martes, 12 de abril de 2016

ESCUELITAS Y ESCUELOTAS (4)


Dejémonos de cosas. La escuelita, mal que mal,  inventó  un  “modelo de bolsillo”, que ha operado gracias a  la práctica de enseñanza de nombres tales como Mónica Bengoa,  Mario Navarro y Francisca García.  En algún momento Mario Soro. Pero luego, la secuencia  analítica  conecta a Padilla con Galecio, pasando por Pulido. Se me escapa alguno.  Pero  es la práctica docente que instala una  velocidad  crucero consistente. 

En alguna ocasión hablé  que lo que hacía buena a una escuela era su mediocridad consistente.  Eso es lo máximo que se puede lograr, porque las escuelas son espacios de transacción académica,  donde solo una parte de su cuerpo profesoral sostiene la inscriptividad de la escuela más allá de su reproducción letal.  En este sentido, las escuelas no son espacios homogéneos.  Por un lado, están los docentes que aseguran la permanencia de  la burocracia de base; por otro lado, están aquellos que proyectan la ficción de contemporaneidad.  Es gracias a estos últimos que las escuelas se convierten en marcas universitarias y colaboran –mal que les pese- con las iniciativas de “fortalecimiento de vínculos con el medio”. 

Para agravar las cosas,  hay artistas que   quisieran hacer pasar  la práctica docente  como si esta fuera una obra plástica.  Este es un exceso que ha sido fomentado –en primera instancia-  por la academia de los desplazamientos.   Dejémonos de  encubrimientos:  esos artistas-docentes  solo exhiben su fracaso  y   lo transmiten a  sus estudiantes,  reproduciendo condiciones de  desmantelamiento  subjetivo. 

Sin embargo,  en el mercado de la docencia, estos artistas-docentes apenas adquieren la consistencia necesaria para reproducir un gesto distintivo.  El método del taller de grado no es transferible sin experimentar algunas mermas.   Algunas escuelas asumen la merma  como un carácter propio y la convierten en su propio método,  estableciendo sus propios parámetros de reconocimiento. Es el caso, al menos, de las escuelas de la UDP y de la Finisterrae. 

Lo que resulta sorprendente es que, año a año,  las ofertas de matrícula siguen siendo  cubiertas.  Es un caso “típicamente chileno”  el que los padres estén  dispuestos a  pagar por una enseñanza que no le asegura a sus hijos, destino alguno.  Ni en el arte, ni en el campo laboral.  Entendamos que el campo laboral del arte es el  campo de la docencia.  Las prácticas de arte implican niveles de laboralidad extremadamente restringidos.  Respecto de esto, el área de artes visuales del CNCA solo ofrece  pequeñas estrategias de compensación, porque muchos artistas han logrado imponer cuotas para la financiabilidad de fondos, de acuerdo a los intereses particulares de grupos de  influencia específica. 

Ninguna enseñanza asegura un destino. Estamos ciertos.  Me refiero a las posibilidades de inscripción laboral de los egresados, en un mercado real de trabajo.  En algunos casos, las escuelas ofrecen un “servicio post-venta” a través de diplomados y maestrías que carecen de toda acreditación.

El mercado de la docencia  tiene que ver con otra cosa; porque afecta la laboralidad de sujetos que poseen la habilidad de reproducción de un saber (absolutamente) inestable.  Se es, entonces, menos artista, por un lado,  más profesor por otro.  Obvio que el artista favorece al profesor como capital, pero  es la decibilidad  burocrática de la docencia  la que  domina.  La pertenencia al espacio de arte –en su forma de mercado-   permite solo inscripciones fragmentarias y de duración corta.

En una ocasión,  un alto ejecutivo universitario me señaló que el área de arte se ocupaba de proporcionar un  gran servicio a numerosas familias que no saben qué hacer con sus hijos.   La escuela devino un servicio de espera que se fue convirtiendo en una ocupación de largo plazo, en el curso de la cual muchos estudiantes adquirieron habilidades que les permitieron desempeñarse de manera eficiente en el mercado laboral.  Jamás fueron artistas. Entendieron que una buena enseñanza de arte permitía el acceso a un sin número de  “profesiones emergentes” en el  campo de  la industria editorial y  de la industria audiovisual.  De este modo, las escuelas de arte son competencias “desleales” de las áreas de diseño, en el seno de las universidades que ofrecen ambas salidas.

Entonces, el futuro de las escuelas de arte no está en la obligatoriedad de la “formación de artistas”, sino que se proyecta  en la transmisión de un conjunto de saberes que permiten a sus estudiantes adquirir habilidades inscriptivas como las que he mencionado en el párrafo anterior. 

La “formación de artistas”  no existe.  Lo que existe es la inscriptividad. 

Esto no depende de las escuelas.  Ayuda.  Pero podría no ser  un aspecto decisivo.  Lo que asegura tal inscriptividad es el tipo de reconocimiento construido  a partir de un capital cultural cuya  ficción de inversiones se juega en una trama construida, especialmente concebida  para  acoger un número muy reducido de agentes, cuya disponibilidad está fraguada por las fricciones  perturbadoras y perturbadas entre galerismo, musealidad, coleccionismo, crítica de acompañamiento y editorialidad. 

Es el juego de este sistema y su propia fortaleza la que define la  colocabilidad del artista en una formación artística determinada. 



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