposible de unificar y se instala como una construcción que desafía toda la topografía, allanando el acceso hacia lugares interiores cada vez más alejados, entre los cuáles Eduardo Vilches descubre unos claros en el bosque, donde planta unas flores exóticas para introducir el color en algunas extensiones y modificar las relaciones entre lo pleno y lo vacío, en el bosque. Las pasarelas permiten acceder al “otro jardín” que determina las ensoñaciones creativas de Eduardo Vilches, y que corresponde a la persistencia de la disposición del cementerio. Esta es una estructura que se imprime desde su infancia. Es un regreso al lugar de origen. A la infancia.

Los descansos aparecen en el camino como unas construcciones de intermediación, destinadas a detenerse y poder apreciar el follaje y los troncos a media altura, separándose un par de metros del suelo. De alguna forma, son una plataforma para percibir la dimensión retraída de la intervención en el paisaje.

El escritor norteamericano Ralph Waldo Emerson nos dice que debe haber huellas del hombre en los árboles. De hecho, nos ofrece una alegoría de los árboles como hombres en duelo. El árbol deviene signo de una nueva idea de cementerio. Sabemos cual es el poder simbólico que ejerce el cementerio como configuración de la cultura, como para entender que este bosque es el monumento que levanta Eduardo Vilches siguiendo las pautas de constructividad de su propia obra. En tanto figura de la genealogía y del parentesco, el árbol es también una imagen del archivo. En su libro “La imagen en ruinas”, Eduardo Cadava señala con justeza: “Como la fotografía, los árboles existen en relación al juego de luces y sombras: la luz del cielo que les permite sintetizar el alimento que reciben de las profundidades de la tierra, y la oscuridad de tales profundidades. Los árboles establecen una especie de comunicación entre el cielo y la tierra convirtiéndose en figuras de la fotografía misma”.